El libro póstumo de la artista es un dispositivo lleno de discontinuidad y frescura que llega para actualizar los márgenes de una discusión ultra vigente: cómo se implican en lo privado la literatura, la vida y la vida literaria.
“Escribir los números, narrar las cuentas, relatar el debe y el haber”: la frase, escrita por Rosario Bléfari (1965-2020) en la contratapa de su recién aparecido Diario del dinero (Mansalva), sería una excelente clave de lectura si el libro fuese una libreta de almacén aumentada, hiper-escrita. Sin embargo este Diario, que estaba pensado para que la propia Bléfari lo presente, también es manual de supervivencia para artistas, guía Michelin del under argentino, tratado sobre administración hogareña y el documento de una sensibilidad exquisita, única en la cultura rioplatense.
Arte y finanzas
El género diario es quizás el que más alienta los flujos afectivos entre lector y autor. Con Diario del dinero, esa tentación se ve multiplicada por el reciente fallecimiento de su autora, la cantante, actriz y escritora Rosario Bléfari. Cuesta creer que se pueda encontrar recompensa literaria en el ejercicio de leer cómo gana y gasta su dinero una persona. Y si bien en las primeras páginas parece que estamos ante el relato de una planilla de Excel con observaciones y que en caso de continuar leyendo a uno le va a quedar cara de contador para siempre, enseguida aparece lo literario. Conforme avanza la lectura, notamos que la cuestión económica se empieza a combinar de manera inteligentísima con la presentación de la propia vida como un asunto en progreso. Un asunto que absorbe nuestro interés de cara a una genuina experiencia de lectura por inmersión.
El libro muestra una factura estilística pareja. Avanza sobre un estilo apretado, expresivo, que gana cuando predomina la narración, y que interesa a veces como testimonio y a veces como literatura. Buena parte de su valor está en un aspecto estructural importante: el ordenamiento no cronológico de las entradas. De esa manera puede que estemos leyendo una serie de anotaciones de 2018 sobre gastos médicos y que aparezca una entrada de mayo de 1983 con las impresiones de una noche en Cemento viendo a Sumo y a “una banda muy particular que todavía no tiene disco y se llama Soda Stereo”, para volver a un desayuno de 1,45 pesos en octubre de 1999. Esa forma discontinua, sumada a una prosa que no busca alcanzar una textura forzosamente literaria, produce un fuerte efecto de autenticidad autobiográfica.
Pero no debemos olvidar que no hay inocencia en la escritura de un diario de artista. Atrás de ese registro cotidiano anida la secreta idea de que los documentos privados algún día tendrán la importancia necesaria como para volverse públicos. Leídos con escepticismo (como recomienda el crítico santafesino Alberto Giordano, nuestro especialista de bandera en escrituras autobiográficas), en los diarios de escritor saltan a la vista las estrategias de autofiguración -el concepto es de Sylvia Molloy- a través de las cuales los autores se autorrepresentan en privado pero respondiendo a las expectativas de lo público. La conciencia de Bléfari acerca de la naturaleza “no tan íntima” de sus anotaciones aparece a veces en forma de advertencia en El diario. Como en esta entrada de febrero de 2006: “A mis amigos: tengan cuidado al leer algún día todo esto. Tengan mucha justeza y no sean impíos”.
Cuando habla estrictamente sobre finanzas, la artista revela su método holístico de administración hogareña: el dinero entra y sale, lo importante es mantener el flujo. “Aunque esté anotado todo, no hago ninguna cuenta, no armo operaciones ni pronósticos, anoto para hacer algo, para ver si se puede escribir en vez de hacer cuentas”, señala en abril de 2015. Por momentos el texto se vuelve tarifario y echa luz sobre una zona oscura para muchos artistas independientes: cuánto vale y cómo se negocia ante una posible patronal la fuerza de trabajo basada en el talento artístico. Hay decenas de entradas en las que consigna en detalle los honorarios que recibe por actuaciones en películas, invitaciones a conferencias, recitales, columnas sobre literatura e intervenciones en televisión.
El Diario también está diestramente minado por anotaciones tangenciales al tema del dinero. La música, por ejemplo. Esos apartados deleitan de manera particular a quienes se volvieron sensibles a sus discos. Entusiasma acceder a escenas íntimas como la elección de la tapa del clásico álbum ‘Excursiones’ de la banda Suárez, con la inmediatez y el regocijo de quien lo anota esa misma noche de 1999. Los integrantes de Suárez (grupo que lideró entre 1989 y 2001 y entre 2015 y 2018) aparecen nombrados a menudo en las 174 páginas del libro. Lo mismo con quienes compartió proyectos musicales más recientes como Sue Mon Mont y Los mundos posibles. Hablo de apuntes personales que abarcan más de tres décadas y que no hacen otra cosa que recordarnos que, para refrescarla, Bléfari le ha propinado sucesivas patadas pop a la música argentina.
Según Giordano, algo que separa a los diarios de artistas de los de cualquier hijo de vecino como uno, es la tendencia a reflexionar sobre la dificultad técnica para producir la propia obra. El artista no sabe de antemano si va a poder seguir haciendo eso por lo que los demás lo consideran artista. Así se lo cuestiona Bléfari en junio de 2017: “Mis canciones me parecen tan lejos, ¿las hice yo? ¿era yo esa persona con ideas? ¿En qué momento pasó que perdí algo? ¿Cuándo me separé de la guitarra? ¿Cuándo se me pasó la fiebre esa? Fue un fake psicológico que me sirvió, aunque también fue inútil”.
En medio de los ardides de la cantante para administrar su mundo (el dinero y las comidas, el deseo de sociabilidad y de repliegue) aparecen destellos que renuevan el trance lector: ideas para cuentos, poemas, extractos de libretos, cartas, comentarios de películas y anotaciones sobre lecturas. ¿Cómo explicarle a alguien que no la conocíó que Rosario Bléfari tenía la cualidad única de ser inmensa y doméstica al mismo tiempo? Creo que bastaría con mostrar esta anotación de junio de 1986: “Ese libro de Fitzgerald me hace mal, ¿o no? Claro, es como masturbarse. ¡Y justo ahora, que se rompió el bidet!”.
En el libro hay otras maravillas que surgen con un tono más férreo y con el deseo de intervención que caracteriza al ensayo literario, como el caso de esta especie de tratado sobre composición: “En relación con el hacer canciones, se me ocurre que el carácter cinematográfico de la canción también se manifiesta al elegir una escena de la vida, una observación, de aquellas que Juana Bignozzi consideraría sin campo mítico, una especie de ’y con eso, ¿qué?’. Y a través de la entonación -la melodía- conseguir el estado de suspensión necesario para que se transforme en un momento palpitante”.
Por último, quisiera destacar dos presencias fundamentales en este libro, más profundas que la de cualquiera de las poetas, músicos y cineastas que a menudo Bléfari nombra en el diario, en casi todos los casos con admiración y reconocimiento. Me refiero a Nina y a Fabio Suárez. Fabio es narrado como el amor de una vida. Y Nina la hija que tuvieron juntos. A su noble compañero (no en el sentido deconstruido y políticamente correcto del término, que impide decir esposo), Rosario lo menciona junto a ella desde 1989, cuando formaron la banda a la que él le prestó el apellido, hasta los últimos días del diario. Con Nina pasa que, por una rara propiedad transitiva, la niña se vuelve depositaria del mismo apego con que muchos recuerdan a su madre. Como verán, como sucede con Fogwill, hay que morderse la lengua para no hablar de Bléfari antes que de los libros de Bléfari.
Hoy que las escrituras autobiográficas reclaman derechos de tercera generación y que al nicho ‘literatura del yo’ le queda poco para decir, este póstumo Diario del dinero llega para actualizar los márgenes de una discusión ultra vigente: cómo se implican en lo privado la experiencia, la literatura y la experiencia literaria. Para eso y para darnos la razón a quienes, con algo de candor, vemos en los libros una forma de sobrevida.