El 30 de abril de 1977, frente a la Casa Rosada y en plena dictadura, catorce mujeres dieron la primera vuelta a la Pirámide de Mayo para exigir la aparición de sus hijos e hijas. Un emblema de lucha internacional.
“¡Circulen, circulen!”, era la orden de la Policía que las hostigaba. No podían reunirse bajo el estado de sitio y comenzaron a dar vueltas alrededor de la plaza. Esas rondas, meses después, se vieron colmadas de pañuelos blancos.
Ese 30 de abril de 1977 Azucena Villaflor, Mirta Baravalle, Josefina “la Pepa” Noia, Berta Braverman, fueron algunas de las catorce madres que se reunieron por primera vez y dieron inicio a las Madres de Plaza de Mayo.
Fueron creciendo en número, pero durante las primeras semanas continuaron caminando de a dos, hablando con mucho cuidado con la compañera de al lado para saber quién era su hijo o hija desaparecido.
Al principio se reunían en el monumeno a Manuel Belgrano, reconociéndose por un clavo que llevaban en sus abrigos. Hasta hoy, no pararon nunca.
Hasta ese momento no llevaban sus pañuelos en la cabeza. Para la fecha de la procesión a Luján, decidieron identificarse con un pañal de sus hijos. Tampoco llevaban fotos o carteles con los nombres de sus desaparecidos.
Frente a la basílica de Luján reclamaron y rezaron por los desaparecidos. Todos los que estuvieron pudieron verlas, identificadas con los pañales blancos en sus cabezas.
Poco después hubo una marcha de los organismos de derechos humanos que terminó con 300 personas detenidas, incluidos -por error- varios periodistas extranjeros. Gracias a tanta eficiencia, el mundo empezaba a enterarse de lo que ocurría.
En la comisaría las Madres rezaban Padrenuestros y Avemarías. Los policías no se atrevían a incomodar a mujeres tan devotas. Entre rezo y rezo, haciendo cruces, miraban a los uniformados, les decían “asesinos”, y seguían rezando. Amén.
Muchas madres salieron a buscar a sus hijos e hijas. Recorrieron hospitales, caminaron juzgados, se atrevieron a ir a comisarías y cuarteles. En un principio estaban solas, pero aún así no paraban de buscar. De a poco en esa búsqueda empezaron a encontrarse con otras mujeres que, como ellas, querían saber el paradero de sus hijos.
Un día esas mujeres se encontraron en una iglesia militar, donde un cura cómplice, como tantos, les recomendaba santa paciencia y las confundía con rumores, insinuaciones y desinformaciones.
La espera silenciosa era para entrevistarse con Emilio Grasselli, secretario de la Vicaría castrense. El lugar era una boca -cerrada- a la que madres, padres, hermanos, tíos acudían en tiempos de terrorismo de Estado en busca de información sobre sus familiares desaparecidos.
Cada entrevista con Grasselli era una burla. “Siempre te tiraba de la lengua para ver si podía sacarte algo de información. Nunca nadie se fue de ahí con un dato certero”, recuerda Haydée García Buelas.
Una de esas mujeres era Azucena Villaflor. Se animó y dijo: Basta. Tenemos que ir a la Plaza de Mayo, tenemos que hacer ver y oír lo que nos pasa. Y así lo hicieron.
Ocultaban mensajes en ovillos de lana, por si se encontraban con la Policía o los militares. Tejían en la plaza, mientras iban pasándose información, pensando qué hacer, cómo buscarlos.
En diciembre de 1977 Alfredo Astiz, que era un oficial de la marina y se hacía pasar por hermano de un desaparecido, organizó el secuestro y desaparición de tres de las madres, dos monjas francesas y otros familiares y amigos.
En ese momento las madres estaban organizando la colecta para publicar una solicitada el 10 de diciembre, denunciando las desapariciones.
El 8 de diciembre secuestraron a Esther Careaga y a Mary Ponce de Bianco en la Iglesia de Santa Cruz, junto a ocho personas más, incluida la monja francesa Alice Domon. Esther ya había encontrado a su hija adolescente, a la que los militares habían liberado. Las otras madres le habían pedido que volviera a su casa, que ya no se arriesgara más. Pero ella no les hizo caso, y decidió seguir junto a sus compañeras hasta que encontraran a cada uno de sus hijos e hijas.
Dos días después, desapareció Azucena Villaflor. Sus compañeras la recuerdan y dicen que Azucena había parido la idea de que las madres se organizaran para nunca más estar solas en su lucha. Y había dicho algo: “Todos los desaparecidos son nuestros hijos”.
Llegó el Mundial 1978. A pocas cuadras de la cancha de River estaba la ESMA. Las madres cambiaron sus lugares y horarios de reunión. No todos los jueves iban a la Plaza, para evitar que las detectaran. Cuando iban, la Policía les largaba los perros. Cada una llevaba un diario enroscado para sacarse a los perros de encima.
Muchas veces detenían o demoraban a alguna de ellas en las comisarías. Se les ocurrió una idea: cuando una iba presa, se presentaban todas y pedían ir presas ellas también. Los policías veían llegar a decenas y decenas de mujeres que exigían ser encarceladas junto a su compañera. Una vez fueron tantas las que exigieron ser detenidas, que tuvieron que llevarlas en un colectivo de la línea 60.
Cuando en la Plaza le pedían documentos a una, todas las demás se acercaban a la policía a entregar también los suyos. Cientos de documentos, cédulas y libretas cívicas, que la policía tenía que verificar. De paso, las madres se quedaban más tiempo en la plaza.
En 1979 llegó al país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El mundial juvenil en Japón tenía a todos pendientes de Maradona, y los militares aprovecharon para que relatores de fútbol y periodistas radiales (con José María Muñoz a la cabeza) llamaran a la gente a Plaza de Mayo y que de paso repudiaran a quienes hacían cola para declarar ante la Comisión. Querían mostrar lo que llamaban “la verdadera imagen del país”. Decían: “los desaparecidos algo habrán hecho”, o “por algo será que se los llevaron”. Los hinchas, sin embargo, no molestaron a los que estaban esperando para hacer sus denuncias.
¡Aparición con vida!
Se editó el primer boletín de Madres, se iba ganando apoyo afuera y adentro. En 1981 retomaron la Plaza e hicieron la primera Marcha de la Resistencia. Solas, pocas, pero juntas, resistiendo 24 horas seguidas.
Vinieron épocas de ayunos, de tomas de iglesias y catedrales. Los jóvenes, sobre todo, se conmovían. Nació la consigna “aparición con vida”.
Durante las ultimas cuatro décadas estos pañuelos dieron la lucha inclaudicable por la aparición de sus hijos e hijas, muchas de ellas también abuelas que tienen la necesidad imperante de conocer su destino incierto hasta hoy, que quieren encontrarse con sus nietos y nietas, aquellos que les fueron arrebatados por la dictadura cívico-militar-eclesiástica.
Desde hace 43 años y hasta que la pandemia del coronavirus les hizo hacer una tregua involuntaria, Mirta Baravalle y Nora Cortiñas, con sus noventa y tantos sobre sus hombros, cada jueves siguen dando vueltas en esa Plaza, codo a codo y rodeadas de jóvenes, familiares, amigos que siguen acompañando a cada paso.
El año pasado, al conmemorarse el 42º aniversario de la primera ronda, Baravalle invitaba a la ronda habitual con las siguientes palabras: “Hace 42 años comenzamos a reconocernos en el dolor y la búsqueda de nuestros seres queridos, siempre presentes en nuestras vidas. La lucha por la Memoria, Verdad y Justicia nos impulso a caminar abrazadas en la histórica Plaza”.
Para estas valientes mujeres, seguir luchando por el juicio y castigo para todos los genocidas, por encontrar a todos los Nietos y Nietas que faltan y estar en las calles y cada lucha con sus pañuelos blancos, junto a los jóvenes y el pueblo trabajador, es una manera de reivindicar a sus hijos e hijas y a nuestros 30.000 y significa un gran desafío para las nuevas generaciones de este enorme legado para continuar sin descanso este camino de lucha contra la impunidad. El pueblo trabajador las abrazará. Siempre.