Desde la primera vez que se organizó en el país, en 1890, en el famoso acto del Prado Español, en la ciudad de Buenos Aires, todos los eventos retrataron los avances y retrocesos de la lucha y organización obrera, así como la presencia y correlación de fuerza entre las distintas corrientes socialistas y anticapitalistas. Así, el contenido y contexto de cada Día Internacional de los Trabajadores fue variando a lo largo de su primer medio siglo de historia. Los días 1° de mayo fueron unos de esos momentos en los que se hacía sentir el poder, la movilización y la lucha de la clase obrera, marcando una presencia y una identidad distinguible en el escenario nacional. Con el peronismo, adquirió otro significado. Resulta interesante hacer un repaso de ese proceso.
Inicialmente, los trabajadores avanzaron en la constitución de sus organizaciones gremiales, con un perfil bien contestatario, de firme combate a la patronal y al régimen político burgués oligárquico de los conservadores. No fueron los más moderados y reformistas militantes del Partido Socialista (PS), reactivos a toda lucha de clases que desbordara los marcos institucionales, quienes encabezaron ese fenómeno, sino los más aguerridos anarquistas. A pesar de estar dispersos en una infinidad de grupos y de poseer una concepción anticapitalista primaria y distante del marxismo, fueron capaces de erigirse como la primera dirección del movimiento obrero. Conformaron una importante federación obrera (la FORA), que convocó grandes huelgas y movilizaciones por las demandas proletarias. Cada 1° de mayo era aprovechado para plantar la bandera de la revolución social y el derecho a la protesta. Ello fue contestado con la aplicación de una legislación represiva (como la “ley de residencia”, diseñada para deportar militantes extranjeros y cuya exigencia de derogación se convirtió durante cuarenta años en una de las reivindicaciones básicas del 1° de mayo), junto a la más brutal acción policial, como ocurrió en 1909 (la “semana roja”), o en las aplastadas huelgas del Centenario de 1910.
El período de reflujo que siguió a este último año fue suplantado por un nuevo ciclo de ascenso obrero entre 1917 y 1921. Fueron los años en los que en todo el mundo se hacía sentir la influencia de la revolución proletaria rusa y los trabajadores percibían que estaban abriendo una importante grieta en el orden del Capital. En el país, la llegada al gobierno de los radicales no implicó mejoras obreras. Cuando la desocupación se contrajo y el contexto se hizo más propicio para lanzar el conflicto, el país se inundó de huelgas parciales y generales, que otra vez fueron respondidas con la represión policial-militar, mostrando los límites del pretendido paternalismo del líder radical Yrigoyen. Hubo memorables jornadas de lucha de los explotados. Una de ellas fue la “semana trágica”, una suerte de semiinsurrección espontánea de los trabajadores de Buenos Aires en enero de 1919; otra, las combativas huelgas de los obreros rurales de Santa Cruz en 1920-1921, que también fueron ahogadas en sangre por el ejército. Los actos del 1° de mayo de aquellos años sirvieron para dar curso a la rabia obrera y popular, para balancear la lucha y para homenajear a los caídos en ella.
Para ese entonces, ya no eran los anarquistas los que tenían predominio en el movimiento obrero e, incluso, en la más masiva de las FORA, sino los sindicalistas revolucionarios. Ellos hacían un culto de la exclusiva lucha gremial y negaban la necesidad del combate político de los explotados y su organización en un partido socialista revolucionario. Si bien surgieron con planteos radicalizados, pronto devinieron, como es inevitable en todo movimiento puramente sindical, en una corriente cada vez más “pragmática”, negociadora, encerrada en un estrecho corporativismo y, finalmente, burocratizada. La Unión Ferroviaria, hoy tan mencionada, surgió en 1922 ya con las limitaciones de esa concepción gremialista apolítica y reformista. Los sindicalistas ayudaron a cerrar el ascenso en 1921 y administraron, junto a la otra variante moderada del movimiento obrero, la que se expresaba en el viejo PS, un cierto repliegue de los trabajadores en el resto de la década. Los 1° de mayo de la época siguieron siendo expresión de las demandas obreras, pero quedaron impregnados de una orientación estrechamente corporativa y reformista, para colmo, presente sobre todo en el mundo de los servicios y los transportes, y muy poco en el cada vez más numeroso proletariado industrial.
Con la llegada de los años ‘30, el movimiento obrero ganó en consistencia y extensión al universo fabril. Surgió la poderosa CGT, de la mano de socialistas y sindicalistas; inicialmente por fuera de ella, bajo iniciativa de los militantes del Partido Comunista (PC), también se formaron algunos masivos sindicatos únicos por rama industrial (como el de los obreros de la construcción). Los comunistas mostraron decisión por implantarse en los talleres y grandes establecimientos, sorteando la persecución patronal y la represión feroz de la dictadura y los nuevos gobiernos conservadores reaccionarios, así como por vincular las luchas gremial y política, propiciando la construcción de un partido obrero revolucionario. Así lo manifestaron en los actos del 1° de mayo hasta 1935, en los que se entrelazaban las exigencias por las conquistas obreras junto al reclamo de la libertad de los numerosos presos políticos.
Luego de aquel año, el PC, superó planteos divisionistas e ingresó en la CGT (donde fue avanzando a una situación de virtual codirección de la misma junto a los socialistas), pero se reorientó hacia una estrategia política de claras consecuencias: el frente popular, democrático y antifascista (tal como lo exigía el estalinismo a nivel mundial). Los 1° de mayo, pasaron a ser la oportunidad para propiciar acuerdos con las expresiones “democráticas” de la propia burguesía. Esa línea de colaboración de clases acabó confundiendo y desarmando ideológica y políticamente a los trabajadores, creando las condiciones para que, a partir de 1943-1945, apareciera y triunfara un nuevo y mucho más profundo proyecto político de conciliación de clases: el peronismo.
Desde aquel momento y durante una década, la conmemoración del 1° de mayo adquirió otra connotación: fue perdiendo todo contenido internacionalista y se entronizaron los principios de acuerdo o alianza con la burguesía nacional, las nefastas ideas de un “capitalismo nacional”, amparado bajo los principios de una utópica “justicia social” en los marcos del sistema. Ya no era entendido como un día de lucha mundial de los explotados, sino de “fiesta del trabajo”, en armonía con el empresariado justicialista. Agravando todo, el régimen político fue el encargado de incidir en la propia organización de los actos de la CGT y los sindicatos, extendiendo y haciendo patente el proceso aún más grave: la estatización del movimiento obrero y el notable fenómeno de coagulación de una poderosa burocracia sindical.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces. Pero nada impide extraer el rasgo más evidente que deja planteado el 1° de mayo desde hace más de medio siglo: la necesidad de que la clase obrera recobre su independencia política (objetivamente anulada en el acuerdo esencial con la burguesía que supone la identidad mayoritariamente peronista), reconozca sus intereses propios e irremediablemente contrapuestos a los de los capitalistas, se libere del tutelaje estatal, se emancipe del dominio de la siniestra y parasita burocracia sindical, y retome las mejores tradiciones del socialismo internacional. Sin la intervención de la izquierda, nada de esto es posible. Y hay motivos para tener ciertas esperanzas en este presente. |