La disponibilidad de divisas es un problema crítico para el funcionamiento de la economía argentina. La estructura productiva está configurada en todas las ramas de tal forma que la mayor parte de los sectores, sobre todo de la industria, requieren para funcionar un alto porcentaje de componentes importados. La dependencia de insumos importados existió desde los comienzos del desarrollo industrial del capitalismo dependiente argentino, y siempre operó como un freno para la producción, dado que por cada punto porcentual de aumento del producto las compras al exterior crecen por encima de ese 1 %; pero se agravó en los ‘90 como resultado combinado de la destrucción de numerosas cadenas de proveedores por el esquema económico imperante y por la reconfiguración de cadenas globales o regionales de valor que reemplazaron proveedores locales por otros extranjeros, como es el caso paradigmático de la industria automotriz. Desde entonces los rasgos del aparato productivo se mantuvieron sin cambios sustanciales; durante los primeros años después de la salida de la convertibilidad creció la industria en participación en el PBI pero con la misma estructura desarticulada heredada. El “cambio estructural” del que hablaron los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández no se verificó en los hechos.
Pero la demanda de divisas para la producción quedó sobrepasada en las últimas décadas por la captación de divisas que realizan los acreedores de la deuda pública y el comportamiento de los grandes empresarios, ya sea locales o extranjeros, de casi todos los sectores de la producción o servicios, que se vienen caracterizando por convertir en dólares y girar al exterior buena parte de las utilidades que obtienen por sus operaciones en el país, restando así los recursos disponibles para la inversión en ampliar la capacidad productiva. Los servicios de la deuda en moneda extranjera, la remisión de utilidades de las empresas multinacionales al exterior, y la fuga de capitales se han vuelto una carga cada vez más pesada sobre la economía nacional, que excepto en momentos excepcionalmente favorables para la exportación del país como fue con altibajos el período 2003-2013, no puede sostenerse con los dólares que entran de la exportación.
Pero determinar de manera racional el destino de los dólares del comercio, de acuerdo a un plan que tenga que ver realmente con las necesidades fundamentales de la sociedad y no con el lucro privado, y evitar cualquier maniobra de fraude o especulación con la liquidación de divisas de la exportación, es elemental para evitar los recurrentes trastornos económicos. Tanto como lo es poner fin a la sangría de recursos que imponen los acreedores, especuladores, las firmas imperialistas y la gran burguesía “nacional”.
El monopolio privado del comercio exterior
Hoy existe un monopolio privado del comercio exterior, que consiste en unas pocas decenas de empresas que concentran entre la mitad y dos tercios de las exportaciones del país. Son las comercializadoras de cereales y derivados, petroleras y mineras, y en el sector manufacturero algunas grandes firmas de la agroindustria, las automotrices, el aluminio y otros metales. En este reducido grupo encontramos algunas de las principales empresas imperialistas que actúan en el país junto a grupos económicos locales como Aluar o Techint. A diferencia de lo que ocurre con la economía nacional tomada como un todo, este sector de grandes firmas registra de manera habitual holgados superávit en su balanza comercial. Como observan Andrés Wainer y Paula Belloni:
Estos actores, en tanto grandes proveedores de divisas, cuentan con un importante poder de veto, por ejemplo, poniendo límites objetivos a la capacidad que tiene el Estado de apropiar renta y/o modificar los parámetros del comercio exterior. Y, por el tipo de sectores en los que se encuentran insertos, se caracterizan por no reinvertir sus ganancias en la esfera productiva y enviarla al exterior en forma de remisión de utilidades o fuga de capitales [1].
El “poder de veto” del que hablan los autores se manifiesta de múltiples maneras. Con el desarrollo de cadenas de valor globales, en las cuales la Argentina solo tiene una integración significativa en el caso del sector agroalimentario, el automotriz (en las etapas finales orientadas para la venta en el Mercosur y otros países de América Latina y solo excepcionalmente en la producción de componentes de cierta importancia para proveer mundialmente como son las cajas de cambio que fabrica en el país Volkswagen para proveer a varias de sus plantas en el mundo) y algunos pocos más, las multinacionales realizan un comercio administrado entre sus filiales. A través de las operaciones intra-firma ubicadas en distintos países, estas trasnacionales se han especializado en el manejo de los precios de transferencia, que les permiten aumentar los costos en las jurisdicciones de alta tributación y transferir las utilidades a las casas matrices, muchas veces a través de guaridas fiscales, las cuales ofrecen el beneficio de tener bajas o nulas tasas imponibles y un elevado nivel de secretismo. Con maniobras opacas de este tipo es como estas firmas terminan imputando el grueso de las utilidades en las filiales localizadas en los paraísos fiscales (donde no se produce nada y sin embargo son sede de grandes firmas industriales, como es el caso de Techint argentina, con sede social en… Luxemburgo), eluden impuestos por sumas multimillonarias. Los mecanismos exceden desde ya lo comercial, los créditos entre filiales también pueden permitir encubrir giros de ganancias hacia países con menor presión impositiva a los fines de reducir los pagos de impuestos. Son el tipo de mecanismos que se desarrollan en la Argentina cada vez que se aplican restricciones a las operaciones cambiarias, para saltearlas. En todos los casos, apropiación de este recurso escaso que son los dólares y escape al pago de impuestos van de la mano.
Las consecuencias de este “monopolio privado” del comercio exterior también son una vía para agujerear el control de las operaciones de compra-venta de divisas. Ocurre que los grandes vendedores al exterior son muchas veces también los grandes compradores. Como informó el periodista Alejandro Bercovich, del cruce de datos entre Aduana y el Banco Central se puso de manifiesto que en solo dos meses (abril-mayo) de este año, las importaciones fueron de USD 5.800 millones, pero los importadores accedieron a divisas por U$S 7.500 millones; una diferencia fenomenal de 30 %. O estamos ante la habitual sobrefacturación de importaciones o ante una declaración de operaciones no concretadas para obtener divisas. Es decir, que vemos un aprovechamiento de los canales legales para la compra de dólares para inmovilizar, léase atesorar, dólares, a la espera de algún ajuste del tipo de cambio o para volcarlos provechosamente a la venta en los canales paralelos. Ante tamaña evidencia de defraudación, la respuesta de las autoridades no pasó por exigir una devolución de dólares; apenas si apretaron un poco más el torniquete para acceder a divisas, algo que por estos días el titular del Banco Central, Miguel Pesce, está evaluando nuevamente relajar, ante los reclamos de los importadores.
Un 40 % del comercio exterior de la Argentina corresponde al comercio de cereales y oleaginosas con sus derivados, y un 25 % es el complejo sojero. En la campaña anterior 2018/19 los cinco principales exportadores de granos y subproductos del agro concentraron el 57 % de las ventas totales al exterior. Las multinacionales Cofco, Cargill, ADM-Toepfer, Bunge, y la argentina Aceitera General Deheza (AGD) fueron las 5 empresas que lideraron las exportaciones de granos y derivados, con una participación del 14, 12, 11, 10 y 9 %, respectivamente. Vicentin se ubicó en un sexto lugar con casi el mismo volumen que AGD. Situaciones semejantes se observan en el resto de las exportaciones argentinas, donde multinacionales mineras y automotrices ocupan posiciones líderes.
La privatización del comercio exterior se agravó desde la década de 1990, cuando algunas empresas extendieron su control en la logística de los despachos al exterior. Las cerealeras manejan sus propios puertos, desde que estos fueran privatizados. Sobre el río Paraná tienen sus puertos Cargill, Bunge, AGD, Vicentín, Dreyfus, Toepfer (Alemania), Molinos Río de La Plata y Nidera. Cargill posee una flota propia y opera la Terminal 6 de Puerto San Martín. En condiciones similares se encuentra Bunge.
Con todo este complejo entramado operando a escala internacional y priorizando sus oportunidades de negocios y sin que entre ni mínimamente en sus consideraciones el requerimiento de divisas de la economía argentina, nada podría ser más ilusorio que la idea de que haciéndose cargo de Vicentin, una empresa vaciada y quebrada, para operar a través de ella en el comercio de granos, alcanzará para hacer un “mini IAPI” y poner en caja a todos estos jugadores.
Sustraer el manejo del comercio exterior de los caprichos de estos conglomerados capitalistas es una medida elemental de autodefensa nacional ante los vaivenes económicos globales y la rapacidad imperialista. Las decisiones de compras y ventas, resolver qué necesita importar el país y qué no, qué se puede exportar sin desabastecer a la población, son decisiones que no pueden quedar en manos de un puñado de capitalistas. Por eso una medida fundamental para terminar con el recurrente estrangulamiento de divisas es imponer la estatización de este comercio exterior; siendo el Estado quien centralice las compras y ventas al exterior y determine la oportunidad de realizarlas.
Una medida con historia
En los países dependientes y semicoloniales la necesidad de defenderse del ahogo del imperialismo ha llevado incluso a gobiernos burgueses a avanzar hacia la nacionalización parcial del comercio exterior en determinadas circunstancias. Un ejemplo es Perón en su primer gobierno, con el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI). Creado en mayo de 1946 apoyado en el antecedente de la Junta Nacional de Granos que existía desde la década anterior [2], tuvo varias funciones: comerciales; financieras; de regulación del mercado interno; promoción y fomento; abastecimiento de bienes importados, y ejecutora de subsidios para la provisión de algunos productos de consumo masivo [3].
En materia comercial, compraba a los productores los cereales para venderlos al exterior. En el caso de varios cereales (avena, cebada, centeno y maíz) solo adquiría los cupos necesarios a la exportación, dejando en manos privadas la comercialización del resto de la cosecha que iba dirigida al mercado interno. En el caso del trigo adquiría casi toda la producción, para exportar una parte y destinar otra /a la venta local para la molienda. Lo mismo ocurría con las oleaginosas, de las que adquiría todo el grano que luego entregaba por cupos a los industriales para que la procesaran. El aceite resultante del proceso era exportado también por el IAPI. Las exportaciones de carne, cueros, grasas y sebos también las realizaba el Instituto, previa compra en el mercado interno, aunque en proporciones diferentes según los años [4].
Esta nacionalización del comercio exterior implicó que el Estado tomara el manejo de las divisas de la exportación agropecuaria y se apropiara de la renta agraria. A diferencia de la década de 1930, cuando las Juntas de Granos establecían un precio sostén para beneficiar a los productores, el IAPI (que arrancó sus operaciones en un momento de elevados precios internacionales de los granos, a diferencia de la década poscrisis de 1929) fijaba un precio tope para el mercado interno. Luego vendía al exterior con una diferencia que llegó a ser del 50 %. Es decir que se apropiaba de una proporción importante de la renta agraria, como hoy hacen las retenciones, solo que en mayor medida.
Pero en 1949 las condiciones internacionales cambian: los precios agrícolas internacionales se deterioran como resultado de las abundantes cosechas en Europa, Canadá y EE. UU. La caída de ingresos aumentará la beligerancia de los ganaderos y agricultores, que desde los comienzos se opusieron al IAPI. Ante la nueva situación y los desplomes de la producción, modificará su operatoria y empezará a subsidiar a la producción rural, como hacían las Juntas en la década de 1930. La baja en los precios internacionales y el costo de los subsidios llevará a que “el IAPI decida ir privatizando paulatinamente el comercio frente al enorme déficit que debe financiar” [5]. Existirá hasta que el gobierno de facto que derrocó a Perón decrete su liquidación, pero con un rol cada vez más restringido y secundario.
Esto demuestra que cualquier nacionalización del comercio exterior debe ir acompañada de un avance sobre la gran propiedad terrateniente [6] y los entramados del “agropower”.
Un programa de conjunto
Un monopolio estatal del comercio exterior, para no terminar subsidiando a los grandes jugadores del agropower, debe ir de la mano de terminar con el parasitismo de la gran propiedad terrateniente. Esto permitiría administrar las divisas generadas por las exportaciones en función de las necesidades de una producción al servicio de las mayorías populares y no de las ganancias de unos pocos. Es clave para administrar las importaciones priorizando la adquisición de lo necesario para el funcionamiento productivo y la atención de las necesidades de la población.
La Argentina parte hoy de una estructura productiva profundamente desarticulada; la mayor parte de los sectores productivos que deberían ser de interés para impulsar su desarrollo porque impactan sobre el desenvolvimiento de toda la economía y/o contribuyen a elevar la calidad de vida, requieren inversiones que solo pueden llevarse a cabo si contamos con capacidad para importar medios de producción e insumos que el país no produce. El monopolio estatal del comercio exterior, unido al establecimiento de la propiedad pública de resortes productivos fundamentales que hoy están en manos de empresas imperialistas o grandes grupos nacionales para que sean gestionados por los trabajadores que diariamente los ponen en funcionamiento, permitirá definir cuáles son las prioridades del intercambio comercial, qué importaciones se puede y conviene apostar a sustituir por producción local, y en qué casos esto resulta menos viable, al menos en lo inmediato.
La fuga de capitales, los onerosos pagos de la deuda, las remesas de ganancias de las empresas multinacionales que operan en el país a sus casas matrices, y la renta agraria, muestran que el problema no es la falta de recursos potencialmente disponibles para realizar las inversiones más urgentes que permitan elevar el desarrollo de las fuerzas productivas. El problema está en cómo los actores que concentran la apropiación del excedente, hacen uso de él.
La “restricción” fundamental que explica el atraso y decadencia tiene un carácter de clase: es el resultado del gobierno de una burguesía integrada por mil lazos al imperialismo. Si cortamos con el vaciamiento nacional que producen los acreedores de la deuda, las grandes empresas y el agropower, imponiendo a través del monopolio del comercio exterior y un sistema financiero nacionalizado, terminando con el lucro que hacen los grandes bancos de la bancarrota nacional, se pueden asegurar los recursos para incrementar la capacidad de crear riqueza, para destinarse a mejorar o desarrollar las infraestructuras fundamentales, a la construcción de viviendas, escuelas, hospitales, a la modernización de los transportes, y a garantizar el acceso a la cultura y el esparcimiento.
Te puede interesar: Los negocios non sanctos de Vicentin |