Eyelen Day
| Centro de Profesionales por los Derechos Humanos (CeProDH)
Desde que se declaró al Covid-19 como pandemia, en todo el mundo estallaron protestas y reclamos de miles de presos. Hay razones que explican esta situación. Y hay una visión marxista para pensarla a fondo.
La llegada y expansión del Covid-19 causó un fuerte impacto mundial, con cientos de miles de personas infectadas, miles de muertos por día y sistemas de salud que colapsan (tras años de desfinanciamiento) incapaces de enfrentar una pandemia de estas características.
Pero hay otro grupo que también se ubica en la categoría de “los postergados”. Existe en todos los países del mundo y lo integran quienes habitan, confinados, los lugares estatales de encierro, como las cárceles y los hospitales psiquiátricos.
Es innegable que las cárceles de Argentina se encontraban en emergencia sanitaria, alimentaria y de infraestructura desde mucho antes de que llegara la pandemia. El coronavirus no es más que un trágico agravante.
Según los reportes de los mismos servicios penitenciarios (el federal y los provinciales), en 2019 murieron en las cárceles personas por tuberculosis, hubo muchos casos de sarampión y otras enfermedades infectocontagiosas y graves problemas de salud por mala alimentación. Todo eso, sumado a las precarias condiciones edilicias y a la falta de higiene, no es más que un caldo de cultivo para el desarrollo expansivo de la pandemia conocida en los últimos meses.
Hace dos años el relator especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura, Nils Melzer, estuvo en Argentina. Luego de hacer su diagnóstico, afirmó en un informe que “las cárceles y comisarías del país se encuentran crónicamente sobrepobladas, y las condiciones en varios lugares de detención son claramente incompatibles con la dignidad humana”.
Melzer menciona que en algunas cárceles “las personas privadas de libertad se encuentran encerradas en celdas infestadas con ratas y cucarachas”, que “una gran cantidad de reclusos disponen de solamente un metro cuadrado de espacio, algunos durmiendo sin colchones, en cemento o camas metálicas”, que parte de la población carcelaria no tiene “acceso a luz artificial, con instalaciones eléctricas y sanitarias rotas, sin acceso a los baños durante la noche, y en casos extremos, sin acceso a la luz del sol durante períodos de hasta seis meses”.
Si en Argentina no existe certeza sobre el total de personas infectadas con Covid-19, ya que no se realizan los testeos masivos como sugiere la misma Organización Mundial de la Salud, es claro que las cárceles serán lugares donde la crisis alcanzará niveles superiores a los de cualquier barrio o de otra institución.
A los gobiernos y sus voceros mediáticos les gusta hablar de “motines”, como si esa categorización alcanzara para anular legitimidades y razones de protestas que si llegan a esos niveles de convulsión es porque agotaron todo tipo de recursos institucionales y “no violentos”.
En el marco de la pandemia las protestas masivas de presas y presos (en algunos casos cargadas de un dramatismo extremo) se extendieron desde España e Italia (donde en marzo murieron seis personas por la represión estatal) hasta Colombia, Ecuador y Argentina. En Brasil a fines de marzo unos 1.400 presos se fugaron de tres cárceles de San Pablo.
El reclamo extendido en el mundo tiene puntos de convergencia centrales: acabar con el hacinamiento, que en este contexto produce un riesgo para la propagación exponencial del virus. Denunciar la falta de elementos de higiene y prevención. Repudiar la prohibición de salidas transitorias (como ocurrió en Argentina, Brasil y otros países), lo que contradice al propio derecho burgués que establece que no se puede disminuir sus derechos si el detenido cuenta con la habilitación de las salidas transitorias. Exigir poder comunicarse con sus familias al haberse prohibido las visitas (en algunos casos, como Argentina, los propios presos renunciaron al derecho a las visitas y pidieron a sus familias que no vayan para no ponerlas en peligro).
En Argentina, como parte de la respuesta a los reclamos, en la última semana el Estado asesinó a dos presos en las cárceles de Corrientes y de Florencio Varela (provincia de Buenos Aires). En principio se quiso camuflar los hechos como enfrentamientos entre internos, pero las balas asesinas fueron del sistema penitenciario.
La cárcel tal como la conocemos hoy, tanto en la teoría como en la práctica, es un invento del capitalismo. Es parte del andamiaje sostenido para garantizar la explotación de las mayorías sociales por parte de una minoría, con el fin de la creación, realización y reproducción del capital.
En su texto Elogio del crimen de 1860, Karl Marx decía que “el crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario, y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población. Por todas estas razones, el delincuente actúa como una de esas ‘compensaciones’ naturales que contribuyen a restablecer el equilibrio adecuado y abren toda una perspectiva de ramas ‘útiles’ de trabajo”.
Aproximarse al Derecho desde una visión marxista es aconsejable en estos graves tiempos modernos. Y son de gran ayuda algunos conceptos del jurista soviético Evgeni Pashukanis, que en 1924 publicó La teoría general del derecho y el marxismo. El libro tiene como base la relación entre las categorías de la ciencia jurídica y la economía.
Sobre el derecho penal, Pashukanis afirmaba que “el origen del derecho penal está históricamente unido a la costumbre de la venganza de sangre. Estos dos fenómenos están muy próximos genéticamente. Pero la venganza no se convierte realmente en venganza sino en tanto que va seguida de la indemnización y de la pena”. Desde este enfoque, las penas estarían principalmente relacionadas con el principio de reparación.
“La privación de libertad por un tiempo determinado a consecuencia de la sentencia del tribunal es la forma específica en la cual el derecho penal moderno, es decir, burgués capitalista, realiza el principio de reparación equivalente. Esta forma está inconscientemente, pero a la vez, profundamente unida a la representación del hombre abstracto y del trabajo humano abstracto medible en tiempo”, afirma Pashukanis.
Y agrega: “las prisiones y los calabozos existían igualmente en la Antigüedad y en la Edad Media aliado de otros medios de ejercicio de la violencia psíquica. Pero los individuos entonces permanecían detenidos hasta su muerte o hasta que pudieran pagar rescate”.
La historiografía ha dado cuenta de que la cárcel como institución de ejecución de la pena no tiene más de tres siglos de existencia. Su desarrollo se consolidó entre los siglos XVIII y XIX, cuando el derecho burgués (y por ende el derecho penal burgués) transformó al tiempo en riqueza. La privación de la libertad intramuros deviene, así, en una afectación directa de la capacidad de trabajo de las personas (medido en tiempo por salario).
Es decir que, para que exista la pena de privación de libertad (como se la conoce hoy en día en el capitalismo) fue necesario medir al trabajo humano en unidades de tiempo. De esa forma, en un juego de equivalencias, se puede asimilar a la pena como reparación de un delito en función de un quantum de libertad.
¿Para qué sirven las cárceles?
Vale preguntarse entonces para qué sirven las cárceles. En el pensamiento jurídico se fueron conformando distintas teorías. Hay quienes se inclinan por identificarlas directamente como retribución e intento de resocialización del sujeto penado. Es la posición unánime plasmada hoy en tratados y jurisprudencia internacional.
Por ejemplo, en las reglas mínimas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para el tratamiento de los reclusos se establece que la privación de la libertad de las personas es para “proteger a la sociedad contra el delito y reducir la reincidencia” y que eso se puede lograr si se aprovecha el cumplimiento de la pena en la cárcel “para lograr la reinserción de los reclusos en la sociedad para que puedan vivir de acuerdo con la ley y mantenerse con su trabajo luego de su liberación. Por eso, las cárceles deben ofrecer educación, formación profesional y trabajo. También deben ofrecer otras formas de asistencia, como la asistencia recuperativa, moral, espiritual, social y la asistencia basada en la salud y el deporte”.
Otra posición teórica sobre la finalidad de la pena y la cárcel es la que las define como método institucional de castigo. Y no faltan quienes las piensan como recursos válidos para incapacitar a una persona considerada un “peligro” para la sociedad.
Pero otra será la respuesta si se considera que gran parte de los “delitos” o “crímenes” que hoy se castigan con pena y cárcel (en algunos países como Estado Unidos, incluso, con la muerte) son categorizados como tales en función del sistema de explotación y dominación capitalista.
De allí, entonces, que gran parte de las personas apresadas por ese sistema pertenezcan a las clases explotadas y oprimidas, quienes caen en las mazmorras de un régimen político-social depredador, con pocos recursos y conocimientos para conseguir defensas que puedan “salvarlas”.
Huelga decir que hay un universo muy grande de crímenes ejecutados por el poder económico, político y policial cuyos autores no irán jamás presos, porque la legalidad burguesa no los perseguirá con toda la fuerza de su aparato coercitivo. Es el caso de empresarios que despiden saltándose prohibiciones legales; ricos que fugan capitales vía empresas fantasmas en paraísos fiscales; funcionarios que toman deuda pública sin respetar requisitos legales, consuman negocios privados y dejan al país peor de lo que estaba; o patrones que descuentan aportes del sueldo obrero pero no los aportan al fisco. Para ellos (y tantos más) no está destinada la cárcel.
Y también está ese otro universo, el del crimen organizado, cuyos gerentes están absolutamente protegidos por el propio Estado. Mientras miles van presos por el “narcomenudeo” o el consumo personal de drogas, los grandes narcos están a salvo. Si algún jefe mafioso va preso es porque algo falló en el sistema y el sacrificio del caído en desgracia operará para salvar al sistema en su conjunto. Lo mismo con delitos como la trata, los desarmaderos, el juego clandestino o la prostitución organizada.
El soviético Pashukanis publicó su Teoría general del derecho y el marxismo varios años después de que la clase trabajadora y el campesinado tomaran el poder en la Revolución Rusa. Y su análisis está ligado directamente a aquellas transformaciones económicas, sociales y políticas de las que el Derecho no podía quedar ausente.
En 1919 en Rusia se promulgaron los “Principios rectores del derecho penal”. Allí el gobierno soviético planteó directamente que el delito es producto de, y está condicionado por, la sociedad dividida en clases (por ende, esos “Principios” durarían hasta superar todas las divisiones de clase).
En esos años la privilegiada casta judicial fue reemplazada por tribunales populares y los jueces pasaron a ser electos y revocables. Pero además cualquier persona podía ser juez, a condición de no ser patrón o empresario y de tener alguna preparación teórica, política o práctica para ejercer la función. La abogacía profesional dejó de tener el monopolio de la representación legal y cualquiera podía ser fiscal o ejercer defensa en juicio.
La Revolución Rusa también creó la figura de los “asesores populares”, elegidos democráticamente por la comunidad y cuya función era controlar a los jueces e incluso remover al presidente del tribunal si se observaban arbitrariedades.
Los tribunales populares desplegaron su actividad bajo el impulso de la “conciencia socialista de la justicia”, una audaz apelación a la espontaneidad de las masas con resultados muy positivos, totalmente alejados de doctrinas como la populista de derecha llamada “mano dura”.
El delito de no pensar otra sociedad
En nuestras sociedades la existencia de las cárceles parece algo tan natural que es muy difícil imaginar la vida social sin ellas, aún frente a la evidencia de que cada reforma de las leyes y cada política aplicada en la materia no morigera la cantidad de delitos.
El sistema penal, definitivamente, no sirve para ninguno de los propósitos que se le asigna en la letra de las constituciones y en los tratados internacionales. Lo único que avanza es la degradación de la vida de franjas cada vez más grandes de la sociedad con la excusa de preservar la vida y la seguridad de las otras franjas.
Lejos de pensar en lo conveniente de una mayor represión y tortura a quienes reclaman derechos elementales en los penales, la clase trabajadora y los sectores populares (muchos de cuyos hijos son parte de esas poblaciones carcelarias) deben tomar en sus manos la denuncia de esta situación, exigiendo que cuanto antes se garanticen los derechos humanos de todos y todas las personas detenidas.
Empezando por comida, infraestructura, salud, educación y trabajo. Porque la prisión es, según todos los libros de derecho, la privación de la libertad ambulatoria y no otro cosa.
Siguiendo por resolver urgentes situaciones procesales irregulares y totalmente represivas sobre miles de personas que deberían estar libres. No puede ser natural que un 70 % u 80 % de la población carcelaria pase años tras las rejas siendo inocente, porque no se ha demostrado lo contrario, y termine recibiendo penas menores al tiempo transcurrido en la cárcel e incluso absuelta.
Y continuando con un debate en serio sobre qué son las cárceles, para qué sirven y qué responsabilidad les cabe a todos los gobiernos y sus funcionarios en haber calentado a fuego lento esta verdadera olla a presión que la pandemia sólo vino a recalentar.
El “problema” de las cárceles que hoy estalla en todo el mundo no puede pensarse separado del “problema” del sistema social que genera las desigualdades, la miseria extrema, el hambre y la precarización de la vida de millones de seres humanos. Pensar en soluciones al complejo contexto de los lugares de encierro penal no puede disociarse de un pensamiento profundo sobre cómo terminamos con los delitos, esos hechos categorizados, tipificados y penalizados por el mismo sistema que los crea y reproduce.