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La Izquierda Diario
12 de julio de 2020 Twitter Faceboock

SEMANARIO IDEAS DE IZQUIERDA
[Revolución francesa] De los ecos de la Marsellesa al grito de la revolución permanente
Paula Schaller | Licenciada en Historia
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Una suerte de mito de amplia aceptación entre historiadores cuenta que el filósofo alemán Immanuel Kant, de quien se dice que era tan puntual que los habitantes de Koenigsberg (capital de Prusia Oriental) ajustaban sus relojes en función del suyo, atrasó su regular paseo vespertino cuando recibió la noticia de la toma de la Bastilla, y toda la ciudad supo que había sucedido un acontecimiento trascendental. Real o no, en cualquier caso la anécdota funcionó como articuladora de una potente imagen histórica: la Revolución francesa hizo saltar el tiempo histórico, y su alcance fue mundial. Desde que el 14 de julio de 1789 una insurrección del pueblo parisino tomara la Bastilla, símbolo de la represión absolutista, y con más fuerza desde el regicidio de Luis XVI, el viejo mundo feudal comenzó a resquebrajarse, iniciando un ciclo histórico que derivó en el encumbramiento de la moderna sociedad burguesa. Considerada por sus contemporáneos y sus herederos como la Gran Revolución, legó el himno de lucha para los oprimidos del mundo –como lo fueron las estrofas de la “Marsellesa” hasta su sustitución por las de la Internacional–, y proporcionó el espejo comparativo de la lucha revolucionaria subsiguiente, cuya dinámica social y política sería incapaz de reiterarla. Es que mientras más asentada estuvo la sociedad moderna, la lucha ya no opuso a la nación en su conjunto bajo dirección revolucionaria burguesa contra las fuerzas sociales del antiguo orden sino, cada vez más abiertamente, a las clases sociales modernas entre sí. A continuación, analizaremos porqué la Revolución francesa fue, por los mismos motivos, el modelo arquetípico de la revolución burguesa clásica y el punto más alto de una juventud revolucionaria que la burguesía ya no podría volver a retomar.

Las contradicciones del Antiguo Régimen

Está claro que aunque la Revolución francesa no fue un fenómeno aislado sino parte de un ciclo más general que incluyó revoluciones precedentes [1], fue mucho más fundamental que cualquiera de sus contemporáneas y contribuyó decisivamente a generar los cimientos de un orden nuevo. Como ninguna otra revolución hasta entonces, suscitó movimientos a favor y en contra de los principios que enarboló, proporcionando el programa de los partidos liberales moderados, radicales y democráticos en todo el orbe.

Por empezar, explica su magnitud la propia gravitación de Francia en el siglo XVIII: para el momento de la revolución, 1 de cada 5 europeos eran habitantes del reino francés, el más populoso de los Estados europeos si exceptuamos el Imperio ruso. Organizada estamentalmente, de sus aproximadamente 25 millones de habitantes, cerca de un 96 % pertenecía al Tercer Estado o estado llano. Este estaba compuesto de un amplio y heterogéneo conglomerado social que iba desde el campesinado (cera de un 85 % de la población), artesanos, pobres urbanos, pequeños, medianos y grandes burgueses comerciantes, etc., que de conjunto compartían su condición legal de no privilegiados: solventaban toda la carga impositiva de la monarquía y el sostenimiento del clero y la nobleza, el restante 3 % se la sociedad. Desde el siglo XVIII el reino francés experimentó un desarrollo que lo posicionó como el mayor competidor de Gran Bretaña por la hegemonía europea, pero a diferencia de aquella, su política exterior no estaba determinada por los intereses de la expansión capitalista, que estaba constreñida por relaciones sociales feudales y por una monarquía absoluta que contenía el ascenso de las diversas capas burguesas. El “exclusivismo nobiliario” característico del Antiguo Régimen francés fue un factor central en la dinámica de la revolución. La nobleza, cuya autonomía política propia de los siglos anteriores había sido minada por la centralización política operada por la monarquía absoluta, se aferraba con uñas y dientes a sus privilegios fiscales y al exclusivismo en el acceso a los cargos estatales. El Ejército, la Iglesia y la alta administración del reino permanecieron cerrados a una burguesía que en no pocos casos ostentaba más riqueza que muchos de los nobles que la desplazaban por su condición de origen. La persistencia de los privilegios de sangre era incompatible con el ascenso de la burguesía, cuyos intelectuales enarbolaban el principio de la igualdad jurídica. Tan profundo fue el exclusivismo nobiliario que a lo largo del siglo XVIII la nobleza minó permanentemente el absolutismo real rechazando toda tentativa de modernización y reforma fiscal [2]. En ningún otro reino europeo la contradicción entre su desarrollo económico y su estructura social y superestructura política era tan aguda como en Francia. Esto explica en buena medida la dinámica de la revolución.

Una revolución antifeudal de masas

Eric Hobsbawm señala que de todas las revoluciones que la precedieron, “fue la única revolución social de masas, e inconmensurablemente más radical que cualquier otro levantamiento” [3]. Fue la revolución de un amplio y heterogéneo bloque social que aglutinó al conjunto de los elementos plebeyos bajo dirección de diversas capas burguesas, cuya sucesión a la cabeza del proceso marcó las distintas fases de radicalización del mismo. En el mismo sentido, Albert Soboul plantea que la característica esencial de la Revolución francesa, “el episodio más clamoroso, por su violencia, de las luchas de clase que llevaron a la burguesía al poder” [4], fue la de haber logrado la unidad nacional mediante la destrucción del régimen señorial y las órdenes feudales privilegiadas. La revolución tuvo un carácter rural y urbano y su fuerza motriz fue la masa de productores directos, el artesanado –y las diversas categorías de trabajadores manuales y pobres urbanos– y el campesinado, la abrumadora mayoría social.

Resulta imposible entender la profundidad de la revuelta antifeudal de masas en Francia sin detenerse en el peso que suponía la feudalidad para el campesinado. Si bien para el momento en que se produjo la revolución la servidumbre subsistía en pocas regiones y el campesinado era mayoritariamente libre y pequeño propietario, las relaciones feudales de producción persistían a través de los canones (impuestos sobre la tierra que el campesino debía pagar a la nobleza, que para el momento de la revolución contabilizaban unos 300) y los diezmos eclesiásticos que, pagados en especie, en tiempos de crisis y hambre como el que precedió al estallido revolucionario, se obtenían directamente a expensas de la subsistencia campesina. La estructura feudal sustentada en el sistema de canones y diezmos fue central a la hora de impedir al campesinado disponer libremente del fruto de su trabajo. El excedente productivo era absorbido por la nobleza, que detraía un tercio del conjunto de la renta agraria francesa. Bajo esas condiciones, el odio anti aristocrático operó como factor unificador de la intervención de la comuna campesina –que ya expresaba una diferenciación social interna– en el proceso de la revolución.

El imposible pacto con el rey

La convocatoria por parte de la monarquía a los Estados Generales [5] en mayo de 1789, en un intento de canalizar la situación de crisis, dio un marco para la expresión política de esa alianza con la rebelión del Tercer Estado y su autoconvocatoria en Asamblea Nacional [6] para proclamar una constitución. Esto estuvo acompañado por la entrada en acción de las masas parisinas que empujaron hacia adelante el proceso a partir de la toma de la Bastilla para la conquista de armamento, proceso que la burguesía trató de encauzar bajo la creación de la milicia burguesa, pronto llamada Guardia Nacional, que al comienzo estuvo limitada a los propietarios (que dispusieran de renta, negocios o inmuebles que defender). La misma espontaneidad revolucionaria de las masas llevó a una reorganización desde abajo que destruyó la arquitectura social e institucional del Antiguo Régimen, suspendiendo la percepción de impuestos, reorganizando el país bajo la creación de municipios y dividiendo París en secciones que fueron un canal para la expresión y deliberación política de las capas populares.

Desde el comienzo se reveló una dialéctica contradictoria entre la dirección inicial de la gran burguesía que buscaba contener el proceso y la irrupción política de los plebeyos. A la primera etapa de la revolución –de 1789 a 1792– que liquidó el feudalismo estableciendo la libertad de comercio, la igualdad ante la ley (fueron abolidos el privilegio fiscal, el vasallaje, así como los derechos señoriales y la servidumbre campesina –con paga a los nobles–) y la constitución civil del clero, le correspondió una dirección burguesa moderada de la media y gran burguesía comercial que sostuvo el pacto con la monarquía, la nobleza y el alto clero, el llamado “partido de la Corte”. Su programa fue el de la monarquía constitucional y su objetivo el sostenimiento de las conquistas obtenidas apostando al restablecimiento del orden social. Buscando explicar el proceso revolucionario ruso por analogía –y diferenciación– con el francés, Trotsky analiza que en la Revolución francesa se produjo una dualidad de poder típica de los procesos revolucionarios, que en cada etapa reveló la disputa entre diversas clases o fracciones de clase:

En la gran Revolución francesa, la Asamblea Constituyente, cuya espina dorsal eran los elementos del “Tercer Estado”, concentra en sus manos el poder, aunque sin despojar al rey de todas sus prerrogativas. El período de la Asamblea Constituyente es un período característico de la dualidad de poderes, que termina con la fuga del rey a Varennes y no se liquida formalmente hasta la instauración de la República. La primera Constitución francesa (1791), basada en la ficción de la independencia completa de los poderes legislativo y ejecutivo, ocultaba en realidad, o se esforzaba en ocultar al pueblo, la dualidad de poderes reinante: de un lado, la burguesía, atrincherada definitivamente en la Asamblea Nacional, después de la toma de la Bastilla por el pueblo; del otro, la vieja monarquía, que se apoyaba aún en la aristocracia, el clero, la burocracia y la casta militar, sin hablar ya de las esperanzas en una intervención extranjera. Este régimen contradictorio albergaba la simiente de su inevitable derrumbamiento. En este atolladero no había más salida que destruir la representación burguesa poniendo a contribución las fuerzas de la reacción europea, o llevar a la guillotina al rey y a la monarquía [7].

Hacia la democracia plebeya

La persistencia monárquica en conspirar con la aristocracia y la reacción absolutista extranjera que emprendió la guerra contra la Francia revolucionaria [8] aceleró el proceso, impidiendo la vía del pacto que buscaba la gran burguesía y radicalizando la revolución. La dinámica de dualidad de poderes, donde el rey ejercía continuamente su derecho de veto obstaculizando la tarea legislativa de la Asamblea (mientras conspiraba a favor de la guerra), se desarrolló bajo una nueva forma desde la insurrección de las masas parisinas que en agosto de 1792 asaltaron el palacio de las Tullerías contra la conspiración monárquica. En este momento se popularizó la “Marsellesa”, himno de la guerra revolucionaria que se hizo conocido porque lo entonaban los representantes de Marsella que participaron en la insurrección. Dijo Trotsky sobre esta irrupción popular:

¡Qué espectáculo más maravilloso –y al mismo tiempo más bajamente calumniado– el de los esfuerzos de los sectores plebeyos para alzarse del subsuelo y de las catacumbas sociales y entrar en la palestra, vedada para ellos, en que aquellos hombres de peluca y calzón corto decidían de los destinos de la nación! Parecía que los mismos cimientos, pisoteados por la burguesía ilustrada, se arrimaban y se movían, que surgían cabezas humanas de aquella masa informe, que se tendían hacia arriba con las manos encallecidas y se percibían voces roncas, pero valientes. Los barrios de París, ciudadelas de la revolución, conquistaban su propia vida, eran reconocidos y se transformaban en secciones. Pero invariablemente rompían las barreras de la legalidad y recibían una avalancha de sangre fresca desde abajo, abriendo el paso en sus filas, contra la ley, a los pobres, a los privados de todo derecho, a los sans-culottes. Al mismo tiempo, los municipios rurales se convierten en manto del levantamiento campesino contra la legalidad burguesa protectora de la propiedad feudal. Y así, bajo los pies de la segunda nación, se levanta la tercera [9].

La burguesía, que inicialmente no había deseado la ruina de la aristocracia, tuvo que proseguir hasta el fin la destrucción del orden antiguo, presionada por la contrarrevolución y la guerra, aliándose con las masas urbanas y rurales. Las masas parisinas revolucionaron las asambleas de sección e ingresaron masivamente a la Guardia Nacional, ampliando y popularizando su base social. Como síntoma del nuevo estado de ánimo político de las masas, la sección parisina de la Butte des moulins emitió una declaración diciendo “Mientras la patria esté en peligro el soberano (el pueblo) debe estar a la cabeza de los ejércitos, a la cabeza de los negocios, en todas partes” [10]. Irrumpió así la democracia popular, la “democracia revolucionaria de las ciudades” les dirá Trotsky [11], que empujó hacia adelante la revolución y al gobierno de la Convención Nacional, asamblea electa que concentró las funciones legislativas y ejecutivas.

Luego de una etapa inicial de disputa con el sector liberal moderado de la burguesía portuaria expresado en el Partido de la Gironda, se impuso el ala radicalizada de la pequeño-burguesía expresada en los jacobinos con Maximilien Robespierre y Jacques Danton [12] a la cabeza. A esta etapa le correspondió el regicidio de Luis XVI y la sanción de la constitución republicana de 1793 –basada en el sufragio universal masculino–, la más avanzada de la época. Su fuerza motriz fueron los sans culottes, pobres y trabajadores manuales urbanos, que actuaron bajo la dirección de la pequeño-burguesía urbana –al tiempo que la empujaron hacia adelante–, dando una perspectiva a la lucha que libraba el campesinado en el mundo rural. Dice Trotsky: “Durante cinco años, los campesinos franceses se sublevaron en todos los momentos críticos de la revolución, oponiéndose a un acomodamiento entre los propietarios feudales y propietarios burgueses. Los sans culottes de París, al derramar su sangre por la República, liberaron a los campesinos de las trabas del feudalismo […] los municipios rurales se convierten en manto del levantamiento campesino contra la legalidad burguesa protectora de la propiedad feudal” [13]. De la convención dominada por los jacobinos surgió el Comité de Salvación Pública en abril de 1793 –la dictadura jacobina– como organismo que centralizó las funciones de gobierno en el contexto de la leva en masa para la guerra revolucionaria contra la doble reacción interior y exterior. La alianza con las masas populares se expresó en las medidas jacobinas como la política de control general de precios para evitar el hambre, la abolición sin indemnización de todos los derechos feudales existentes, la confiscaron y venta de la tierra de los emigrados y la abolición de la esclavitud en las colonias francesas [14]. Esto último, que marcó un giro en relación a la política previa de la Asamblea Nacional, que había rechazado peticiones de los mulatos de Santo Domingo –actual Haití– reclamando igualdad de derechos políticos con los blancos, condicionada no solo por la radicalización del proceso francés sino por la propia lucha anticolonial antillana –que a su vez fue estimulada por aquel–. Pero la conquista de la libertad no dependió de ningún decreto francés [15] sino que sobrevino luego de una heroica rebelión, tras la cual en 1804 la Revolución haitiana se convertiría en la única rebelión de esclavos triunfante en toda la historia de la humanidad conquistando la independencia.

Pero la etapa más radical, popular y democrática de la revolución, la que expresó la “revolución dentro de la revolución”, se sustentaba en una alianza social contradictoria que revelaba que si la pequeño burguesía había aceptado una alianza social con los sans culottes, no había asumido sus objetivos sociales ni sus métodos políticos. Los jacobinos se apoyaban en las masas populares no propietarias (o con propiedad muy pequeña) y empalmaron con las necesidades y estado de ánimo de esas masas bajo las condiciones impuestas por la situación revolucionaria general. La planificación económica que exigían los sans culottes, cuyo ideario tendía al igualitarismo social, fue implantada bajo presión de las masas menos por concepción que por las necesidades que imponía la defensa nacional de alimentar, equipar y avituallar a la población en armas bajo las condiciones impuestas por el bloqueo y el sitio de Francia. Pero la contradicción terminó horadando la base popular de la dictadura jacobina, que finalmente cayó con el golpe de Estado del 9 termidor del nuevo calendario revolucionario (27 de julio de 1794), iniciando un proceso de reacción social y política (sobre la base de las conquistas centrales de la revolución) que, más adelante, derivó en el restablecimiento del imperio por parte de Napoleón Bonaparte.

Del jacobinismo burgués a la revolución permanente

La Revolución francesa fue una revolución burguesa porque posibilitó la destrucción del viejo orden económico-social, proclamó la libertad de empresa y de beneficios y barrió las trabas que constreñían el desarrollo capitalista. Su mecánica social –es decir, la relación entre su dirección, sus tareas y métodos–, fue burguesa por las tareas que llevó adelante (barrer las trabas feudales) y por su dirección política, que fue la de diversas capas burguesas, entre las cuales fueron la pequeña y mediana burguesía urbana las que asestaron los golpes decisivos al antiguo orden. Es claro que la burguesía conquistó la realización de las tareas necesarias para el desarrollo burgués de manera revolucionaria, jacobina, dirigiendo una alianza revolucionaria con el artesanado, los pobres urbanos y el campesinado, que actuaron como la fuerza motriz del proceso. En este sentido, la revolución campesina y popular estaba en el centro de la revolución burguesa y la empujaba hacia adelante. La burguesía se puso a la cabeza de este “tercer Estado” y actuó como representante de los intereses del conjunto de la nación. En este sentido Trotsky plantea en su Resultados y perspectivas que: “La gran revolución francesa es, en efecto, una revolución nacional. Incluso más: aquí se manifiesta en su forma clásica la lucha mundial del orden social burgués por el dominio, el poder y la victoria indivisa dentro del marco nacional.” Y continúa:

El gigantesco esfuerzo que necesita la sociedad burguesa para arreglar cuentas radicalmente con los señores del pasado, solo puede ser conseguido, bien mediante la poderosa unidad de la nación entera que se subleva contra el despotismo feudal, bien mediante una evolución acelerada de la lucha de clases dentro de esta nación en vías de emancipación. El primer caso se dio entre 1789 y 1793; toda la energía nacional que se había ido acumulando en la tremenda resistencia contra el viejo orden, se volcó por completo en la lucha contra la reacción [16].

¿Por qué pudo ponerse a la cabeza de la nación y actuar como tribuna del “interés general”? En primer lugar, hay que señalar que aún en su “juventud histórica” la burguesía fue revolucionaria antes por necesidad que por elección. Se vio empujada a métodos radicales porque se reveló imposible el pacto con la nobleza y la monarquía que intentó inicialmente, sucediéndose en el poder fracciones burguesas cada vez más radicales en una dinámica de dualidad de poderes que empujó hacia adelante la dialéctica del proceso hasta 1794. Pero esencialmente, la burguesía logró ser la representante de los intereses universales porque dirigía a un bloque social que no podía desarrollar intereses sociales autónomos respecto a aquella. No había avanzado el proceso de diferenciación de clases como para que surgiera como actor con intereses autónomos su antagonista social directo, el proletariado. No existía un proletariado como tal, sino productores urbanos que por el estadio de la organización de la producción y el trabajo no estaban diferenciados socialmente (ni subjetivamente) de los pequeños-propietarios de los talleres. Esto hacía que fuese imposible la emergencia de los trabajadores o productores directos como actores políticamente independientes, y de hecho actuaron bajo el programa de la pequeño-burguesía, defendiendo la propiedad (con el ideal utópico de una nación de pequeños propietarios y tenderos).

Quienes plantearon tempranamente esta cuestión fueron los seguidores de Gracco Babeuf [17] con la conspiración de los iguales [18] que en 1795 lanzaron su “Manifiesto de los Plebeyos” donde decían: “Ya podemos afirmar que el pobre goza, como el rico, de igualdad común ante la ley; se trata de una simple seducción política. No es una igualdad mental lo que necesita el hombre que tiene hambre o pasa necesidades: disponía de esta igualdad en el estado natural”. Se asomaba el planteo de la abolición de la propiedad privada burguesa, pero con el límite de ausencia de una clase que pudiera expresar y realizar efectivamente ese programa.

La mecánica que se había expresado en la Revolución francesa se trasformó con el propio avance del capitalismo y su correspondiente proceso de diferenciación de clases, lo que quedó de manifiesto en la forma que adquirió la lucha de clases del siglo XIX. El proletariado ya sería un actor lo suficientemente importante en términos sociales como para espantar a la burguesía, que al decir de Marx “tendría a su enemigo no solo adelante sino también atrás” [19], y por esto se volvería temerosa y cobarde, pactista con la vieja nobleza. Mientras la burguesía negaba la reedición de una salida jacobina, la clase obrera era ya lo suficientemente significativa para irrumpir en el proceso con demandas propias, (“conquistando el terreno para luchar por su emancipación, pero no su emancipación misma”, dirá Marx [20]), pero era débil aún para hegemonizar la revolución y encaminarla a la edificación de un nuevo orden social. Como expresión simbólica de esta situación transitoria, el movimiento revolucionario europeo del siglo XIX siguió entonando la “Marsellesa” como grito de combate: burgueses republicanos, obreros o campesinos, todos la entonaban por igual. Así, los revolucionarios de la Comuna de París de 1871 murieron cantando el mismo himno que los soldados que los fusilaban.

Toda la actividad política y la elaboración teórico-política de Marx y Engels en esta atapa estuvo al servicio de dotar al proletariado de nuevas tácticas y un programa para la revolución bajo las nuevas condiciones que planteaba el desarrollo de la lucha de clases. En su célebre “Mensaje del Comité Central a la Liga de los Comunistas” de 1850, que partía del balance del ciclo revolucionario abierto en 1848, plantearon:

… nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta que sea descartada la dominación de las clases más o menos poderosas, hasta que el proletariado conquiste el poder del Estado, hasta que la asociación de los proletarios se desarrolle, y no solo en un país, sino en todos los países dominantes del mundo, en proporciones tales, que cese la competencia entre los proletarios de estos países, y hasta que por lo menos las fuerzas productivas decisivas estén concentradas en manos del proletariado. […] Su grito de guerra debe ser la revolución permanente [21].

Esbozan así una dinámica permanentista del proceso revolucionario (en el sentido del transcrecimiento de la revolución democrático-burguesa hacia revolución socialista bajo dirección de la clase obrera) que, aunque aún no podía desplegarse de conjunto por los límites que presentaba la época, ya marcaba la tendencia a la irrupción del proletariado en el proceso histórico de la revolución burguesa. Esa dinámica se rebelaría en la Comuna de París de 1871, se plantearía en la Revolución Rusa de 1905 y se consumaría en la Revolución Rusa de 1917, que resolvió la contradicción que dejaron planteadas las revoluciones precedentes, removiendo los resabios feudales y avanzando a establecer un gobierno de los consejos obreros y campesinos sobre la base de la expropiación de la propiedad burguesa. Inspirada en los ecos de la “Marsellesa”, pero bajo las nuevas condiciones político-sociales de la época imperialista, la clase obrera se reveló como la nueva portadora de las heroicas banderas de la revolución que la burguesía ya no podía reclamar para sí.

 
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