Entre el escándalo en las elecciones demócratas en Iowa y las novedades casi apocalípticas desde China, el miércoles pasado una noticia sacudió la vida política del país más poderoso de Europa: en la región de Turingia, Alemania, un partido de extrema derecha ayudó con sus votos a formar un gobierno regional y logró de este modo superar por primera vez el cordón sanitario formado a su alrededor por todos los otros partidos políticos. Esto ha desencadenado una indignación generalizada y un número creciente de movilizaciones en diferentes ciudades. Las fuerzas opositoras están exigiendo incluso que se llame nuevamente a elecciones y los partidos involucrados en el escándalo no encuentran una respuesta coherente, lo que ha acentuado divisiones en el gobierno federal, al punto que Merkel acaba de pedirle la renuncia al encargado de los asuntos de la ex Alemania Oriental, quien había saludado la conformación del nuevo gobierno regional. En este marco, el partido xenófobo Alternativa por Alemania (AfD) aparece por ahora como el gran ganador de las jornadas.
Turingia, parte de la disuelta República Democrática de Alemania, es con seguridad la región con mayor polarización política del país. Luego de la Reunificación en 1990, se convirtió en una región con muchas desigualdades, tanto políticas como sociales: ciudades prósperas, como Jena o Erfurt, conviven con zonas rurales que todavía no logran insertarse en la dinámica de la economía alemana y en las que persiste una sensación de decepción y malestar cada vez mejor canalizados por la extrema derecha. Sin embargo, Turingia es también el bastión más importante del partido de izquierda Die Linke y el lugar donde las fuerzas de centro izquierda aún conservan cierta capacidad de dialogar y compartir una cultura política con la clase trabajadora. De hecho, hasta el miércoles, el gobernador de Turingia era el carismático Bodo Ramelow, figura histórica de Die Linke en la región.
Las elecciones regionales en cuestión se habían llevado a cabo en octubre del año pasado, pero, debido a un reticencia a formar gobiernos en minorías extendida en toda la cultura política institucional alemana, la elección del cargo de ministro presidente de Turingia todavía estaba en suspenso. El parlamento regional se compone de 90 asientos, de modo que para formar un gobierno de mayoría se necesita obtener la voluntad de un mínimo de 46 representantes. Los números de la elección realizada tres meses atrás habían otorgado 29 escaños al izquierdista Die Linke, 22 al partido de extrema-derecha AfD y 21 a los conservadores de la Democracia-Cristiana (CDU). Mucho más relegados habían quedado el Partido Socialdemócrata (SDP), partido histórico pero en caída constante desde hace varios años, con 8 escaños, el partido ecologista de Los Verdes con 6 y los protagonistas inesperados de toda esta historia, los liberales del FDP, con apenas 5.
Luego de dos infructuosas votaciones parlamentarias se llamó a una tercera votación para el miércoles 5. Según los pronósticos, parecía muy probable que Bodo Ramelow consiguiera los 46 votos necesarios para seguir gobernando en alianza con Los Verdes y el SPD. En el marco de esta coalición, Ramelow contaba con 42 votos, así que sólo necesitaba 4 votos más. Para ello, apuntaba a obtener algunos votos de la CDU que no contaba con un candidato propio o, un poco más complejo, del FDP, puesto que este partido presentaba un candidato prácticamente sin posibilidades. Todas estas especulaciones se estrellaron en el suelo cuando la presidenta del recinto, Brigit Keller, anunció que el nuevo gobernador de Turingia era Thomas Kemmerich, del FDP. Sorpresivamente, esta fuerza había conseguido los 46 votos necesarios para conformar gobierno, a pesar de haber obtenido apenas un poco más del 5% en las elecciones. Pero lo más sorprendente no era la elección de un candidato de cartón como Kemmerich, sino que ésta había sido posible con los votos de la extrema derecha del AfD; en una maniobra particularmente astuta, esta fuerza decidió no votar a su propio candidato y transferirle esos votos a Kemmerich.
Con Kemmerich a la cabeza, los líderes del FDP salieron a defenderse, aunque sin mucha convicción, declarando que ellos no eran responsables de los votos de otras fuerzas (en referencia al AfD). Negaron la existencia de alguna negociación previa con los fascistas y hasta se colocaron en el papel de víctimas de una trampa del AfD, algo difícil de creer no sólo por cómo se dio el resultado, sino por cómo se dio el proceso de votación. Muy pronto la representante de Die Linke, Susanne Hennig-Wellsow, denunció que la elección de Kemmerich no se trató de ningún azar, sino que “había sido intencionalmente planificada” por las tres fuerzas en cuestión. Ha esta denuncia se sumaron los socialdemócratas y los verdes. La sospecha de una negociación secreta entre las fuerzas conservadoras estaba ya extendida y los miembros del AfD, entre festejos y sonrisas, así lo confirmaban a la prensa.
Hasta las declaraciones de la propia dirección nacional de la CDU parecen tirar por tierra esta excusa del FDP: Annegret Kramp-Karrenbauer, presidenta del partido y la más fiel representante de la línea de Merkel dentro de la CDU, salió a declarar que la dirección nacional del partido había aconsejado a la regional de Thüringen evitar la alianza con Kemmerich por temor a la AfD, pero que lamentablemente esta había seguido su propia dirección. Esto parecía desnudar otro problema: la feroz batalla interna de la democracia-cristiana en esta incipiente era post-Merkel. Al parecer, el entendimiento con el AfD habría sido patrocinado por la línea interna de la CDU opositora a Merkel, la ultraconservadora Werte-Union (Valores-Unión), como un intento claro de debilitar al merkelismo representado por la presidenta del partido, Kramp-Karembauer.
Lo cierto es que sin los votos del AfD, Kemmerich no podría haber formado gobierno y, dado que ni el CDU, ni el SPD ni los Verdes presentaban candidatos, la única opción que tenían, si no querían verse implicados con el AfD, era votar por Ramelow (o abstenerse). Kemmerich debería haber sido consciente de que su postulación podía atraer los 22 votos de la AfD y que así corría el riesgo de quedar con la mancha de haber llegado al gobierno con los votos fascistas. Y fue precisamente esto lo que sucedió. Pero no sólo Kemmerich especuló con esta posibilidad, también la CDU lo hizo, ya que prefirió apoyar a un candidato con el 5% de los votos -sobre el que se especulaba podía pactar con el AfD- cuando tranquilamente podría haberse abstenido, como lo hizo en las dos elecciones anteriores en el recinto. Es decir, la CDU prefirió correr el riesgo de una alianza con el AfD antes que permitir que alguna fuerza de izquierda se hiciera con el gobierno.
Es claro que la voluntad popular fue invertida totalmente con la elección de Kemmerich: un candidato que obtuvo sólo el 5% de los votos se quedó con la gobernación, y el claro ganador en los números de las últimas elecciones, Bodo Ramelow, fue expulsado de un día para el otro del gobierno. Curiosidades del sistema parlamentario. Además, en caso de no renunciar, Kemmenrich no sabe con qué mayoría gobernaría, ya que casi la mitad de los votos que explican su investidura vienen de la extrema derecha, a la que él -al menos ante las cámaras- ha repudiado con cierta energía. Por otro lado, la CDU y el FDP han logrado lo que deseaban: evitar que el poder lo conserve la alianza de centroizquierda “roja-roja-verde” (por los colores que identifican a Die Linke, al SDP y a Los Verdes), aunque esto implique acudir a la ayuda de los fascistas. Tal vez un costo menor para sus intenciones.
El propio Kemmerich, dos horas después de su sorpresiva elección, declaró que los que habían votado por él eran “decididos enemigos de todo lo que tuviera el olor a fascismo”, y agregó: “soy un anti-AfD, un anti-Höcke”. Los números mostraban sin embargo otra realidad. Conviene aclarar esta alusión a Bjön Höcke, el líder del AfD en Turingia y representante de la línea más radicalizada de la AfD, la llamada “Die Flüge” (“el ala“). Höcke enarbola sus posturas xenófobas y anti inmigratorias con un discurso racista más emparentado con el biologicismo de los nazis que con variantes culturales más “modernas”. Es un defensor de valores católicos conservadores y no se priva de ocasión alguna para hacer declaraciones homofóbicas. Son constantes también sus críticas al papel del Holocausto en la memoria pública alemana y un convencido antisemita. Debido a su cercanía con grupos extremistas neonazis y a sus justificaciones de la violencia racial, ha sido denunciado y en ciertas ocasiones el mismo AfD lo ha amonestado amenazándolo incluso con la expulsión del partido. Es Höcke el gran ganador de este embrollo.
Desde su creación en el año 2014, el AfD no ha visto si no mejorar sus números, consiguiendo sentar en el Parlamento Federal (el Bundestag) a nada menos que 89 representantes en el año 2018. Este dato es particularmente significativo si se tiene en cuenta que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, ningún partido de extrema derecha había conseguido llegar al Bundestag. El AfD se ha convertido en la tercera fuerza política nacional y en la principal oposición a la Gran Coalición (GroKo) entre la CDU y el SPD. Pero este éxito creciente estuvo acompañado también de un “Brandmauer” político alrededor, un muro de contención acordado por todos los partidos con el fin no sólo de aislar al AfD de las decisiones políticas, sino también de evitar la normalización de su discurso y sus demandas. Esta estrategia parece haber sido derrotada ayer. El AfD había logrado ya transformar el estilo sobrio del debate parlamentario alemán con su histrionismo y sus constantes desafíos a lo que consideran la dictadura de la “corrección política”. También había conseguido difundir una agenda xenófoba, islamofóbica, anti-inmigración, minimizadora del Holocausto y negadora del cambio climático. Desde ayer consiguieron además otro logro en su corta vida: ser aceptado como un partido más en la vida política alemana.
En estas horas las negociaciones siguen en marcha, con varias opciones sobre la mesa. Disolver el Parlamento y llamar a nuevas elecciones es una alternativa, pero no todas las fuerzas están seguras de tal cosa ya que según las últimas encuestas de enero sólo Die Linke y el AfD subieron en intención de votos y muchas fuerzas podrían quedar afuera del parlamento regional, como el SDP o incluso el FDP. Otra opción es la dimisión, esto fue de hecho lo que Kemmerich anunció que haría, pero, hasta el cierre de esta nota, todavía no lo había hecho formalmente. Tal camino implicaría volver a realizar una votación parlamentaria, pero la CDU y el FDP ya anunciaron que no votaría por Ramelow. Un embrollo del que nadie sabe aún cómo salir y que sólo sirvió para que la extrema-derecha se adjudicara el logro de haber volteado a un presidente de izquierda y para desnudar problemas internos: el oportunismo de los liberales del FDP, la debilidad electoral de los Socialdemócratas y la derechización y profunda división al interior de de la democracia cristiana.
Esta situación se explica porque, de forma cada vez más frecuente, tanto liberales como conservadores prefieren correr el riesgo de pactar con los fascistas antes que apoyar a la izquierda, por más moderada que ésta se presente. Pero esto no es exclusivo de Alemania, sino que parece darse en casi todo el mundo; es como si el establishment, los liberales y los conservadores se sintieran más cómodos con los fascistas que con cualquier cosa que tenga el tufillo a izquierda. Lo vemos actualmente con el establishment del partido Demócrata en EEUU que parece hacer todo lo posible para que Donald Trump sea reelecto, y no un candidato al que sienten mucho más peligroso, aunque provenga de su propio partido, como Bernie Sanders. Esto lo vimos también en Brasil con el comportamiento de ese partido de burócratas de estado que es el MDB y del socialdemócrata PSDB, quienes prepararon el camino para la llegada de Bolsonaro con su persecución al PT. Del mismo modo, hoy Alemania muestra, una vez más, que el camino del fascismo al poder se construye con las “buenas intenciones” de los liberales y conservadores. |