Una fotografía expuesta en la muestra "Gràfica Anarquista. Fotografia i Revolució Social 1936-1939" ¿Qué historias tenía detrás? Seguramente muchas. Recordamos aquí la del niño Manuel Gotor.
Unas semanas antes del comienzo de la pandemia, pude visitar la exposición "Gràfica Anarquista. Fotografia i Revolució Social 1936-1939", en el Archivo Fotográfico de Barcelona. Una excelente muestra de fotos, fotomontajes originales, documentales y otras publicaciones de los fondos de la Oficina de Información y Propaganda de la CNT-FAI. En esta inmersión gráfica en la revolución social del 36, de cuyo inicio se cumplen hoy 85 años, me topé con una instantánea que me hizo recordar.
Muestra la entrada de la librería de la Casa CNT-FAI, situada en los bajo del edificio de Foment Nacional del Treball, la patronal catalana. Este majestuoso edificio había sido incautado, junto a la casa anexa propiedad de la familia Cambó -una de las grandes fortunas catalanas, padrinos del catalanismo conservador y soporte político y financiero del golpe fascista-, en los primeros días de la guerra civil. Albergaría durante toda la guerra la sede del comité regional de estas organizaciones libertarias.
A mi cabeza vino de golpe la historia de un "niño" que conocí algo tarde, ya pasaba de los 80. Se llamaba Manuel Gotor y trabajó justamente aquí, en esa misma librería, cuando solo tenía 12 años. Los recuerdos de la conversación que mantuve con él, una mañana en el cuarto de la residencia donde pasó los últimos años del invierno de su vida, afloraron en mi memoria.
Tuve noticia suya por mi madre, trabajadora de la misma residencia de Zaragoza. Ella me habló de un abuelito que devoraba novelas, una tras otra, a un ritmo trepidante. Se emocionaba con ellas, muy especialmente cuando caía en sus manos un título ambientado en la ciudad donde pasó la primavera de su vida.
Le recomendé que le pasara dos títulos: "La Noche Desnuda" de Juan Carlos Arce, que narra la historia de Nin y la persecución al POUM; y "Memorias de unos ojos pintados" de Lluis Llach, la novela más sensible de las que he leído sobre la guerra, la revolución y la derrota en Barcelona.
Así lo hizo y según me dijo mi madre, y él mismo después, ambas le habían emocionado hasta la médula. Había revivido unos años en los que él estuvo en el centro de un torbellino donde todo parecía posible. Me decidí: ¡Tenía que conocerle! Cuando fui a verle, esperaba contento mi visita aunque no me conocía de nada. Subimos a su habitación, llena de cuadros -su otra gran afición era la pintura- y libros de historia de todo tipo. Allí me contó la suya.
Las muchas décadas que todavía vivió lo hizo entre Aragón y Navarra. Pero los recuerdos de su niñez en Barcelona nunca se le borraron. Una infancia en medio de una de las revoluciones más grandes del siglo XX no debe ser fácil de olvidar.
Aprendiz de copista a los doce años
Había nacido en Mallén (Zaragoza) a finales de 1924. Muy pronto migró a Barcelona con su familia, como muchos otros aragoneses, y se instalaron en el barrio de la catedral, frente a la sede de Foment. Al poco tiempo se produjo el golpe, la derrota del mismo por la clase trabajadora en armas y el inicio de una de las revoluciones más profundas del siglo XX.
Este niño, en medio de la Barcelona revolucionaria, consiguió trabajo muy cerca de su casa. Justo en la librería que me topé en la visita a la exposición. El local daba, y sigue dando (aunque hoy es un Starbucks), a la Vía Laietana, que desde noviembre de 1936 pasó a llamarse Vía Durruti, en honor al dirigente anarquista caído tres días antes en la defensa de Madrid. Desde allí mismo salió un 23 de noviembre de ese año el féretro del que se convertiría en el icono de las y los milicianos antifascistas, en un entierro que desbordó las calles del centro de la ciudad y se convirtió en el acto de masas más multitudinario vivido hasta la fecha.
El trabajo del niño Manuel era el de aprendiz o ayudante. Además de recados y otras tareas, aprendió rápido a manejar la ciclostil. Pasaba horas tirando copias de informes, octavillas y otros documentos, que seguramente habrán pasado por las manos de muchos investigadores en los años posteriores. Los archivos de la CNT-FAI fueron salvados de la entrada de las tropas fascistas. En enero de 1939 la organización tuvo el recaudo de empaquetarlos, meterlos en algunos camiones y enviados al Instituto de Historia Social de Amsterdam, donde todavía se conservan.
Seguramente aprendieron de la experiencia ajena. La patronal, a pesar de que muchos empresarios eran conocedores de la preparación del golpe y de que la clase obrera de la ciudad no se lo pondría fácil a los golpistas, dejaron todos sus documentos allí. Cuando el edificio fue incautado, en el ático de la casa Cambó, se instaló el Comité de Inteligencia CNT-FAI, que dispuso de todo ese material para poder conocer el estado de las empresas, insumos... y también un buen número de nombres y direcciones de los pistoleros del "sindicato libre" con los que ajustaron cuentas.
No eran armas, era leche condensada
Manuel no tenía un discurso muy político, pero la sensibilidad brotaba en sus palabras: velocidad, modernidad, libertad... envolvían un relato sencillo de anécdotas e imágenes, para mi en blanco y negro, pero que poco a poco me las iba coloreando. Aquello que vivió en la Barcelona de los 30 nunca más volvió a sentirlo.
Entre otras pillerías del niño que fue me explicaba como él y un compañero de su misma “quinta” se colaban en los pisos superiores del edificio para robar algún bote de leche condensada e irse a succionarlo al descampado que entonces había enfrente.
Cuando lo escuchaba me preguntaba si ese pequeño tesoro sería parte del cargamento que trajo el primer buque soviético que atracó en la ciudad. Fue el 14 de octubre de 1936, el vapor Ziryanin, y cuando obreros del sindicato mercante de la CNT abrieron los cajones de la carga se sorprendieron e indignaron a partes iguales. La URSS no les había enviado las armas que esperaban, sino botes de leche condensada. Un pérfido mensaje de Stalin a la Generalitat, o se ponía más firme en eso de “primero ganar la guerra” y acabar con la revolución, o no habría ayuda militar.
Bombas fascistas contra niños
El 30 de enero de 1938 la casa de Manuel y su barriada quedaron destruidas por uno de los bombardeos italianos que más conmocionaron la retaguardia barcelonina. Fue el que arrasó, entre otros lugares, la plaza Sant Felip Neri, dejando más de 30 niños y niñas muertos bajo los escombros. Eran refugiados de guerra, la mayoría de Alcalá de Henares y otros pueblos de Madrid, que habían sido enviados a Barcelona justamente para ponerlos a salvo del sitio que había padecido la capital y alrrededores un año antes. Hoy el espacio que ocupaba su barriada lo ocupa la avenida de la Catedral, por la que discurren enjambres de turistas a todas horas y todos los días.
Manuel y su familia deambularon lo que quedaba de guerra por casas amigas, él acabó dejando su trabajo en la librería y cuando la derrota entró por la Diagonal con el carnicero de Badajoz a la cabeza, el general Yagüe, su familia comenzó a preparar el retorno a Aragón.
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Las muchas décadas que todavía vivió lo hizo entre Aragón y Navarra. Pero los recuerdos de su niñez en Barcelona nunca se le borraron. Siempre los conservó nítidos y con una sonrisa acuosa en los ojos cuando los narraba. Una infancia en medio de una de las revoluciones más grandes del siglo XX no debe ser fácil de olvidar.
No lo volví a ver más. Murió hace un par de años, no sin antes haber devorado varias pilas de libros y haber llenado de lienzos su habitación y la residencia.
Mi recuerdo queda con él. Que la tierra le sea leve al niño Manuel.