La palabra “pelotudo” no podía mantenerse inalterable después del cambio de función social que se produjo con la palabra “boludo”, que sabidamente perdió el tenor de lo insultante para empezar a ser empleada como un simple vocativo (idéntico a los precedentes “flaco”, “loco” o “che”). La palabra “pelotudo” ha debido cobrar desde entonces un aire intensificado de vituperio. Autoasignada, autoinfligida, no puede sino expresar un grado considerable de mortificación personal.
Cuando Leandro Santoro confiesa: “Fui un pelotudo”, nos suena un poco a aquel conocido verso de Discépolo, “Fui un fracasado”, que consta en el tango que se titula, precisamente, “Confesión”. Porque la conjugación verbal sugiere por sí misma la condición de lo ya superado, el estado de lo ya concluido; pero el aspecto semántico de los predicativos nos remite a esas cosas de las que no parece tan fácil salir, de las que no parece tan fácil volver.
Santoro twitteó, hace un tiempo, sus pareceres contundentemente adversos a las políticas del actual gobierno. Lo hizo con la violencia y la escasa sutileza que es de estilo en estos casos. Hoy se arrepiente. Y es que le tocará eventualmente (eso sí: muy eventualmente) llevar adelante, como vicejefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires nada menos, esas mismas políticas que se ocupó de repudiar sin atenuantes.
Santoro aduce ahora que aquellas veces se equivocó, que se hallaba por entonces imbuido en un estado (transitorio) de pelotudez. Dice que escribió cosas que en realidad no pensaba, y que lo hizo al solo efecto de obtener retweets y acrecentar el número de sus seguidores, que para su pena le escaseaban. Por supuesto que no hay por qué creerle. Lo que ocurrió es evidente: el kirchnerismo lo convocó, en un lastimoso manotazo de ahogado, y él a impulso de la pura ambición aceptó, más allá de convicciones y lealtades.
Por supuesto que no hay por qué creerle, pero yo voy a optar por creerle. Porque creerle nos habilita a otra clase observación, amén de las que puede inspirar la errancia timbera de la elección de candidatos en el kirchnerismo o los niveles escatológicos de oportunismo que exhiben algunas personas. En la excusa baladí que esgrime Santoro traspasa, pese a todo, una verdad. Y esa verdad tiene que ver con el valor que se asigna a las palabras en ciertos usos de las nuevas tecnologías.
Santoro parece no haber notado que twittear equivale a publicar. Que los chuscos improperios que tecléo en su aparatito personal saltaban al instante a la esfera pública, ahí donde todos podemos verlos. Que un salto cualitativo sustancial ha sido dado, no tanto en la capacidad de circulación, sino en la capacidad de almacenar lo que sea que se pone en circulación; el régimen de olvido se ha alterado, el carácter de lo efímero ya es otro, el archivo del mundo ya casi no tiene agujeros. Santoro cree que minimiza su postura cuando la atribuye a la lógica de Twitter, pero es él quien subestima Twitter, es él quien metió la pata justamente por minimizarlo. Porque asoció Twitter con impunidad, con la posibilidad de decir cualquier cosa de cualquier manera. Porque supuso que la velocidad de la comunicación podría disolver todo en la nada. Porque pretende que el propósito de sumar adherentes que lean lo que uno escribe podría ser más importante que lo que uno escribe, o que para mejorar resultados cuantitativos en lo segundo vale hacer cualquier cosa en lo primero.
Santoro pone así a las palabras en un plano de empobrecimiento extremo, las condena a la banalidad, las vacía de sustancia para perpetrar el acting sonso del agresivo crónico y su celebración automática. Cree que las palabras que soltó han de ser ligeras tan sólo porque él las soltó ligeramente. No lo ha hecho, sin embargo, con todas las palabras. Hay una que, como dije al principio, usó en su justo valor. |