Las medidas dictadas por el presidente Martín Vizcarra en medio de la pandemia mundial, vienen fortaleciendo el carácter bonapartista del gobierno, el cual se sostiene hoy fundamentalmente en las fuerzas represivas, los grandes medios de comunicación y en la popularidad que le ha generado hasta el momento una serie de medidas efectistas, pero poco sólidas, para encarar la propagación del COVID-19. Por esa razón, la idea de que Vizcarra es el “salvador” a pesar de sus límites, ha empezado a calar en un sector importante de la población.
León Trotsky afirmaba que el bonapartismo es el “régimen en el cual la clase económicamente dominante, aunque cuenta con los medios necesarios para gobernar con métodos democráticos, se ve obligada a tolerar -para preservar su propiedad- la dominación incontrolada del gobierno por un aparato militar y policial, por un salvador coronado. Este tipo de situación se crea cuando las contradicciones de clase se vuelven particularmente agudas; siendo así el objetivo del bonapartismo prevenir las explosiones sociales”.
Con las particularidades propias de la realidad peruana, vemos que elementos conceptuales planteados por Trotsky – sobre todo lo referido al carácter preventivo de la convulsión social - empiezan ya a perfilarse como predominantes en el actual gobierno, los mismos que se han visto potenciados a partir del desarrollo de la crisis generada por el impacto del COVID-19 en el Perú. En ese entender, en la presente nota veremos cómo es que esto se ha ido construyendo en el tiempo hasta llegar a la presente coyuntura.
La edificación del proyecto bonapartista
El gobierno de Martín Vizcarra desde sus inicios (2018), siempre ha estado enfocado en prevenir y evitar las grandes explosiones sociales que empezaron a cuestionar desde diversos ángulos el régimen de 1993 y el modelo neoliberal. Para lo cual el presidente ha apelado a determinadas figuras legales y políticas “llamativas” que, más allá de lograr soluciones reales a los problemas estructurales, han terminado potenciando la figura de Vizcarra como el “salvador”, lo cual le ha permitido mantener la vigencia de los intereses de las clases dominantes.
Su primer reto fue precisamente desviar e institucionalizar las movilizaciones sociales que se dieron en todo el país cuando el ex presidente Pedro Pablo Kuczynski decidió indultar a Alberto Fujimori y a partir de la posterior develación de la corrupción imperante en las altas esferas del poder judicial y la magistratura. Para ello, Vizcarra apeló al referéndum de diciembre del 2018 y a la posterior reforma política, la misma que hasta la fecha ha demostrado su carácter cosmético. En esa oportunidad contó con el apoyo entusiasta del neorreformismo y la burocracia de las centrales sindicales.
Otro ejemplo de esto se dio a raíz del conflicto social provocado por la implementación del proyecto minero Tía María (valle de Tambo en Arequipa). Aquí el gobierno, para sacarse de encima la presión social que empezaba a expandirse a la zona macrosur, hizo girar el problema en torno a la discusión de una Nueva Ley de Minería. En esa oportunidad se sostuvo en el apoyo de los noveles gobernadores regionales del sur, y otra vez en la izquierda neorreformista y los viejos partidos comunistas que tenían cierta incidencia en los espacios de lucha, sobre todo en la región Arequipa.
Mientras estas discusiones se daban en el seno del movimiento social, el gobierno - de manera indirecta - permitía la continuidad del proyecto minero, y hasta el momento no ponen en agenda la posibilidad de aprobar la propagandizada reforma a la legislación minera de abierta orientación neoliberal. Por otro lado, dicha continuidad del proyecto minero Tía María le permitió a Vizcarra fortalecer su relación con la burguesía nacional agrupada en torno a la CONFIEP y con el imperialismo estadounidense.
Sin lugar a dudas, la medida más llamativa del presidente en lo que va de su mandato fue el cierre del Congreso de la República – de mayoría fujimorista - ocurrida en el mes de setiembre de 2019. Para la concreción de esta iniciativa conto con la aprobación del gobierno norteamericano encabezado por Donald Trump, quien se manifestó favorablemente a través de su Embajada en nuestro país, además de las fuerzas armadas del Perú y la Policía Nacional que cerraron filas con el presidente. Esta medida empalmó con la bronca de miles de trabajadores ,trabajadoras, sectores populares y clases medias hacia un congreso de mayoría fujimorista que hacía de la corrupción su moneda corriente. Sin embargo, al darse desde las alturas del ejecutivo evitó que las masas entren a la escena, pero terminó encumbrando la popularidad del presidente Vizcarra de un 40% a un 75%.
El nuevo escenario post cierre del parlamento le confirió al ejecutivo las facultades legales para gobernar vía decretos de urgencia y convocar a elecciones complementarias para el congreso, cuyos resultados, en algunos casos no terminaron por beneficiar a Vizcarra del todo, pero si pusieron de manifiesto la apertura de un proceso de derechización a nivel de la superestructura parlamentaria y la desmovilización de la sociedad, por esa razón las grandes movilizaciones que se dieron en Chile, Ecuador o Bolivia, no tuvieron ninguna repercusión concreta en el Perú.
COVID-19 y fortalecimiento del bonapartismo presidencial
La aparición de los primeros contagiados de COVID-19 y su posterior propagación en todo el país, pusieron en evidencia que el gobierno no contaba con un plan claro para responder al avance de esta pandemia que ya venía creando estragos en Asia y Europa. Este hecho además desnudó la profunda crisis del sistema sanitario peruano que fue desarmado por casi 30 años de neoliberalismo.
Sin embargo, la rápida respuesta del ejecutivo - motorizada en ese momento por los cuestionamientos a una serie de ministros por su vinculación a la red de corrupción generada por la empresa Odebrecht - la cual se expresó en la declaratoria de cuarentena nacional que fue acompañada del Estado de Emergencia por quince días, que luego sería extendido por 13 días más, hicieron que la aprobación de Vizcarra escale rápidamente a 87% de aprobación ciudadana (según la empresa encuestadora IPSOS).
El incremento de la popularidad presidencial, a raíz de estas medidas, estaría relacionada a la profundización del miedo al contagio y a la generalización de la idea que solo con la cuarentena se podía combatir la propagación del COVID-19. Estas ideas lograron calar debido a la fuerte campaña mediática y a la ausencia de otra visión alternativa con arraigo de masas que ponga de manifiesto que se puede combatir el COVID-19 con iniciativas más estructurales e integrales que no afecten la vida de la clase trabajadora y de los sectores populares más pauperizados.
Sin embargo, estas iniciativas tomadas hasta la fecha le han permitido al ejecutivo movilizar a las fuerzas armadas y policiales, dotándolas incluso de mecanismos legales para que tengan impunidad ante probables “excesos”(Ley Nº 31012). Así mismo, han logrado establecer toques de queda en todo el país bajo el sustento del aislamiento social. Esto ha llevado a acrecentar la capacidad de maniobra del presidente, la cual va acompañada – como ya lo dijimos – del aumento de su popularidad. Ello contrasta con la actitud de los Ministros de Salud quienes hasta la fecha no han podido desarrollar una propuesta clara y coherente para enfrentar la problemática de manera científica, ya que es de conocimiento que el aislamiento social sirve de muy poco si no se cuenta con una detección oportuna de la población infectada por el virus.
Así, la figura del “salvador coronado” sostenido en las fuerzas armadas y policiales cuyo rol social busca ser legitimado todos los días, se potencia notablemente y con ello la tendencia a un bonapartismo presidencial se consolida. Esto a su vez abona significativamente al fortalecimiento del reaccionario régimen de 1993 y a la desmovilización social que se convierte en un elemento importante para que el gobierno pueda arremeter contra los intereses de las y los trabajadores y el pueblo pobre a partir de medidas de salvataje a los grandes empresarios.
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