Fotografía: EFE
El veredicto se dio a conocer el sábado en Cleveland justo cuando comenzaba un fin de semana largo por el Día de los Caídos (Memorial Day). El policía Michael Brelo estaba acusado por el asesinato en 2012 de Malissa Williams (30) y Timothy Russell (43), ambos afroamericanos. En noviembre de ese año, 12 policías desataron un tiroteo contra el automóvil donde se encontraban Williams y Russell. El auto recibió 137 balazos, 49 de los cuales fueron disparados por Brelo.
Las protestas reunieron a cientos de personas que tomaron la calle con las consignas que se transformaron en banderas del movimiento contra el racismo, Black Lives Matter (las vidas negras importan) y No Justice No Peace (si no hay justicia, no hay paz). Al finalizar el día fueron detenidas más de 70 personas porque las manifestaciones fueron declaradas ilegales.
El fallo de Cleveland se da días después de conocerse la acusación formal de los seis oficiales por el asesinato de Freddie Gray, que había desatado la rebelión de Baltimore. Aunque el gran jurado aceptó los cargos propuestos por la fiscal Marylin Mosby, se eliminó el cargo por detención ilegal, que cuestionaba duramente al departamento de policía de la ciudad. Sin embargo, el fallo es visto como un triunfo de las movilizaciones, y en gran parte lo es, más allá de sus límites.
La acusación contra los asesinos de Freddie Gray luego de las enormes movilizaciones en Baltimore fue vista por muchos como un cambio en la política estatal frente a la brutalidad policial racista. Al contrario, el fallo de Cleveland (igual al de Ferguson) viene a confirmar que el racismo sigue siendo ley en Estados Unidos. Sigue en caída también la ilusión de una nación “posracial”, surgida de la llegada al poder del primer presidente negro en 2008.
La paz y la bronca
Si algo demuestra el fallo de Baltimore es que ningún funcionario quiere una ciudad en llamas, y que la movilización callejera cambió el rumbo de lo que podría haber sido otro asesinato impune. Eso es lo que sucedió con el asesinato de Rumain Brisbon en Phoenix (Arizona) justificado por supuesta venta de drogas, o el escandaloso asesinato por la espalda, difundido por el video de un transeúnte, de Walter Scott en North Charleston (Carolina del Sur).
A Baltimore no llegaron Al Shaprton o Jesse Jackson para calmar la bronca e intentar dividir el movimiento entre pacíficos y violentos (sin éxito, los medios fueron voceros de esa políticas). Esa había sido una de las principales políticas frente a las protestas de Ferguson, donde estos dos dirigentes históricos del movimiento de los derechos civiles (y miembros del Partido Demócrata) llegaron a hablarle a los jóvenes que se movilizaban noche tras noche. Esa combinación de represión desmedida con pertrechos de guerra y división del movimiento tuvo algunos resultados pero, sobre todo, dejó en evidencia un quiebre generacional con la juventud negra que no está dispuesta a soportar pacíficamente la humillación cotidiana del racismo.
Los esfuerzos tímidos de Barack Obama han resultado absolutamente insuficientes: las cámaras para los oficiales o la prohibición del uso de pertrechos militares para las policías locales no tendrán ningún efecto dentro de la estructura institucional racista que sostiene el encarcelamiento masivo de los jóvenes afroamericanos, la estigmatización social y la expulsión del sistema educativo y laboral.
Las raíces del movimiento que estalló en agosto de 2014 con el asesinato de Michael Brown se hunden en lo más profundo de la desigualdad de la democracia estadounidense, de la que el racismo es uno de sus principales pilares. Por ese motivo, el efecto “pacificador” de los fallos será cada vez más efímero y el rol de los mediadores de “paz” cada vez más difícil. |