Todo sucedió de manera vertiginosa. El 25 de mayo George Floyd, un hombre afroamericano de 46 años que había perdido su empleo por la crisis del coronavirus, fue arrestado por cuatro policías blancos en Minneapolis, supuestamente por haber pagado con 20 dólares falsos. Uno de ellos, Derek Chauvin, lo asfixia con su rodilla durante casi nueve minutos, mientras sus compañeros de andanzas lo observan.
Esas imágenes de racismo explícito e intolerable, que se replicaron hasta el cansancio en redes sociales y pantallas, encendieron la ira popular, reactivaron al movimiento Black Lives Matter y empujaron a las calles, de manera más o menos espontánea, a una multitud multiétnica e intergeneracional, con jóvenes afroamericanos, latinos y blancos en la primera línea. A pesar de que la AFL-CIO no ha movilizado –y aún tiene en su organización a los sindicatos policiales que sirven para proteger a los policías violentos y racistas– hubo síntomas más que alentadores, como el ejemplo de los choferes de buses de Nueva York que se negaron a transportar a los detenidos.
Trump y los demócratas habían comprado paz social en medio de la pandemia con un paquete de estímulo de 2 billones de dólares, que si bien mayoritariamente estuvieron al servicio de rescatar a los capitalistas –de ahí el jolgorio de Wall Street a pesar del coronavirus– una parte fue destinada a aumentar el seguro de desempleo y a repartir cheques de hasta 1.200 dólares a quienes tienen ingresos menores de 75.000 dólares anuales. Pero la situación estalló por otro lado.
Las últimas palabras de Floyd –“No puedo respirar”– se transformaron en bandera de un imponente movimiento de protesta, que se fue masificando con el correr de los días y la represión estatal. Decenas, o quizás cientos de miles, se vienen manifestando en casi todas las ciudades de los Estados Unidos, con distinto grado de violencia y radicalidad.
El presidente apeló a la polarización y a la represión con un discurso de “ley y orden”, y esto fue en sí mismo un elemento de radicalización. Trump actuó como un provocador frente a las movilizaciones y sumó varios litros de combustible al incendio. Calificó a los manifestantes de “matones”. Tuiteó livianamente “si empiezan los saqueos empiezan los disparos”, una frase de Walter Headley, el jefe racista de la policía de Miami durante la década de 1960 que había declarado la guerra contra los barrios afroamericanos para lidiar con el movimiento de los derechos civiles. Sin embargo, los exabruptos racistas del presidente no pueden absolver al conjunto de la clase dominante. Los gobernadores y alcaldes demócratas, empezando por Minnesota, Minneapolis y Nueva York, reprimieron duramente, impusieron toques de queda y apelaron a la maldita Guardia Nacional.
Tuvieron que pasar más de siete días y noches de enfrentamientos para que la justicia decidiera hacer concesiones mínimas, como agravar la imputación contra Derek Chauvin y detener a sus cómplices.
El proceso es profundo y no involucra solo a los que se movilizan. Según una encuesta de Reuters de principios de junio, una mayoría de 64 % apoya las movilizaciones, y un 55 % desaprueba la línea dura de Trump para sofocar las protestas. Esto en parte se debe a que la brutalidad policial, el gatillo fácil y la crisis social también afectan a los blancos pobres.
Esta alianza de explotados, sectores oprimidos y jóvenes que se expresa en las calles y en la opinión pública mayoritaria, apunta al nexo indisoluble entre racismo y capitalismo que está en el origen del Estado norteamericano. No se trata de una revuelta más. Estamos ante la emergencia de un acontecimiento de dimensiones históricas, cuyas consecuencias políticas no se agotarán en cómo termine el movimiento, ni siquiera en un cambio de signo político en la Casa Blanca en noviembre, sino que deberán medirse en el mediano y largo plazo.
1968. 2020
“Sin racismo no hay capitalismo”, palabras más o menos decía Malcom X a mediados de la década de 1960. No le faltaba razón. Efectivamente, el racismo está inscripto en el ADN del capitalismo norteamericano y su Estado. A más de 50 años del movimiento de los derechos civiles, y después de dos mandatos de Barack Obama, el primer presidente afroamericano de la historia, la situación estructural no ha cambiado sustancialmente. La comunidad afroamericana sigue siendo objeto de la opresión más obscena: siendo una minoría del 13 % de la población representa el 33 % de la población carcelaria y tiene los peores índices de pobreza, desempleo y marginalidad. Pero en determinadas coyunturas, las estadísticas dejan de ser números fríos y se transforman en fuerzas sociales y lucha de calles.
Los crímenes raciales a manos de policías –y su encubrimiento por parte de la justicia– son moneda corriente al punto de que se cuentan como causales de muerte junto con el cáncer o los accidentes de tránsito. Según un estudio de 2019, un varón adulto afroamericano cada mil puede morir a manos de la policía. Esto alimenta protestas violentas de forma más o menos recurrentes. Uno de los estallidos más emblemáticos fue la revuelta de la ciudad de Los Ángeles en 1992 por la absolución de los policías que habían golpeado salvajemente a Rodney King. Ese levantamiento duró seis días y dejó un saldo de 60 muertos, pero no logró perforar el cerco local ni cambiar la oscilación política hacia derecha en pleno auge neoliberal, que se manifestó en la llegada de los Clinton al liderazgo demócrata y la Casa Blanca. Más cerca en el tiempo, las manifestaciones por los asesinatos de Eric Garner y Michael Brown en 2014 que dieron origen al movimiento Black Lives Matter. Pero para encontrar una analogía con una protesta de similar profundidad y extensión nacional hay que retroceder 52 años, al verano caliente de 1967 y la oleada de manifestaciones que siguieron al asesinato de Martin Luther King en abril de 1968. En esos años álgidos, precedidos por el asesinato de JF Kennedy y de Malcom X, el movimiento de los derechos civiles hacía sinergia con una juventud que se radicalizaba con el movimiento contra la guerra de Vietnam.
Toda analogía histórica es imperfecta, pero en sus diferencias ayuda a comprender el momento actual. La rebelión en curso no es una creación ex nihilo. Es el precipitado de procesos que se vienen acumulando en los últimos años y que se vieron agravados por las consecuencias sociales y económicas provocadas por la pandemia del coronavirus, que encontraron en el crimen de Floyd un punto de inflexión.
Hoy no hay un equivalente a la guerra de Vietnam, aunque los efectos del coronavirus y la depresión económica inducida actuaron como aceleradores. Hay otros factores críticos: los fracasos de las guerras de Afganistán e Irak han tenido el efecto de acelerar la decadencia hegemónica de Estados Unidos en el mundo y hacer altamente impopulares las aventuras militares para amplios sectores de la población norteamericana. El presidente Trump está en su peor momento. Y también la posición de Estados Unidos para liderar el mundo capitalista, al punto que Richard Haass, uno de los ideólogos de la política exterior imperialista, considera que es el “momento más peligroso” desde el fin de la Guerra Fría, con la emergencia de China, en menor medida Rusia y otras potencias que desafían el dominio norteamericano. Se superponen crisis de coyuntura –sanitaria, económica y política– con las tendencias más generales a la crisis orgánica que abrió la Gran Recesión de 2008, que llevaron a Trump a la Casa Blanca. Estas tendencias a la polarización social y política, la división de la clase dominante y el aparato estatal y la decadencia del liderazgo norteamericano en el mundo, se han profundizado con la orientación proteccionista y unilateral de Trump y están poniendo en cuestión su proyecto reeleccionista.
Entre la contención reformista y la radicalización
El movimiento de protesta abrió una crisis de magnitud en el gobierno y dejó expuestas las fracturas en la clase dominante y el aparato estatal. Trump amenazó con enviar al ejército a reprimir las movilizaciones pero fue desautorizado por el jefe del Pentágono, Mark Esper, que rechazó de plano esta posibilidad. Lo mismo hicieron varios líderes del Partido Republicano que están abandonando el barco del experimento trumpista.
Las elecciones presidenciales de noviembre suman tensión al escenario político. Pueden ser una oportunidad de desvío y contención pero también de intensificación de la polarización.
La reelección de Trump parece difícil en el contexto de la pandemia, con más de 100.000 muertos, al menos 21 millones de desocupados (aunque han solicitado el seguro de desempleo 43 millones desde que se inició la pandemia), una contracción de la economía de 4.8 % en el primer trimestre del año y ahora las protestas. Después de los peores días de su presidencia, Trump recibió la primera buena noticia de los últimos meses: la tasa de desempleo de mayo se ubicó en el 13,3 %, por debajo del 14,7 % de la medición de abril y lejos del 20 % pronosticado por la mayoría de los economistas. Pero eso aún significa una suba de 10 puntos con respecto a marzo. Además la medición no cuenta a quienes se ven obligados a trabajar part time o ya no buscan empleo, lo que elevaría la tasa a 21,2 %. Trump aún preside una catástrofe y la recuperación sigue siendo una hipótesis. Su campaña podría parecerse a la de 2016, basada en la exacerbación de la polarización y la exaltación del “America First”, que tiene como eje la hostilidad contra China, y un discurso de “ley y orden” para galvanizar a su base electoral más dura y apelar a los sectores más conservadores de la derecha republicana. Como han planteado varios analistas, busca repetir la elección de Nixon de 1968, que apeló al miedo al caos de la mayoría silenciosa conservadora. Pero a diferencia de Nixon que había estado en un limbo político y criticaba a la dirigencia demócrata desde afuera, Trump viene de ser presidente durante cuatro años.
Ante la contundencia de la movilización, sectores centrales de la burguesía está ensayando la táctica de la cooptación, tratando de apropiarse de las demandas para reconducir el movimiento de las calles a las urnas y los canales institucionales.
El encargado de poner en marcha este “operativo contención” fue el ex presidente Barack Obama, que representa el rostro más amigable del establishment demócrata. En una nota pública, Obama abrió un diálogo con los manifestantes, llamándolos a cambiar las protestas por un tsunami de votos para el Partido Demócrata que barra a los republicanos no solo de la Casa Blanca sino de las cámaras del congreso, las gobernaciones y las legislaturas locales. Desde la Casa Blanca y en un cambio de manos del poder político a todos los niveles para poder implementar una reforma de la policía y la justicia.
El funeral de George Floyd puso en escena esta suerte de “unidad nacional” en los hechos para revertir la tendencia a la acción directa, que abarca a demócratas y republicanos –como Obama y George W. Bush–, y también a los grandes medios corporativos. El diario Washington Post, propiedad del multimillonario Jeff Bezos, es uno de los voceros de esta “seudo revolución pasiva” que se ha puesto en marcha. En su editorial del 5 de junio, plantea que el racismo no se resolvió con la Proclamación de la Emancipación de 1863, ni con las leyes de Derechos Civiles de 1964, ni con la elección de Barack Obama en 2008, y llama a poner en marcha un programa de reformas y a derrotar a Trump en las próximas elecciones.
El Partido Demócrata está llamado a jugar su rol histórico como instrumento por excelencia de la clase dominante para pasivizar movimientos sociales e incorporarlos al metabolismo del régimen burgués imperialista. El problema es que su candidato, Joe Biden, es un viejo político del establishment con varios muertos en su closet. Eso no quita que el argumento del “mal menor” para impedir otro mandato de Trump pueda terminar dándole el triunfo a Biden. Pero una cosa es ganar una elección y otra muy distinto gobernar.
Como se ve, hay mucha política burguesa para evitar un escenario de una radicalización mayor, pero aún el resultado está abierto. La estrategia “restauradora” de una supuesta “normalidad” pre Trump sintoniza muy mal con la evidente demanda de cambios profundos que viene manifestándose en el giro a izquierda de amplios sectores de la juventud, que mayoritariamente ven mejor al socialismo que al capitalismo y que han sido la base del fenómeno de Bernie Sanders en 2016 y 2020, en este caso con la ampliación de la coalición electoral a sectores significativos de latinos y afroamericanos. Es una generación que ya no cree en el “sueño americano”, entre otras cosas porque su corta experiencia vital está marcada por dos crisis capitalistas de envergadura histórica: la de 2008 y la de la pandemia del coronavirus.
Este cambio de situación también se expresó en una tendencia creciente de la lucha de clases, que en 2019 alcanzó su nivel más alto en décadas con las huelgas automotrices y docentes. Esa tendencia se continuó incluso en plena pandemia con las luchas de los trabajadores precarios “esenciales” por medidas sanitarias.
La frustración con Sanders, que pasó de prometer una “revolución política” a apoyar a Biden (y antes a Hillary Clinton) y la estrategia fallida del DSA (Democratic Socialist of America), el partido que atrajo a sus filas a miles de jóvenes pero actuó como una colateral del Partido Demócrata, hace urgente y concreta la conclusión de que es necesario un verdadero tercer partido de la clase trabajadora y los sectores oprimidos, que pueda organizar de manera consciente la lucha contra el racismo, el capitalismo y el Estado imperialista norteamericano, y se proponga luchar por el socialismo. En sí mismo, ese fenómeno político volcaría la balanza a favor de los explotados a nivel internacional. |