Esta semana, el impacto de la pandemia del COVID19 continuó creciendo en México, superando los 338 mil contagios y 38 mil muertos. El gobierno, en tanto, acelera la reapertura económica, pasando a semáforo naranja a más entidades del país, a pesar de las cifras de la pandemia y de que funcionarios de la OMS han alertado sobre las posibles consecuencias catastróficas de esta decisión.
No es difícil hallar qué es lo que está por detrás de la urgencia presidencial: las necesidades de las trasnacionales, y la intención de reactivar —vía el flamante T-MEC— la producción e intercambio transfronterizo, por presión del mismo Donald Trump.
Como se evidenció en la reunión con el presidente estadounidense, López Obrador apuesta todas las fichas al nuevo tratado para enfrentar la crisis económica y mantener buenas relaciones con el empresariado, cuyos principales “tiburones” —como Slim y Salinas Pliego— lo acompañaron a la Casa Blanca.
Pero esto no será una fácil empresa, considerando que la economía mexicana retrocederá al menos un 10% este año, y que todos los indicadores están en caída libre. El gobierno de AMLO entró a la crisis pandémica con altísimos niveles de aprobación (alrededor de un 70%), con un fuerte capital proveniente de las fuertes ilusiones populares, fortalecidas por la experiencia desastrosa que fueron los anteriores sexenios neoliberales.
Sin embargo, el COVID-19 y el desbarranque de la economía, aunado al mal manejo de la crisis sanitaria, llevaron a una caída relativa en su popularidad. Esto posibilitó el envalentonamiento de la oposición patronal de derecha que, encabezada por los gobernadores de los estados del bajío y el norte, empezó a preparar su camino para las elecciones intermedias del 2021.
Ante esta situación, el gobierno busca mejorar sus posiciones, considerando además que la situación actual podría llevar a que crezca el descontento social entre su propia base electoral, en particular entre millones de trabajadores y jóvenes que lo votaron en el 2018.
Para esto aprovecha el propio peso de la figura presidencial, que mantiene un protagonismo enorme, y lanza acciones mediáticas centradas en el llamado combate contra la corrupción. Esto mientras se recuesta en el imperialismo y en el empresariado, buscando que lo “ayude” a afrontar las consecuencias de la crisis. Por eso, así como concurrió presuroso a la cumbre con el poderoso vecino del norte y lo llamó “amigo”, apenas descendió del avión en la CDMX puso manos a la obra en esta verdadera operación política.
Lozoya, pieza clave del caballito de batalla “anticorrupción”
La detención en España del ex director de Pemex Emilio Lozoya, vinculado al caso Odebrecht, es uno de los casos testigos de la lucha “anticorrupción” del gobierno federal. Particularmente porque se trata de un ex alto funcionario, que tiene sobrados vínculos con la alta jerarquía de las pasadas administraciones del PRI y del PAN, la cual fue partícipe —y recibió sus correspondientes tajadas— en la gestión y aprobación de la reforma energética y sus leyes secundarias.
La extradición de Lozoya, tratado con guante de seda por el actual gobierno, fue precedida por la firma de una declaración, en la cual señala a quienes recibieron sobornos durante los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Esto estaría provocando un sonado nerviosismo en ciertos círculos políticos y económicos que se beneficiaron de los negocios al amparo del poder.
La acusación podría alcanzar también a varios gobernadores en funciones que hoy están enfrentados con el gobierno, como los de Durango, Aguascalientes, Querétaro, Baja California Sur y Tamaulipas. Y en momentos como éste aparece el fantasma de una acusación contra los dos últimos presidentes de México. Una carta que, aunque AMLO no utilice en aras de no salpicar la legitimidad de la institución presidencial ni polarizar más su sexenio, es en sí misma una verdadera espada de Damocles sobre aquellos.
Incluso, al calor de esto surgieron nuevos rumores. La posibilidad de que Miguel Osorio Chong, el otrora poderoso ex secretario de Gobernación de Enrique Peña Nieto, esté bajo los reflectores de una nueva investigación por enriquecimiento ilícito.
El gobierno pretende, sin duda, que el caso Lozoya (y los que vengan luego), fortalezca su imagen a los ojos de la población, retomando la bandera del llamado combate contra la corrupción. Esto se da en un momento económico y social donde necesita de hechos mediáticos y gestos políticos que jueguen a su favor. Y es en el mismo sentido que va el encarcelamiento de César Duarte en EE. UU. —un verdadero regalito de la Casa Blanca— cuya audiencia se pospuso recientemente.
En este intento de contrarrestar la pérdida relativa de popularidad, la Cuarta Transformación quiere también utilizar los nuevos hechos en torno a la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. No es casual que las declaraciones en torno a ello hayan sido el día anterior a la visita de AMLO a Washington, Planteando que, gracias a las nuevas investigaciones, se echó por tierra la “verdad histórica” de Peña Nieto. Sin embargo, ésta ya había sido denunciada y demostrada su falsedad por los padres de los estudiantes desaparecidos y por las movilizaciones multitudinarias que señalaron al Estado como responsable. Sin embargo, AMLO pretende presentar un éxito de la Fiscalía General de la República (FGR) contra la desprestigiada PGR de los gobiernos priístas y panistas.
Si todo esto busca como decimos fortalecer la imagen del presidente, a la par tanto el reanimamiento del combate contra la corrupción como la posibilidad de nuevas investigaciones, apuntan a poner a la defensiva a una oposición que había comenzado a levantar cabeza, encabezada por los gobernadores, fundamentalmente de militancia panista e “independiente”.
AMLO y los gobernadores: “limando asperezas”
Mientras se lanzaba la ofensiva “anticorrupción”, López Obrador visitó tres estados del país muy importantes: Jalisco, Guanajuato y Colima, gobernados por la oposición.
El caso de Jalisco es muy ilustrativo de sus intenciones. La figura del gobernador Enrique Alfaro (que llegó al gobierno de la mano de Movimiento Ciudadano, aunque luego se separó de ese partido) fue agrandándose en la escena nacional en los meses previos. Jefe de una de las entidades más importantes del país, acumuló polémicas y discusiones con AMLO, hasta llegar al cruce ocurrido en torno al asesinato de Giovanni López, cuando señaló al jefe del ejecutivo federal como responsable de una “operación desestabilizadora” en su contra. Ante eso AMLO pasó a la ofensiva, mostrando a Alfaro como un beligerante calumniador de la institución presidencial.
Alfaro buscaba, sin duda, crecer como el principal opositor nacional, lo cual era factible tanto por la crisis que arrastraban los partidos opositores, como por la preeminencia que habían tomado los gobernadores opositores. En un escenario donde el oficialismo es hegemónico en el Congreso de la Unión, son los gobiernos estatales la principal oposición. Ellos encabezaron la pugna con el gobierno federal, la cual inició con el asunto de los “superdelegados”, luego continuó con la cuestión del INSABI, y durante la pandemia escaló tanto frente al manejo de la misma y de la reapertura, como con el reparto de las participaciones fiscales. Esto se combinó con acusaciones de centralismo contra el presidente.
Ahora el gobierno federal busca limar asperezas, y mostrar una mayor sintonía entre su administración y los gobiernos estatales, al tiempo que busca aparecer más como estadista de altura. Alfaro, mientras sostuvo algunas de sus posiciones públicamente, reconoció sus “errores” y que “trabajará junto al gobierno federal”. La intención de AMLO parece la misma que ante el combate contra la corrupción: fortalecerse de cara a un escenario complejo de crisis económica y descontento obrero y popular.
A la par, las visitas a Guanajuato y Colima están vinculadas a mostrar un frente unido en materia de seguridad, ante el aumento de la actividad de los cárteles del “crimen organizado” en esos estados como en la Ciudad de México. Y en Colima, donde está el importante puerto de Manzanillo, AMLO anunció la utilización de las fuerzas armadas en el control de puertos y aduanas, con la justificación del combate al narco y el contrabando, lo cual es un nuevo avance en la militarización del país.
AMLO busca mostrar puntos de acuerdos y coincidencias con algunos de los gobernadores opositores para fortalecer la imagen del gobierno y la legitimidad del régimen político. A la par, utilizando el discurso de “las responsabilidades de los gobiernos están por encima de los intereses partidistas”, presiona a aquellos para contener los ataques contra su administración, que en la medida que se acerque el 2021 arreciarán.
Conservadores vs liberales
En este contexto es que López Obrador, ante la reciente declaración que 30 intelectuales de derecha publicaron en el periódico Reforma, puso el caso Lozoya como ejemplo del cambio que supone la Cuarta Transformación.
Encabezados por Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze, connotados conservadores ilustrados, y con la lamentable participación de un personaje como Javier Sicilia, acusaron al gobierno de autoritario y llamaron a conformar una amplia “alianza ciudadana”, para fortalecer un bloque opositor hacia el 2021, cuyo objetivo sea conquistar una mayoría legislativa. La intelectualidad conservadora buscó golpear sobre el gobierno, denunciando la concentración de poder en torno a la figura presidencial. Su argumento en pos del “balance de poderes” y la “democracia”, fue respondido por el gobierno, quien los acusó de complicidad con los fraudes electorales, y justificó a la Cuarta Transformación, en particular en torno a la lucha por desterrar al neoliberalismo.
En otros artículos de Ideas de Izquierda, realizamos una interpretación marxista del gobierno de AMLO y sus rasgos bonapartistas, distanciándonos tanto de los argumentos interesados de la derecha y sus intelectuales —los mismos que en décadas previas defendieron al represivo viejo régimen y su “alternancia democrática” favorecida por el imperialismo y la clase dominante— como de los intelectuales de la Cuarta Transformación. Estos últimos presentan al “nuevo régimen” como la superación de la vieja institucionalidad neoliberal. Pero las detenciones de funcionarios de las administraciones anteriores no significan, por sí solas, una ruptura con ese legado, más allá de que despierten justas simpatías en la población.
Como es sabido, tanto el priato como los gobiernos de la llamada “transición democrática” garantizaron los intereses de los grandes empresarios y las trasnacionales imperialistas. Sobre esos cimientos se erigió su política autoritaria y la militarización.
Frente a ese pasado, la retórica “progresista” que acompaña la lucha anticorrupción, y sus planes sociales, aunque implican cambios en la superficie respecto a los gobiernos anteriores, no pueden ocultar que hoy se mantiene un régimen político que administra los intereses de los grandes empresarios de México. Y que el gobierno actual, como se expresó en su reciente visita a Washington, sostiene el marco neoliberal que benefició a las trasnacionales estadounidenses durante décadas, mientras que da continuidad a la militarización del país.
Las aspiraciones de millones que depositaron sus ilusiones en López Obrador —que esperan un cambio sustancial en sus condiciones de vida y el fin de los atropellos de la llamada “clase política”— requieren, para ser realizadas de algo radicalmente distinto: que se cuestionen los cimientos económicos y sociales del neoliberalismo y la subordinación al imperialismo, que hoy se preservan.
Más allá de los choques existentes entre liberales y conservadores, esa perspectiva está ausente en los bandos en pugna. En esta “batalla”, las y los trabajadores no deben ser la base de maniobra sobre la que cada uno busca fortalecerse en el terreno electoral. Es fundamental ante eso una perspectiva independiente, tanto del gobierno como de los partidos de la derecha.
Es tarea de los trabajadores y la izquierda socialista ponerla en juego una perspectiva como la que planteamos antes. Eso requiere proponer una reorganización de la sociedad sobre nuevas bases y en interés de la clase trabajadora y las mayorías populares, organizadas de forma democrática y tomando en sus manos el conjunto de las decisiones económicas, políticas y sociales.
Lo cual implica trastocar de forma revolucionaria el orden existente, para acabar con la explotación y la opresión característica del capitalismo. Y romper con la subordinación al imperialismo, cuestionando todos los mecanismos de saqueo y expoliación como la deuda externa y la expoliación de los recursos energéticos y naturales. Una perspectiva de esa naturaleza necesita de poner en pie una herramienta política nueva: un gran partido, socialista, internacionalista y revolucionario de la clase obrera, y el conjunto de los explotados y oprimidos de México. |