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14 de septiembre de 2020 Twitter Faceboock

Tribuna Abierta
Cómo seguir vivos hasta la muerte en época de pandemia
Mariana Castillo Merlo | Docente de la Universidad Nacional del Comahue e investigadora del Conicet

Mariana Castillo Merlo, docente de la Universidad Nacional del Comahue e investigadora del Instituto Patagónico de Estudios de Humanidades y Ciencias Sociales del Conicet, hace en este artículo una reflexión filosófica sobre la vida y la muerte como dimensión subjetiva en esta pandemia y la imposibilidad de concretar rituales que nos unen.

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Algunos conceptos se imprimen con tal fuerza que aparecen indudablemente como marcas de época. Cuidado, vulnerabilidad, aislamiento, distancia, responsabilidad, respeto, son algunos de los que impone este presente pandémico. De repente y sin previo aviso, nuestras vidas y nuestras rutinas se vieron alteradas por un virus imperceptible. Después del impacto inicial, poco a poco nos acostumbramos al encierro, al distanciamiento, al barbijo y al alcohol en gel.

De repente y sin previo aviso, nuestras vidas y nuestras rutinas se vieron alteradas por un virus imperceptible

Buscamos alternativas para los cumpleaños, los encuentros sociales, las clases en todos los niveles educativos y para todas aquellas actividades que realizábamos y que ahora son reacondicionadas a una “nueva normalidad”. Sin embargo, un ritual parece no acomodarse a esta nueva situación y nos enfrenta, como siempre hace, a las preguntas que no nos hacemos, a las reflexiones que no nos entregamos.

La muerte, una vez más, nos pone de cara a nuestra finitud y nuestra fragilidad, aun cuando no querríamos verlas. En un ya clásico trabajo, el historiador Phillipe Ariès reseña las distintas actitudes frente a la muerte a lo largo de la historia de Occidente y advierte cómo pasamos de una muerte domesticada a una vedada. Durante siglos, la muerte fue un acontecimiento familiar, próximo, público, organizado y compartido, y los ritos que se fueron configurando a su alrededor eran aceptados y celebrados de manera ceremonial, en una convivencia entre vivos y muertos: “el hombre experimentaba en la muerte una de las grandes leyes de la especie y no procuraba ni escapar de ella ni exaltarla. Simplemente la aceptaba con la justa solemnidad que convenía para marcar la importancia de las grandes etapas que toda vida debía franquear siempre” (Ariès 2011, 43-44).

A partir de mediados de siglo XIX, la muerte, otrora familiar y cercana, fue difuminándose hasta desaparecer. Se volvió vergonzante, objeto de tabú, privada y solitaria. Al centrarnos en la idea de felicidad, la muerte nueva y moderna se volvió aceptable para los vivos, porque pasó a ser inadvertida. El deber moral y nuestra obligación social pareció ser contribuir a la felicidad colectiva y eso nos empujó a ocultar todo signo de tristeza. Expresar dolor parece un pecado contra la felicidad: “se la cuestiona, y la sociedad corre entonces el riesgo de perder su razón de ser” (Ariès 2011, 90). Escondemos nuestros sentimientos frente a la muerte y escondemos a los moribundos; allí tenemos la muerte en el hospital, cuando los esfuerzos médicos y la tecnología no logran revertir la única certeza humana. Los equipos de salud se convirtieron en los “dueños de la muerte”, del momento y de sus circunstancias.

Sin embargo, hace ya algunos años empezó a cuestionarse la crueldad e inhumanidad de esa muerte solitaria. Empezaron a conformarse equipos de cuidados paliativos y comenzamos a hablar de muertes dignas. El trabajo de esos equipos puso nuevamente en discusión a esta experiencia como un acontecimiento social, como un modo de ser que nos desafía a pensarnos como sociedad. Morir continúa siendo un problema y morir en este contexto de aislamiento social, ya sea por Covid o por otras razones, es un problema aun más acuciante. Tal es así que no es casual que distintas redes de profesionales se hayan pronunciado acerca de las consecuencias emocionales y psicológicas de no procesar adecuadamente la despedida y el duelo.

Morir continúa siendo un problema y morir en este contexto de aislamiento social, ya sea por Covid o por otras razones, es un problema aun más acuciante.

En este sentido, se han elaborado “Protocolos de tratamiento humanizado del final de la vida en contexto de pandemia por Covid 19” que intentan dar respuesta al dilema de tener que, por un lado, respetar las medidas sanitarias vigentes por la pandemia, el aislamiento obligatorio y el distanciamiento social y, por otro, generar estrategias que permitan la despedida de quien está próximo a la muerte. Un dilema que asume la forma de conflicto trágico frente al cual no habrá alternativa que nos permita salir airosos.

Aunque quienes se enfrentan al dilema atraviesan un suceso real y concreto que marcará sus vidas, considero que apelar a la tragedia y a los términos de la ficción puede resultar esclarecedor. Desde Aristóteles, la tragedia transita pendularmente entre lo descriptivo y lo normativo. Muestra el problema, el error, la caída del héroe, pero también ofrece un espacio para el aprendizaje práctico y la reflexión acerca de nuestra propia humanidad. La tragedia condensa el dictum esquiliano, nos muestra que los mortales adquirimos la sabiduría con el sufrimiento (tòn páthei máthos) y que no estaríamos dispuestos a vivir en una sociedad no trágica. En palabras de Terry Eagleton, la tragedia es una imagen negativa de la utopía: nos recuerda lo que apreciamos al verlo destruido.

No se trata de reconciliarse con el sufrimiento. La tragedia es una forma de expresión cultural transhistórica, que expresa aspectos esenciales de nuestro ser como el amor, el envejecimiento, la enfermedad, el temor a la propia finitud, el dolor por la muerte de los demás, la brevedad y la fragilidad de la existencia humana. Y aunque en cierto sentido todas las tragedias son específicas y ninguna experiencia trágica pueda ser intercambiada, el sufrimiento instaura un lenguaje común y poderoso que traza una comunidad de significado a partir del cual podemos entablar un diálogo.

El sufrimiento instaura un lenguaje común y poderoso que traza una comunidad de significado a partir del cual podemos entablar un diálogo

En situación de pandemia, se profundiza el sufrimiento y no hay cuidado ni protocolo que lo alivien, por más “humanizado” que intente ser. Quien va a morir no se percibe como moribundo, sino como aún vivo. No se preocupa por lo que puede haber después de la muerte, sino que intenta asegurar los recursos vitales para seguir afirmando su vida. La pregunta es qué riesgos estamos dispuestos a asumir por aquello que consideramos valioso; cuánto de nosotros, los aún vivos, quedará marcado sin esos rituales funerarios; cuánto de esa muerte, que hasta hace poco escondíamos, necesitamos que vuelva a ser pública y compartida; cuánto estamos dispuestos a compadecernos -en el sentido de sentir con otros-; cuánto valen esos abrazos que ya nunca nos daremos. El dilema moral no es solo cómo respetar la cuarentena y permitir la despedida, cómo acompañar el proceso de muerte y conservar aquello que hace que nuestra vida sea digna de ser vivida. El dilema es también cómo construir políticas de lo trágico que nos permitan seguir vivos hasta la muerte.

*Mariana Castillo Merlo, docente del área Filosofía Práctica, a cargo de las asignaturas Bioética, Aspectos legales y bioéticos de Enfermería y Filosofía del Derecho, Universidad Nacional del Comahue. Investigadora del Instituto Patagónico de Estudios de Humanidades y Ciencias Sociales, CONICET. Codirectora del proyecto de investigación “La experiencia estética más allá del arte: entre afectividad y moralidad” (FAHU-UNCO).

 
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