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La Izquierda Diario
21 de julio de 2020 Twitter Faceboock

ESTADO NACIONAL Y RACISMO
El racismo: un legado inscripto en los cimientos del Estado nacional
Gabi Phyro

¿Argentina es un país racista? Y si hay racismo, ¿de dónde surge? En este artículo, exponemos algunas ideas para pensar el problema, haciendo foco en la relación entre la formación del Estado nacional y la construcción de un mito alrededor de la “identidad nacional”, basado en explicaciones racistas y xenófobas.

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Según algunos estudios realizados a principios del siglo XXI en el Área Metropolitana de Buenos Aires [1], un 5% de la población contaba con antepasados provenientes de África, y un 15% descendía de pueblos originarios que habitan o habitaron la región. Tomados a nivel nacional, estos datos ascienden a un 10% de la población con raíces afroamericanas y entre un 30% y 50% de la población con ascendencia indígena [2]. A su vez, en varias provincias del país, la ascendencia europea solo llega al 33% de la población. En toda Argentina se calcula que el 90% de la población no proviene de antepasados exclusivamente europeos y “blancos”, sino que es producto de una combinación de ascendencias.

Sin embargo, sigue predominando un discurso estatal, construido históricamente y trasladado al sentido común, según el cual “en Argentina no hay racismo porque no hay negros”. Esta idea se basa en una operación ideológica, construida a inicios del siglo XX, que enuncia una etnicidad nacional marcada por lo “diverso”, “multicultural”, a veces sintetizado en la expresión “crisol de razas”, que sería producto de la inmigración masiva a comienzos del siglo XX. Esta, habría dado lugar a una “mezcla” cuyo producto, extrañamente, sería un “prototipo argentino” predominantemente blanco y europeo. Como señala el historiador Ezequiel Adamovsky: “Esta idea no ponía fin al agresivo racismo del siglo XIX, que por el contrario continuó de manera velada. Es que la idea del crisol incluía una jerarquía racial oculta” [3].

Esta idea se sustenta, a su vez, en la percepción de que, a diferencia de otros países de América Latina, como Bolivia, Perú o Brasil, donde la construcción de la “nacionalidad” se basó en la formación de un relato sobre lo “mestizo” (Perú) o en el mito de la “democracia racial” (Brasil), en Argentina el proceso inmigratorio fue determinante en la composición social, negando la existencia de afroamericanos, indígenas y “mestizos”, que representaban mayoritariamente a los sectores populares, previamente a la formación de la clase obrera moderna.

Pese a todo, la persistencia de expresiones como “negro de mierda” (dirigidos a personas sin importar exclusivamente su color de piel y extendido a la expresión “negros de alma”), o la más cruda congruencia entre los porcentajes más pobres de la población y la pigmentación morena de la piel, hablan del “legado” de estas construcciones. El prototipo blanco, europeo y de “clase media”, no encaja con la realidad de una población mayormente obrera y de orígenes diversos.

En este artículo señalaremos dos momentos, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, en donde estos “mitos” se entrelazaron con la construcción del Estado nacional moderno al servicio de las clases dominantes locales y extranjeras.

Racismo y violencia estatal en los orígenes del Estado argentino

Es común que en la escuela se enseñe que somos los nietos o bisnietos de los que bajaron del barco entre 1890 y 1910, que en poco tiempo representaban, al menos en la ciudad de Buenos Aires, casi la mitad de la población. Y es probable que sea cierto. Pero también es cierto que antes de su llegada, y antes incluso de la existencia de algo llamado “Argentina”, en nuestro país regían los escalafones estamentarios implantados por la Corona española, donde la sociedad se dividía entre blancos europeos, blancos nacidos en suelo americano (bajo el ambiguo mote de “criollos”), mestizos, indígenas y negros. Esta división estamental no sólo dividía a las clases sociales “racialmente”, sino que determinaba un estatus jurídico dentro de la colonia. Nacer negro, indígena o mestizo, era equivalente a tener como único derecho el de ser explotado.

Si bien tras la independencia de España muchas de estas marcas estamentales se anularon formalmente, el Estado nacional y sus “elites” se constituyeron hacia fines del siglo XIX bajo la idea que la forma en que Argentina se podría insertar en el mercado mundial como productora de materias primas, debía estar acompañada por un proceso “civilizatorio”. Este proceso, enunciado, entre otros, por Domingo F. Sarmiento (pese a que no se puede equiparar su discurso directamente con el de Roca), encerraba un contenido racista y clasista. Esencialmente postulaba que la Argentina debía importar las “bondades civilizatorias” de la cultura europea y estadounidense. Es decir, la asunción de las tesis del liberalismo económico que se combinaba con la perspectiva de poblar el territorio con inmigrantes de tez blanca que sembraran la tierra y criaran el ganado, en tanto los habitantes originarios, los indígenas, los mestizos, e incluso los afroamericanos (asociados a los caudillos provinciales) eran un “obstáculo” para el progreso.

Quien aún es tenido como uno de los más encumbrados próceres nacionales y pese a ser uno de los primeros en plantear una política de educación pública masiva, decía en su obra Facundo que nada bueno podía venir de los indígenas americanos en tanto “se muestran incapaces, aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido”. En particular sobre la población quechua opinaba que se trataba de un pueblo “tan manso, tan dócil, tan sumiso, que no puede hacerse de él un ciudadano, sirviendo por el contrario, sin necesidad de esclavizarlo, para ayudar a despojar sus libertades a los blancos, sin odio y simplemente por pura obediencia” [4]. Ya en 1869, siendo Presidente de la República y escribiendo desde Buenos Aires, pese a haber dicho que los negros eran más “leales” que los indígenas, y por lo tanto más susceptibles de ser obedientes, los describe como un “niño que canta, ríe, baila y obedece. Dios lo dejó así, a medio crecimiento” [5].

Más allá del evidente racismo de sus frases, lo que nos interesa resaltar es que en Sarmiento se anticipa la operación que luego se extenderá a los pueblos originarios: el autor del Facundo aseveraba que por ese entonces (pese a que la evidencia empírica demuestra lo contrario), ya no existían afrodescendientes en Argentina, y que había que ir a Brasil para verlos en “su estado puro”. Es decir, avanzaba una operación de desconocimiento de la presencia de afroamericanos en la sociedad que luego se utilizó para hablar del “desierto” a la hora de referir a las tierras en las que habitaban en la Patagonia pueblos como los Mapuches, los Tehuelches, Los Onas, o en la región del noreste los Qom, los Ranqueles, los Guaraníes, los Comechingones, los Charrúas o los Macovíes.

El genocidio perpetrado en la llamada “campaña del desierto” al servicio de la constitución de un modelo agroexportador basado en la extensión de las tierras para el ganado y la agricultura, y de una minoría de terratenientes vinculados al poder estatal, fue justificado y perpetuado por los fundadores del Estado argentino. Así, Estanislao Zeballos, a quien David Viñas definió como uno de los “intelectuales orgánicos” de la generación del 80, escribía en su obra La conquista de 15 mil leguas (obra dedicada a los generales del ejército) que “una vez realizada la gloriosa batida en la llanura, acampadas en triunfo nuestras tropas sobre la margen del río Negro, sin enemigos a retaguardia, aquellos campos se verán libres de salvajes, y las estancias argentinas y de ingleses, que se acercan a Choele Choel, prosperarán tranquilas y seguras, sirviendo de base a nuestros centros de población y trabajo". Es decir, el proyecto “civilizatorio” consistía en llevar tranquilidad a los grandes terratenientes y al imperialismo británico respecto a que el Estado estaba dispuesto a ejercer, con justificaciones racistas, la aniquilación de los habitantes de las tierras que pretendían explotar. A su vez, según lo había dispuesto el propio Estado por Ley (la Ley N° 947 de 1878 llamada "Ley del Empréstito"), aquellos privados que contribuyesen con los gastos militares de la campaña, serían recompensados con títulos de tierras a cambio de los empréstitos. Es decir, una sinergia perfecta entre racismo y violencia estatal al servicio de las clases dominantes.

El favor de este proceso al desarrollo de las clases dominantes locales, vinculadas al capital inglés, se puede observar con claridad en el caso de la familia Anchorena, una de las más representativas de “los dueños de la tierra” en el país. Siete años antes de morir, Juan de Anchorena contaba con 24 fincas urbanas, casi todas ellas heredadas. Sin embargo, el fuerte de sus recursos estaba en la campaña, donde poseía más de 1.000.000 de hectáreas. De ese enorme patrimonio rural, unas 800.000 eran tierras que habían sido saqueadas a los indígenas por parte del Estado.

Las prácticas de muchos estancieros para “erradicar” a los indígenas una vez obtenidas sus tierras son expresión de la brutalidad de las clases dominantes: según algunos relatos, cuando no se los asesinaba a tiros sin siquiera preguntar, se envenenaba sus campos y sus asentamientos. El Ejército y los estancieros de origen inglés llegaban a pagar en libras por orejas y testículos de miembros de las comunidades.

Volviendo al relato de Zeballos, vale destacar que como parte de la justificación ideológica de ese proceso de exterminio, inauguró una serie de estereotipos racistas y clasistas que llegaron hasta nuestros días. La idea de que “incluso con la ayuda del Estado” y con “educación” los indígenas eran inmodificables, está presente en su obra: “La índole de estos indios es incorregible después de la pubertad, y aún los educados desde la infancia, una vez en los toldos, vuelven a ser indios”. Respecto de un cacique educado en la ciudad decía: “lo he hallado habitando el toldo primitivo, entregado al alcohol, al sensualismo y a la holgazanería: las tres grandes virtudes privadas, a cuyo culto se consagran con emulación los indios” [6].

Vagos, malentretenidos, dedicados al alcohol, fueron muchas de las justificaciones de jueces de paz, militares y alcaldes para encarcelar, enlistar, y obligar a trabajos forzosos tanto a “indios” como a “gauchos” que se negaban a entregar sus tierras, pidiéndoles títulos de propiedad. La primera parte del canónico Martín Fierro relata esta realidad y realiza una denuncia sobre las levas forzosas, que en la época de Bartolomé Mitre se extendieron para enlistar soldados hacia la Guerra del Paraguay.

No es casual entonces que Mitre, “el padre de la historiografía argentina” y también presidente Argentino, haya sido uno de los constructores de un pasado idílico según el cual, a diferencia de Mesoamérica o la región andina, el Río de la Plata habría sido poblado por europeos que no debieron someter a las poblaciones indígenas ni “mezclarse” con ellas, dando lugar a un inmigrante “verdaderamente civilizador”. Para el autor de la Historia de Belgrano: “Tres razas concurrieron […] al génesis físico y moral de la sociabilidad del Plata: la europea o caucasiana como parte activa, la indígena o americana como auxiliar y la etiópica como complemento. De su fusión resultó ese tipo original, en que la sangre europea ha prevalecido por su superioridad” [7]. Es decir, no se negaba la existencia de otros grupos sociales, pero se afirmaba que había predominado entre ellos el “blanco europeo”. Esta idea será determinante, tanto para negar una historia de los sectores populares durante el siglo XIX como para habilitar la construcción, repetida a inicios del siglo XX, de que en la “mezcla” de etnias y culturas, siempre termina predominando el prototipo “blanco-europeo”.

Es decir, ya a fines del siglo XIX está presente la idea de que el “progreso” (concepto importado del discurso “civilizatorio” del imperialismo y asimilado a la ubicación dependiente de Argentina en la estructura mundial), se emparentaba con “lo europeo” y “lo blanco”, mientras que el atraso y lo “bárbaro”, provenía de lo mestizo, lo indígena y lo negro. Si con el discurso “civilizatorio”, racistas como Cecil Rodhes al servicio de la corona británica, o Leopoldo II para su reinado en Bélgica, justificaban el genocidio de millones de africanos, las élites locales lo utilizaban para disciplinar a los sectores populares y asegurar el dominio del capital extranjero. Esta operación resultó fundamental en el proceso de desposesión de tierras en beneficio de los terratenientes (centralmente de la región pampeana y del litoral que “encajaban” con estos estereotipos), y de opresión sobre los sectores populares que años más tarde formarían la clase obrera moderna. La “riqueza”, en este relato de fines de siglo, no venía del trabajo, sino de la relación directa de los dueños de la tierra con el “desierto” y, a lo sumo, se hacía referencia a su propia iniciativa de fomentar el poblamiento de aquel “desierto” con inmigrantes europeos (preferentemente anglosajones).

Como se puede observar, este modelo racista, elitista y porteño-céntrico, construido desde las principales figuras que dominaron el Estado en aquellos años ( aunque con matices entre ellos fueron fundamentales los discursos de los presidentes Mitre, Sarmiento y Roca), fue profundamente funcional a un esquema de dominación en donde la alianza entre las clases dominantes locales y extranjeras fue usufructuaria de una desposesión masiva hacia los indígenas, mestizos y afrodescendientes, ubicándolos en una zona de “desconocimiento” o remitiéndose a un pasado ya inexistente con el fin de profundizar su explotación.

Las teorías racistas en los albores del siglo XX

Entre 1880 y 1914 unas 4.200.000 personas migraron a la Argentina. De ellos, unos 2 millones eran italianos, 1,4 millones de españoles, 170 mil franceses y unos 160 mil rusos. Se trató por lo general de una inmigración mayormente masculina, de jóvenes que provenían del sector agrícola y que fueron llegando el país de forma encadenada, por vínculos familiares, amistosos o contactos de trabajo. Solo una pequeña porción fue producto del “estímulo estatal”. Se suele mencionar también, que muchos de ellos, que pronto formaron parte del naciente proletariado moderno, lejos de “traer la civilización” esperada por los Sarmiento y los Alberdi, escapaban de Europa por sus afiliaciones socialistas, anarquistas y sindicalistas. Para las clases dominantes, este “aluvión” migratorio (como lo denominaron más tarde), por lo tanto, significó un doble desafío: el de disciplinarlo como mano de obra mansa, bajo estrictas leyes represivas, entre las que se destacaba la famosa “Ley de residencia” de 1902 o la de “Defensa Social” de 1910 [8], y el de “nacionalizarlos”, bajo una intensa política estatal para homogeneizar a aquella heterogénea masa alrededor de simbologías que le eran totalmente ajenas.

Habiendo constituido un Estado, el problema de la “identidad” se mantuvo presente como una inquietud de las elites dominantes. Entre los intelectuales de la aristocracia finisecular se presenta la necesidad de construir una identificación nacional bajo los preceptos morales de la aristocracia blanca que debía formular un “nuevo orden” social, reafirmando las jerarquías sociales, ahora frente a otros “blancos”. La decepción de Miguel Cané, descrita por Oscar Terán [9] , al constatar que la inmigración mentada por Alberdi y Sarmiento no trajo la “civilización” sino la “barbarie”, devino en un temor ante la degradación de las diferenciaciones sociales, una melancolía respecto de un pasado idílico, y un rechazo a la democracia como mecanismo igualitarista que sólo podría desarrollarse en el sentido de un desorden social. La idea en Miguel Cané, representativa de la generación intelectual de Buenos Aires en el cambio de siglo, de que la legitimidad de una forma de gobierno no provenía del número de individuos que lo apoyaban sino de la calidad de sus miembros, lo llevaron a postular un programa de formación de una nueva élite basada en un espíritu “universalista” que lograse cohesionar y homogeneizar, mediante la construcción de una nacionalidad común, el “desordenado paisaje” de inicios de siglo. Claro, esta élite era sobre todo blanca, aristocrática y masculina: a imagen y semejanza de las clases dominantes de su época.

De este modo, el discurso de “una argentina de puertas abiertas”, dio lugar a una xenofobia selectiva hacia “los malos extranjeros”, los obreros influidos por las ideas del anarquismo, enormemente acrecentada y fusionada con el antisemitismo después de la Revolución Rusa. Pero también dio lugar a una reinterpretación del pasado nacional, en donde las elites debían reafirmar su rol como constructores de la nación, aduciendo que esta se había consolidado previamente al proceso migratorio.

Claro que esto no podía significar a su vez la reivindicación ni de los indígenas ni de los negros. La operación en este sentido fue doble: por un lado se construyó la idea de que los blancos europeos provenientes de España en los siglos anteriores a la independencia, dieron fisonomía a la nación argentina. Luego de algunas décadas, el “crisol de razas” cedió paso a un fenotipo que “absorbió” y colocó en un lugar marginal a los indígenas y los negros, que según estas teorías, habrían pasado a ser minoritarios o directamente habrían desaparecido. Por otro lado, se construyó la imagen del “criollo”, mayormente vinculado al mestizaje, como “prototipo” nacional.

Este criollo, canonizado, entre otros, por Leopoldo Lugones en su coronación del Martín Fierro como poema nacional, tenía una particularidad: si bien expresaba un modelo “no blanco” de nacionalidad, este carecía, según Lugones, de realidad histórica. El gaucho criollo había desaparecido en la historia, ya no era posible encontrarlo. Su cultura y sus costumbres pervivían, pero ya no tenía realidad material. Esta había sido reemplazada, nuevamente, por un fenotipo blanco y europeo, en el cual había que distinguir a los migrantes “tumultuosos”. Es más, en su clásica conferencia de El Payador (dictada frente al presidente y sus ministros), Lugones reinventa al “héroe” (el gaucho), alejándolo de sus rasgos negativos y asociándolo a una tradición de pureza y nobleza, argumentado lazos de filiación con la cultura grecolatina. Es decir, incluso el criollo “mestizo”, aun habiendo dejado de existir, era reivindicado en tanto lejano descendiente de la tradición europea clásica.

Como señala Ezequiel Adamovsky [10], el pensamiento nacionalista elitista de aquella época, adoptó mayoritariamente esta postura: reivindicó lo criollo como “espíritu” pero negó la existencia de mestizaje en las clases populares de su época, filiándolos, a lo sumo, con una visión “hispanista”, en donde lo “positivo” de lo criollo provenía de los españoles, subvaluando cualquier aporte de otro origen.

Esta construcción, a su vez, estuvo atravesada por la inserción del positivismo y el “darwinismo social” en muchos escritores que fomentaron las teorías racistas de su época, tales como Ernesto Quesada, Ramos Mejía o el propio José Ingenieros en sus inicios. Basados en metáforas organicistas y biologicistas, varios de estos autores atribuyen los problemas nacionales al atraso proveniente del campo, pero particularmente de los caudillos, los gauchos y los indígenas. Así, en su artículo “La formación de una raza Argentina” de 1915, Ingenieros sostenía que a diferencia de Estados Unidos donde “la excelencia étnica y social de las razas blancas inmigradas” contaba con la ventaja de su no mestización con “las de color”, en América Latina, las “razas inferiores” (indígenas y negros) continuaron predominando. En el caso de Argentina, para Ingenieros, el resultado, sin embargo, no era tan negativo, ya que se había producido un fenómeno de “blanquemiento” ante la extinción de negros e indígenas.

Es decir, si bien no se trataba, como a fines de siglo XIX , de teorías racistas que apuntasen a realizar un ataque directo sobre las poblaciones indígenas, negras y mestizas, era una operación que, apoyándose en ese racismo, ubicaba a las elites de ese entonces como “verdaderos” herederos de un legado civilizado, blanco y europeo, ante los “malos extranjeros”: los obreros y obreras socialistas, anarquistas y comunistas que buscaban trastocar su orden social.

Una tradición que merece ser desterrada de raíz

En los últimos años, tanto en Argentina como en América Latina, los reclamos de las comunidades y pueblos originarios, ha cobrado un fuerte impulso. Varias de sus peleas históricas, producto de décadas de lucha bajo todos los gobiernos, han cobrado mayor visibilidad. Como resultado de esto, desde distintos sectores políticos e intelectuales, se ha retomado una reivindicación de los pueblos originarios, su historia y su cultura. Inicialmente, lo mismo comienza a suceder con los afroargentinos. Sin embargo, sobre todo las reivindicaciones estatales, como las realizadas por el kirchnerismo durante su gobierno, presentaron un carácter contradictorio: mientras se monumentalizó a figuras como Juana Azurduy o se cambió el nombre al “Día de la raza” (12 de octubre), durante esos gobiernos avanzó de forma acelerada la desposesión de tierras a los pueblos originarios en función de “la patria sojera” o del saqueo petrolero, reprimiendo y asesinando a miembros de las comunidades Qom y Mapuche, entre otras. Es decir, la “reivindicación” se circunscribió mayormente al terreno simbólico, de comunidades “idílicas” o pasadas, dejando a las poblaciones reales del presente en la misma marginalidad de siempre. Cuando excedió lo simbólico, como en los casos de las leyes que otorgaron derechos territoriales como la Ley N° 26.160, conquistadas por la lucha de las comunidades y por una relación de fuerzas lograda, estas carecieron de presupuesto y aplicación efectiva para la mayoría de las poblaciones indígenas.

Como hemos visto a lo largo de este artículo, entre fines de siglo XIX y comienzos del siglo XX, las clases dominantes locales construyeron, sobre justificaciones racistas, xenófobas y reproductoras del orden colonialista e imperialista, las bases legitimadoras de su dominación. Si bien, producto de años de luchas de los pueblos indígenas, muchas de estas operaciones ideológicas han sido denunciadas y abandonadas, la persistencia de la opresión sobre las comunidades originarias, del racismo, la xenofobia y la violencia policial, hablan de un legado que, si bien pudo haber sido cuestionado en su “forma”, poco se ha intentado revertir desde su contenido más profundo.

Cuestionar el racismo, la xenofobia y la violencia estatal en el presente, implica volver sobre las bases constitutivas del estado burgués nacional. Del mismo modo, esta crítica llevada hasta el final, implica no solo rechazar sus símbolos constitutivos, sino sus consecuencias materiales: la desposesión de tierras a los pueblos indígenas, la constitución de una clase dominante dueña de la tierra por desposesión vinculada por múltiples lazos al imperialismo, y un Estado burgués que fue garante de todo este proceso.

Las movilizaciones antiracistas que recorren el mundo nos llevan a volver sobre estos procesos para detectar las particularidades que adoptó en nuestro país, visualizarlos, pero sobre todo organizar una pelea despiadada para erradicarlos de raíz.

 
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