La Revolución de Mayo fue un conjunto de hechos históricos que terminaron en la caída de la corona española en el territorio del Río de La Plata. Este hecho nodal en la historia de nuestro país, hasta nuestros días es tema de debate en las distintas corrientes historiográficas.
Durante el siglo XX estas corrientes pretendieron tanto analizarla, como hacer de ellas banderas para tal o cual proyecto político: la liberal, la revisionista, la peronista, hasta las “nacional-populistas”.
Para todas ellas Halperín Donghi (incluso desde la izquierda) siempre fue una referencia en voz baja o una cita muda. Todos lo leyeron y concuerdan en que es una institución en la materia, pero todos pusieron sus reparos y distancias.
Chiaramonte, por su parte, al ser contemporáneo de Halperín Donghi, creemos que es una voz de peso para analizarlo.
Sin pretender agotar esta discusión con la historiografía acá, sí queremos marcar, como puntada inicial de un telar de discusiones y matices, de cómos y porqués, algunas cuestiones generales de estos dos autores sobre uno de los hechos fundantes de la historia nacional y de cómo se forma el Estado Nacional y su burguesía.
Tomaremos, para el caso, únicamente los textos Revolución y Guerra de Halperín Donghi y Autonomía e Independencia de Chiaramonte.
Para ser más claros respecto al contexto, repasaremos brevemente los acontecimientos que rodearon la Revolución de Mayo, resumiendo las convergencias y divergencias de los autores.
Al comienzo, se puede advertir que ambos tienen acuerdo con los hechos clave, aunque con ciertas diferencias, en lo respectivo al comienzo al proceso revolucionario, a recordar: la invasión francesa a España a través de los territorios vascogandos, el fortalecimiento de las élites criollas y la división del territorio colonial hecho por la Corona previo a los sucesos de 1806, momento en que se suceden las Invasiones Inglesas en el Río de la Plata.
En los dos autores se puede evidenciar también un acuerdo relativo, en como las clases dirigentes se toman el vacío de poder legal que produce la abdicación del Rey. Halperín Donghi y Chiaramonte concuerdan en sus análisis de los hechos acaecidos en 1810, que dichas elites porteñas en un comienzo, no pretendieron una total ruptura con la metrópoli; por lo que tampoco había una idea aún de independizarse de España.
Con un estilo de narración más literaria, Halperín Donghi relató en su texto los problemas que la elite porteña atravesó para conseguir la autonomía. Los problemas con el clero local, los enfrentamientos con las milicias urbanas heredadas de las Invasiones Inglesas (que muestran las contradicciones entre crear un ejército regular fiel al nuevo poder político), los reveses para concretar un “ubi consistant”, por ponerlo en términos del autor, para lograr una cohesión tanto política como filosófica, pintan a una “dirección revolucionaria (que) ha descubierto ya que no puede encontrar su “ubi consistam” en un sistema de ideas (a las que por otra parte las peripecias europeas hacen inactuales y peligrosas) sino en su capacidad de satisfacer las apetencias y los intereses del país al que gobierna y al que –como se descubre cada vez más claramente a cada paso– la revolución, que tanto ha destruido del viejo orden, no ha sido capaz de rehacer según un nuevo plan coherente” (1).
Las vicisitudes que encuentra las élites, ahora el poder, a partir de desenvolverse ante una situación que no sabían cuánto podía durar, según relata Halperín Donghi, explicarían todos los giros políticos para asegurar la continuidad del nuevo orden.
En este proceso es que la nueva clase dirigente tendrá, según Donghi, una tendencia proclive a ser “sensible”, de escuchar y responder ante las exigencias de las distintas fracciones del poder real, como la iglesia, los comerciantes, los jefes militares e incluso de los españoles que habitaban el territorio a los que el nuevo poder integró, aunque con celo y reserva.
De hecho, Buenos Aires tardaría muchísimo en tener un obispo designado por la Santa Sede, puesto a que no había una posición oficial de la Iglesia frente a la crisis de sus colonias.
El nuevo gobierno revolucionario, sin embargo, busco subyugar el poder eclesiástico a la Revolución, ya que este poseía gran prestigio, aunque terminó conllevando a una cierta secularización de la sociedad, cuanto más está se adhería al nuevo gobierno, al que claramente la iglesia se enfrentó en un primer momento.
Halperín Donghi hablaría de esto en otro pasaje de su libro: “Esta secularización de la vida colectiva es el correlativo de la politización revolucionaria; ambas trasuntan en el plano de las creencias y la conducta colectiva el sometimiento creciente del poder eclesiástico al civil; pese a las limitaciones que las circunstancias le imponían, la política del supremo poder revolucionario fue también frente a la iglesia sustancialmente exitosa.
Dicha política puede resumirse en la absorción de los recursos, el poder y el prestigio de magistraturas y corporaciones que en tiempos coloniales habían gozado de un grado variable, pero en todos los casos considerables, de autonomía, en beneficio del nuevo poder supremo que la revolución había instalado en Buenos Aires.
Sólo que, eficaz para aplastar a sus posibles rivales, lo fue mucho menos para heredar el poder y prestigio de sus víctimas; su apego a los métodos coactivos para imponer la adhesión es más que una vocación una necesidad, y revela constantemente los límites del consenso que acompaña al poder revolucionario, no sólo entre los adversarios sino también entre los adictos al nuevo orden” (2).
Podría decirse que más temprano que tarde, del proceso revolucionario terminarían por participar sectores ajenos al militar;
Dicha inclusión prueba que, desde el comienzo, el poder revolucionario ha sido sensible al problema de hallar canales de comunicación con el cuerpo social; la solución buscada, sin embargo, se revelaría excesivamente fácil: “no elegidos por sus pares, esos eclesiásticos o comerciantes eran antes que representantes de estos, reclutas del grupo identificado con la revolución, al que sin duda ampliaban pero no alcanzaban a salvar de su aislamiento” (3).
Por lo que deja claro que los representantes sectores influyentes de la sociedad colonial porteña, tanto eclesiástica como comercial, no eran sujetos elegidos por sus pares de estamento social, sí no que eran tomados como representantes siempre y cuando; fueran adeptos a la causa revolucionaria.
Para Chiaramonte, en cambio, si bien expresa acuerdo general sobre el posicionamiento de las élites criollas frente a la falta de decisión y determinación para independizarse de España, trazará una versión más amena del nuevo poder revolucionario.
Chiaramonte, explica así, que si bien la Revolución de Mayo “no fue en sus comienzos un movimiento de independencia. Más aún, no fue resultado de una elaboración previa por parte de quienes lo encabezaron, sino de una audaz decisión de los “españoles americanos” —con apoyo de algunos peninsulares— para tomar el control de los acontecimientos derivados de la crisis de la monarquía” (4) , sí estuvo en la escena de las discusiones políticas y filosóficas de la época, a partir de los procesos de independencia del continente americano –sobre todo de la independencia de EE.UU- tanto como de las lecturas que los mismo mormones habían introducido, como por ejemplo Rousseau, Hobbs, y los teóricos del Estado y el nuevo “contrato social”, aunque aclara que los procesos que terminan en la Revolución de Mayo, no pueden ser determinados dentro del movimiento de la “Modernidad”.
De todas formas, sí afirma Chiaramonte que estas corrientes filosóficas serán tomadas como argumento tanto legal como filosófico para la separación de España.
Así, concluye Chiaramonte, que los procesos revolucionarios de los primeros años de 1800, no va a ser el resultado de una “nacionalidad argentina” (Chiaramonte) preexistente que pugnaba por nacer y consecuencia de un “proyecto por nacer” (Chiaramonte), sino una cadena de eventos a contragolpe que irán determinado el nacimiento de un nuevo orden político inestable.
A modo de conclusión se puede afirmar que ambos autores acuerdan que los acontecimientos de la primer década y media del siglo XIX en lo que más tarde será el territorio nacional, llevaron a una clase dirigente, ante el vacío de poder dejado por la crisis española, al poder que tuvo que resolver al mismo tiempo su propia existencia y legitimación como nuevo orden de poder, al mismo tiempo que tuvo que resolver los problemas de tener que crear las bases de un Estado moderno y nacional.
A partir de esta definición, entendemos que esto determinó una dinámica “permamentista” con distintos actores sociales (tanto nacionales como internacionales) que prefiguraron las bases del nuevo orden social y desde donde partir para hacer una análisis más concreto de todo el periodo histórico que desencadenó en la Revolución de Mayo.
Es también importante destacar que los participantes de la revolución, no fueron de ningún modo representantes de estamentos de la sociedad enteramente adeptos al proceso revolucionario, si no que más bien, los distintos actores sociales involucrados en la revolución, no pertenecían pues a ningún estamento social en concreto. La sociedad colonial pre-revolucionaria estaba claramente fragmentada entre quienes apoyaban deliberadamente la Revolución de Mayo; como de quiénes no lo hacían.
1. Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla – 3ed. 1 reimpr., Buenos Aires, Siglo XXI, 2015, de Tulio Halperín Donghi pág 243.
2. Tulio Halperín Donghi, Ibíd, pág. 219.
3. Tulio Halperín Donghi, Ibíd, pág. 244
4. “Autonomía e independencia en el Río de la Plata, 1808-1810”, en Historia Mexicana, Vol. LVIII, N° 229, 2008 pág 364. |