Si tuviera que elegir una frase para resumir La peste, de Albert Camus, robaría una fórmula atribuida a Gramsci: “optimismo de la voluntad y pesimismo de la inteligencia”.
Quiere decir que conviene prepararse para el peor escenario, con la convicción de que aún en las circunstancias más difíciles se puede “hacer algo” y que “hacer algo” siempre es mejor que no hacer nada. Quienes solo se preparan para escenarios floridos y felices se hunden ante la primera adversidad y renuncian a la acción. Quienes, por el contrario, suponen al peor escenario como una fatalidad inevitable jamás confían en que su acción pueda cambiar las cosas. Los acontecimientos arrastran por igual a optimistas superficiales y pesimistas empedernidos.
Contra estas dos actitudes, que llevan por igual a la inacción, leer La peste en tiempos de peste puede ser una forma de practicar la formula gramsciana. Veamos por qué.
Ficción y realidad
La novela cuenta la historia de una epidemia de peste bubónica (y respiratoria) que se apodera de la ciudad de Orán, en Argelia, a la salida de la Segunda Guerra Mundial.
Los hechos son ficcionales. El autor se basó en un pequeño brote de peste que hubo en Orán en los años 30, para imaginar un gran brote en la misma ciudad, pero en los 40. El narrador es un cronista cuya identidad no se revela sino hasta el final, para no entorpecer la lectura (dice él) aunque a mí me parece una linda treta para generar intriga.
Camus escribe la novela siendo testigo de la ocupación nazi sobre Francia. Y la historia empieza precisamente cuando miles y miles de ratas enfermas ocupan la ciudad argelina.
Sucede que la peste es causada por la bacteria Yersinia pestis y se contagia a través de la picadura de las pulgas de las ratas. Los roedores infectados salen a morir lejos del nido (no se quedan en casa) y distribuyen sus pulgas por los colchones, las ropas, los papeles y las despensas de las personas. Así se infectan los primeros seres humanos, que padecen de fiebre, ganglios inflamados (bubones) y en algunos casos gangrena acral, que produce una coloración negra de de las extremidades. Por eso la peste que asoló Europa y Asia durante el siglo XIV también es conocida como “peste negra” o “muerte negra”.
A medida que se infectan más ciudadanos, la peste se vuelve pulmonar y se empieza a trasmitir por las gotas de respiración, tal como el coronavirus. En el momento en que escribe Camus, no existían antibióticos capaces de combatir a la bacteria, del mismo modo que para nosotros no existe vacuna contra el COVID-19.
Las similitudes entre la novela y nuestra realidad son estremecedoras. Allí también gobiernos y prensa comienzan negando la importancia del problema, hasta que los hechos rebasan los discursos y la peste se convierte en el asunto único de la política y las noticias (incluyendo las fake news). Allí también las personas empiezan “encubriendo su inquietud con chistes” (como nosotros con memes), hasta que el gobierno decreta la cuarentena. Allí también hay desabastecimiento, subas de precios y barrios pobres sin medidas sanitarias elementales. Hay religiosos que hablan de castigos o salvaciones en Iglesias vacías; laicos que se vuelcan a consumir profecías y teorías de la conspiración; y militares y policías que fuerzan toques de queda, retenes, detenciones y hasta tienen permiso para fusilar.
Allí también, a medida que se prolonga el aislamiento, las personas “dejan de hacer estimaciones” sobre el posible fin de la “esclavitud” (esta palabra fuertísima usa Camus) y se acostumbran a vivir en un presente perpetuo, sin capacidad para planificar. El sentimiento que domina es el de la separación y el exilio. Para algunos es “el exilio en casa”, el exilio de “vivir de un recuerdo estéril”. Para otros es el exilio real, porque la cuarentena los encontró a ellos o a sus seres más queridos en un viaje.
Estos mismos sentimientos proliferan ahora, aun cuando tenemos videollamadas y redes sociales. La ventaja de internet se vuelve relativa: mucha gente no tiene acceso, otra tanta lo pierde debido a la crisis económica, y la que queda online nota que cada vez anda peor y satisface menos. No hay Google que pueda reemplazar el calor humano, sobre todo si se vive una situación de mucha penuria.
Hay un apartado que Camus dedica al asunto de las morgues y los entierros que es tan parecido a lo que está pasando ahora que dan ganas de llorar. Aun así, ni él imaginó para el norte de África lo que estamos viendo en Ecuador.
Es sorprendente que tantas pocas cosas hayan cambiado en 73 años. He aquí el pesimismo de la inteligencia.
Contra el fatalismo
La situación en Orán no puede ser más desastrosa. En el momento en el que está situada la novela, el país es una colonia de Francia y los sueros que se utilizan para tratar la peste no se producen en Argelia, vienen de Paris. Además de que llegan pocos, no son muy efectivos: la cepa de la peste que circula en la colonia es diferente. El gobierno no toma ninguna medida: no exige nada a Paris, no decreta de interés público ningún sector de la industria ni invierte en la producción de nuevos sueros. El Estado parece más ocupado en las medidas disciplinarias que en las sanitarias. Estas últimas recaen en trabajadores y trabajadoras de la salud, que, previsiblemente, también se van enfermando y muriendo, aumentando el colapso del sistema de atención.
Un optimista superficial se rendiría ante la adversidad. Un pesimista empedernido se diría a si mismo “lo supe desde el principio”. Y en ambos casos el resultado sería la inacción. Camus propone poner la lupa sobre otro tipo de personalidades: una serie de personajes que fuimos acompañando en sus penurias individuales desde el principio de la novela y que, llegando más o menos a la mitad, terminan armando equipos sanitarios de voluntarios, bajo la dirección de doctor Rieux (protagonista de la novela) y su amigo Tarrou. Se suman el empleado municipal Grand, el periodista Rambert (que quedó atrapado en Orán, lejos de su casa y su amor) y el sacerdote Paneloux, que abandona el púlpito (y casi abandona su fe). Además, está el viejo Castell, que desde el inicio de la peste se pone a hacer experimentos para producir un suero nuevo.
“Muchos nuevos moralistas en nuestra ciudad iban diciendo que nada servía de nada y que había que ponerse de rodillas. Tarrou, Rieux y sus amigos podían responder esto o lo otro, pero la conclusión era siempre lo que ya se sabía: hay que luchar de tal o cual modo y no ponerse de rodillas. (…) Esta verdad no era admirable: era solo consecuente”
Aunque los equipos sanitarios se vuelven el centro de la novela, el cronista propone no tomar a las personas que los integran como héroes. “Pues se da a entender así que las bellas acciones solo tienen valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de las personas. Ésta es una idea que el cronista no comparte.”
Y si en todo caso “es absolutamente necesario que haya un héroe en esta historia, el cronista propone” a Grand: “este héroe insignificante y borroso que no tenía más que un poco de bondad en el corazón y un ideal aparentemente ridículo.”
Grand es un empleado administrativo que cobra una miseria y tiene el objetivo de publicar una novela, aunque se pasa las noches escribiendo y reescribiendo una y otra vez el primer párrafo. En una escena, su jefe lo amedrenta porque desde que integra los equipos sanitarios anda más distraído en el trabajo. Sin embargo, Grand continúa colaborando.
En este punto también vemos paralelismos entre ficción y realidad. Hoy, para Argentina y muchos países latinoamericanos, no son sueros venidos de Paris, sino respiradores, indumentaria médica y test de detección del virus cuya producción está mayormente en manos de capitales extranjeros. Otras cosas se producen en nuestros países (en Argentina, el alcohol), pero están bajo control de empresarios que venden menos cantidad de la que hace falta y encima lo hacen a precios exorbitantes.
Ante esto, las personas se ponen a hacer barbijos caseros y comparten saberes y materiales con sus vecinos. También vemos iniciativas solidarias de cooperativas, universidades, fábricas bajo control obrero y hasta algunas pymes que se ponen a producir por cuenta propia camas, alcohol, barbijos y respiradores. En muchos hospitales y sanatorios privados donde escasean los elementos de protección o no se toman medidas adecuadas, hay trabajadoras y trabajadores de la salud que lejos de quedarse de brazos cruzados se plantan y exigen lo que les corresponde.
Ante la ausencia de un plan estatal centralizado, para declarar de interés público y reconvertir parte de la producción nacional en medio de la pandemia, todas estas iniciativas desde abajo son fundamentales para luchar contra la enfermedad.
Pesimismo y optimismo
A menos que se tenga mucha sangre fría, se sufra de un desinterés ontológico por las demás personas y/o se sea de esa clase de gente que, aunque el mundo se venga abajo, siempre cae parada, leer La peste en tiempos de peste puede resultar un poco duro.
No es un libro de autoayuda, no compendia frases tranquilizadoras, no promete salvación divina ni recompensas kármicas. No es un libro que busque dotar de sentido lo que no tiene sentido: la muerte irracional, los sufrimientos innecesarios, la muerte indigna, la injusticia. Nada de esto tiene sentido y no lo tendrá jamás. Buscar un sentido a estas cosas puede tranquilizar un poco a un corazón dolido, pero a costa de sumirlo en la resignación o la ignorancia (“El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad.”)
La conclusión que plantea el cronista de La peste es, como la fórmula gramsciana, optimista y pesimista a la vez. Mientras la ciudad festeja el fin de la cuarentena, confiesa que “decidió redactar la narración que aquí termina (…) para testimoniar a favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en las personas más cosas dignas de admiración que de desprecio”
Sin embargo “esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberán seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todas las personas que, no pudiendo ser santas, se niegan a admitir las plagas (…) El bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, (…) en las alcobas, las bodegas, las valijas, los pañuelos y los papeles, y puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de la humanidad, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”
Ahora que todo el planeta es esa ciudad dichosa, vale la pena volver a este libro. |