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La Izquierda Diario
16 de febrero de 2020 Twitter Faceboock

JUVENTUD REBELDE O PRECARIZADA
"Ya calma compañero, te vas a matar": crónica de un precarizado en San Valentín
Juana Galarraga | @Juana_Galarraga

Escribo desde mi casa, en Santiago de Chile. Trabajo en un call Center con modalidad de teletrabajo. Aprovecho el tiempo entre llamada y llamada.

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ACLARACIÓN: el verdadero autor de estas líneas prefiere preservar su identidad. Quien firma, es responsable de la edición.

El día que Chile despertó yo me estaba graduando de bachillerato. Cuando salgo de la ceremonia me veo de frente con fuego en prácticamente cada esquina, gente saliendo a la calle de todas partes. De ahí en un abrir y cerrar de ojos se declaró el estado de emergencia y echaron a los milicos a la calle.

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Nadie los respetaba. Les tiraban botellas desde los edificios, les gritaban cada vez que los veían por las noches rondando, hasta de día les tiraban piedras. Ellos tenían las armas y nosotros parecía que ni miedo. Incluso vi una turba de gente haciendo retroceder a los militares mientras les disparaban balas de salva y calibre 5.56. El piso quedó lleno de cartuchos.

En los enfrentamientos de esos días veías estudiantes y mucha juventud, pero también reconocías rostros obreros de chilenos, venezolanos, peruanos, colombianos, mapuches y decenas de haitianos que quizás cuántas revueltas llevaban ya en el cuerpo. Se les notaba. Peleaban de otra forma y nos llamaban a pelear. Tengo 24 años. Nací en Rancagua pero me crié en un pueblo a 200 kilómetros de Santiago, San Vicente de Tagua Tagua. El 18 de octubre del año pasado, la fecha que recibí mi diploma, yo era uno de esos miles de jóvenes que sobrevivíamos en la capital y nos sobraban los motivos para seguirlos.

Ya calma compañero...

Escribo desde mi casa. Trabajo en un call center con modalidad de teletrabajo. Aprovecho los tiempos entre llamada y llamada. Es 14 de febrero de 2020, día de San Valentín.

Me vine a estudiar ingeniería a Santiago a los 18. Cursé dos años y tuve que dejar. Por ese tiempo en una universidad “pública” y “estatal”, me quedó una deuda que ronda los 10 millones de pesos. Después pude hacer el bachillerato y ahora intento estudiar sociología.

Había empezado a trabajar a los 16 en el campo, sin contrato, cosechando uvas, desmalezando, sembrando y empaquetando frutas en jornadas de hasta 14 horas. Lo hacía para comprar mis cosas porque en mi familia no sobraba nada. En Santiago tuve que empezar a mantenerme completamente.

Ni bien llegué saqué la licencia de conducir motos y mi primer empleo fue como repartidor de Telepizza. El local está en pleno centro, frente al Palacio de La Moneda. Además de repartir tenía que cocinar y limpiar los baños. A los motoqueros nos daban bonos por cantidad de repartos y también juntábamos algo más con las propinas. La mayoría de mis compañeros eran jóvenes e inmigrantes de la periferia de Santiago.

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Me pagaban por debajo del sueldo mínimo. Para hacer unos pesos más tenía que reventarme repartiendo, incumpliendo una que otra ley de tránsito. Dicen que hay dos tipos de repartidores: los que se han accidentado y los que se van a accidentar.

Es San Valentín, una noche como hoy pero hace tres años. La gente llama a Telepizza y compra pizzas con forma de corazones compulsivamente. Hay tanto trabajo que andamos en las motos con bolsas de bebidas colgando de las manos. Llegando a las 12 de la noche ya llevo cinco horas así. Faltan pizzeros y faltan repartidores.

  •  Ya calma compañero, te vas a matar - me grita un motociclista en un semáforo.

    ¿Este me va a pagar los bonos y las propinas?, pienso. Hago la última entrega de esa salida. Vuelvo al local. Me saco el casco y veo las luces de La Moneda. Entro y me pongo a preparar una pizza. Pongo la salsa, el queso, tiro el recorte de masa que sobra para que la cena de ese día especial tenga forma de corazón. Podría calmarme el hambre pero no, tengo que tirarlo a la basura. Veo todos los desperdicios de masa que ya botamos. Me falta la piña. Abro la lata. Me rebano la huella digital de un pulgar entera con el filo. No paro de sangrar. Tengo que pelear con alguien a quien le hicieron creer que es mi jefe, para poder irme a mi casa. Finalmente lo logro. Fin del turno. Feliz San Valentín.

    Renuncié a la pizzería días después de esa noche. Estuve con el seguro de cesantía. Luego entré a trabajar a comida rápida de nuevo, en KFC. Quería otra pega para no arriesgar tanto mi vida. Terminé con síndrome del túnel carpiano, por hacer el mismo movimiento repetitivo en turnos de 10 horas. Después de ese trabajo volví a repartir en Pedidos Ya y después di clases particulares. Esta noche escribo desde mi casa, que es mi actual lugar de trabajo. Sigo sin tener pareja.

    Trabajar desde mi casa es cómodo porque no necesito levantarme para salir al trabajo, pero las más contentas son las empresas. Se ahorran los bonos en transporte, el costo de internet y la electricidad de un computador prendido prácticamente todo el día, 5 días a la semana. También tienen otra ventaja: fragmentan mucho más a sus trabajadores y trabajadoras. Yo ya no veo a mis compañeros y compañeras. Con turnos rotativos y desde la casa, es muy complejo que te calcen tiempos con otras personas. Mira, siempre se puede hacer algo, pero así se hace cuesta arriba conocer gente y pasar tiempo con quienes quieres. “Muerte social”, le dicen.

    No me pueden decir que no se puede

    Por esos días cuando Chile despertó, las barricadas estaban llenas de trabajadores. En las performances de “un violador en tu camino” había cientos de mujeres trabajadoras, muchas de ellas ultra precarizadas, pero en cierta forma todos estábamos como ellos quieren: fragmentados, éramos ciudadanos y ciudadanas en dispersión.

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    El 12 de noviembre, día de la huelga general, fue el que más me impactó y no fui el único. El gobierno de Piñera y el régimen chileno se vieron tan apretados, que tuvieron que dar con urgencia algo que pareciera una salida para nosotros y nosotras. Ahí fue cuando empezaron el proceso constituyente actual, al que entraron prácticamente todos los partidos políticos. No quieren que se repita un día como ese 12 de noviembre. Que volvamos a parar todo lo que hacemos funcionar y tocar los bolsillos empresarios. Por eso nos quieren hacer creer que van a reformar la constitución para terminar con la desigualdad. Yo no confío en eso: la derecha que gobierna para los ricos, tendrá poder de veto.

    Dicen que lo queremos todo gratis. Queremos derecho a la salud, a la vivienda, a la educación, a la comida y al agua, pero todo es un negocio. Si no puedes costearlo te endeudas de por vida desde los 18, como yo.

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    Parte de mi familia fue torturada o presa política durante la dictadura que parió este sistema de privilegios para pocos en Chile. Los que quedan vivos siempre me dijeron que no se podía ganar nada. Pensar eso, para mí, es aceptar una vida en la miseria y socialmente muerto.

    Tengo 24 años. Escribo desde mi casa en Santiago, un día de San Valentín. Yo ya vi dónde están las fuerzas y cómo empezar a unirlas para pelear por una vida que merezca ser vivida.

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