La rebelión de la población afroamericana en EE.UU. y de amplios sectores de latinos y blancos que se suman a sus reclamos, ha abierto en la Argentina un debate sobre el abuso policial con actores impensados hasta el momento: desde sectores autodenominados “progresistas”, hasta algunos miembros de la derecha argentina y sus medios, que pese a ser los mentores tradicionales del pedido de “mano dura” ante todo problema social, se han pronunciado contra la violencia policial racista en Estados Unidos. Por su parte, los representantes del oficialismo, y en especial, su pata progresista, han expresado su fuerte rechazo al racismo en Norteamérica pero haciendo oídos sordos sobre el accionar brutal de la policía en el país (o, aunque lo denuncien, evitan señalar sus propias responsabilidades políticas). Entre estas dos posturas hay un común denominador, el sostén de un estado de clase que tiene a las fuerzas represivas como uno de sus pilares.
Aquí queremos realizar un contrapunto tanto con los sectores de derecha “republicana” como con el progresismo peronista.
La derecha lamebotas de Trump
Resulta indignante ver a personajes como Eduardo Feinmann, cuestionar que la izquierda se movilice en solidaridad con el movimiento afroamericano, bajo el argumento de que en la Argentina también existe el racismo y la represión despiadada. Estos personajes son los mismos que hace dos años, demandaban una nueva “Conquista del Desierto” bajo pretexto del funcionamiento de una célula terrorista mapuche en la Patagonia. Ahora, acabado el gobierno de “CEOs y Remingtons”, fingen una sensibilidad social hacia el pueblo Qom que nunca tuvieron y jamás tendrán.
A su vez, muchos de estos periodistas son los primeros en presentar a Estados Unidos como “modelo” de un capitalismo exitoso, donde se respetan las “libertades individuales” y donde el estado no “oprime” a los ciudadanos. También son los primeros en ponerse del lado de las empresas multinacionales cuando despiden, recortan salarios, y celebran la represión a los trabajadores que cuestionan esto. Claro que cuando este “modelo” muestra sus miserias o bien, se quedan callados o difunden sensacionalismo sobre “actos de violencia”.
En sintonía con esta hipocresía, el PRO emitió un comunicado contra la violencia institucional. ¡Sí, el PRO! Que hasta hace unos días era el férreo representante de la más descarada institucionalización de la violencia policial con su doctrina Chocobar, y cuya única propuesta en materia de “seguridad” era poner más policía. Los cambios en el panorama político por momentos generan en uno la sensación de vivir en “el reino del revés” de María Elena Walsh.
La miseria de los progres
Como contracara del falso nacionalismo de la derecha, tenemos la miseria de la progresía. El discurso de una “nueva” fuerza de seguridad bajo el mando de una antropóloga, se diluyó tan rápidamente como se extendió la pandemia. En medio de una crisis económica transformada en una crisis social que amenaza con estallar los barrios populares, la necesidad del gobierno de recurrir a figuras retrógradas como el ex-carapintada Sergio Berni, desnudan la verdadera finalidad de la fuerza represiva.
Lo que subyace en el fondo es la irreformabilidad de una institución clave para la constitución y la reproducción de un orden social desigual, que salvaguarda los intereses de las clases dominantes, por medio de la violencia en la que se enmarcan los mal llamados “abusos de poder”. Ya tienen un verdadero prontuario, durante los 12 años de gobierno kirchnerista se registró un triste récord en materia de violencia policial [1]. Sus principales objetivos: los pibes de las barriadas, pero también los sectores humildes del ámbito rural. Entre estos últimos, podríamos incluir desde el hostigamiento a las comunidades originarias (política sin grieta de todos los gobiernos de la historia argentina), hasta la desaparición de Daniel Solano cuando se intentó organizar sindicalmente contra la Expofrut, un caso con muchas similitudes al de Luis Espinoza.
El progresismo, señala la responsabilidad política de Trump pero omite señalar responsabilidades políticas cuando la violencia policial ocurre en la Argentina. Aún más, esos responsables (Insfran, Capitanich, Manzur, etc.), forman parte de su armado nacional, y de vez en cuando los felicitan. Evidentemente, existe una doble vara en esta lógica.
Al mismo tiempo, mientras se solidarizan y se indignan por el racismo en EE.UU. son los primeros en recibir a los principales responsables políticos de este país (demócratas y republicanos, banqueros, buitres etc.), para pagarles la deuda u otorgar subsidios multimillonarios a sus empresas. Desde lejos, los critican; cuando llegan a la Argentina, los reciben con bizcochitos y mate.
La política imperialista de expoliación a otros pueblos tuvo como fundamento ideológico el racismo y el “soberanismo blanco”, pero esto no se puede combatir mientras se acepta la opresión nacional sobre países como el nuestro. La verdadera solidaridad con el pueblo estadounidense es una solidaridad de clase que unifique nuestras luchas contra el imperialismo.
Racismo aquí y allá
Por otra parte vale detenerse un momento en similitudes y diferencias en torno al racismo en Estados Unidos y Argentina. Sus características diferentes hablan de dos estructuras sociales e históricas distintas. Sin embargo, ambas están articuladas con un uso por parte de los capitalistas de las diversas formas de opresión. Este aspecto no es cuestionado ni por la derecha ni por los “progres”.
El racismo no es un concepto absoluto sino un producto histórico. En EE.UU., jugó un rol estructurante en la constitución del Estado nacional y posteriormente en la configuración del modo de producción capitalista. En contraposición al discurso del país de la libertad, el racismo jurídicamente sancionado, sirvió para desplazar a un sector de la sociedad a los trabajos más duros y peor remunerados, condenandolos a encabezar los padecimientos de las crisis económicas. De esta forma, se buscó desdibujar la diferencia de clase, e para unificarlos en virtud de su color de piel.
En la Argentina, la integración diferenciada al nuevo modo de producción tuvo una importancia poco significativa. En primer lugar, la esclavitud y el tráfico de personas desde África no tuvo el mismo peso que en EE.UU. Por otra parte, la clase terrateniente optó por el camino del exterminio de los pueblos originarios y el confinamiento de los supervivientes a territorios marginales. Con un sector menos resistente, su integración fue tan paulatina que la racialidad perdió importancia en términos de identidad y autopercepción política [2].
Buena parte de la población del territorio, principalmente en la pampa húmeda, y la fuerza de trabajo fueron traídas desde la Europa blanca. Con ella vinieron las influencias políticas anarquistas y socialistas, y por ello la lucha por los derechos civiles (el voto secreto) quedó inicialmente en manos de los partidos burgueses reformadores, principalmente la UCR. Posteriormente las migraciones internas modificarían el semblante étnico de la clase obrera. El término “cabecitas negras”, se instaló como un nuevo elemento en el odio abyecto de la burguesía criolla hacia la clase obrera. Es decir, la construcción de un “otro” al cual discriminar y oprimir, en nuestro país, estuvo íntimamente vinculado a la formación de la clase obrera. Sin embargo, en contraste con EEUU esta idea de los “cabecitas negros” en un nuestro país, generó, en un primer momento, una identificación y autoreconocimiento de la clase obrera contra las clases dominantes, diferente a la norteamericana que dividió entre trabajadores “negros” y “blancos”, haciendoles creer a estos últimos, que su pertenencia e intereses eran más cercanos a los de la burguesía blanca que con sus hermanos de otras comunidades.
También, hay una diferencia cualitativa importante entre el Estado argentino y el norteamericano, que sancionó un semi apartheid con las denominadas leyes Jim Crow [3]. La conquista de los derechos civiles, significó la igualdad ante la ley pero no ante la vida. Ni la pobreza basada en el racismo, ni los levantamientos de la comunidad afroamericana se han detenido en la historia norteamericana hasta la actualidad. En EE.UU., el problema de la raza tiene raíces mucho más profundas y más firmemente enredadas en la lucha de clases.
Ahora bien, con la ofensiva neoliberal, el racismo en Argentina [4] tomó algunos rasgos de mayor similitud con el norteamericano, en el sentido de fomentar una división intraclase. Para esto se basó en la inmigración de trabajadores de los países limítrofes, ante su búsqueda de aumentar el “ejército de reserva” con el fin de bajar salarios. El “nuevo negro” pasó a ser el boliviano, el paraguayo, el peruano pero también tuvo una connotación más política (el planero) y territorial (el villero), sin importar si esto tenía alguna coincidencia con la realidad étnica. Este neorracismo se encuentra más ligado al odio al pobre que a la raza. Como dijimos al principio, el racismo es un producto histórico. Por esto, su evolución se encuentra ligada al desarrollo de la lucha de clases. El futuro de ésta dependerá también de superar las divisiones artificiales que impone la burguesía y su sistema ideológico.
En otra palabras, más allá de las diferencias, vale destacar que el aspecto que unifica ambos tipos de racismo y de discriminación (diferencias de nacionalidades, etnias y cultura) es su utilización por parte de las clases dominantes para dividir a la clase trabajadora y explotarla mejor, esto es un rasgo común de la burguesía de nuestro país y de las del resto del mundo. Este aspecto, que está en lo profundo de los abusos policiales basados en la discriminación y el racismo no es cuestionado por los derechistas -algo obvio-, ni por los “progres”, que asumen esos problemas desvinculados de su aspecto clasista.
Soplan nuevos vientos
Es innegable que un avance en la lucha de la comunidad afroamericana, acompañado del resto de los sectores oprimidos y de la clase obrera, contra el estado norteamericano, dejaría a los trabajadores del resto del mundo en mejores condiciones para terminar con toda forma de racismo y explotación. Debemos recordar que los europeos blancos no miraron igual a sus esclavos en las colonias luego de la Revolución Haitiana. En sus ojos ya no se expresaba sólo la soberbia y el racismo, sino también el miedo a un levantamiento de clase. Todo aquel que genuinamente busque terminar con el racismo y la violencia policial, debe reconocer la importancia de lo que está ocurriendo en EE.UU.
Si el año pasado vivimos un reverdecer de la lucha de clases alrededor del globo (Chile, Francia Hong Kong), las contradicciones políticas aceleradas por la crisis sanitaria y económica actuales, han desarrollado uno de los fenómenos más importantes de los últimos años: la rebelión masiva antirracista en el corazón del sistema capitalista. La conjunción del racismo en EE.UU. con la crisis económica catalizada por el COVID-19, ha desatado una rebelión política en todos los estados, en la cual no solo participa la comunidad afroamericana sino que ha extendido la simpatía y el activismo a otros sectores de la población, suscitando un extendido apoyo entre la juventud. Aunque es temprano para hablar de los alcances que tendrá, es evidente que la magnitud de la crisis política en Norteamérica no será un episodio que la burguesía pueda ocultar fácilmente en los libros de historia.
En pos de fomentar esta reflexión en torno a la relación entre racismo y lucha de clases y sus potencialidades para comprender e intervenir en las luchas actuales, presentamos este nuevo suplemento de Ideas desde la Universidad. |