De la valiosa entrevista que Ariane Díaz y Celeste Murillo le hicieron a Gabriela Cabezón Cámara en el nº19 de Ideas de Izquierda, hay al menos tres pasajes que, a mi criterio, se podrían subrayar. Uno de ellos corresponde a la pregunta sobre la motivación que la llevó a escribir un episodio determinado de la novela Romance de la negra rubia: “¿Elegiste esa escena porque te pareció que narrativamente daba para mucho o porque querías decir algo al respecto?”. Se insinúa ahí una figura que parece rondar la conversación, es la de la responsabilidad social del escritor, la del escritor que escribe porque tiene un concepto o una idea que transmitir, la del que se pronuncia respecto de una determinada circunstancia social que lo provoca. Pero Cabezón Cámara, con sencillez, ahuyenta ese fantasma (fantasma de prestigio, es cierto, pero fantasma al fin) y ofrece como respuesta: “Me gustaba narrativamente, debo decir”.
La contestación no elimina la opción por una lectura del libro en clave ideológico-política, sin dudas, pero ajusta la visión que puede tenerse de lo que son los impulsos posibles para una escritura literaria. Porque, ¿qué lugar cabría otorgarle a esa escritura literaria, cuando su motivación inicial no es literaria en sentido estricto o cuando queda supeditada a la vocación de pronunciarse a la manera del arte de mensaje? La diferencia ayuda a discernir, de paso, el carácter de esa literatura cuyos temas pueden ser políticos en el sentido clásico de la expresión, definidas por ejemplo como “novelas de la dictadura” o como “novelas de la crisis”, etc., como si el criterio temático pudiese prevalecer sin problemas en casos así, como si en casos así el franco contenidismo fuera a legitimarse.
Otro tramo de la entrevista que quería destacar es ése en el que Cabezón Cámara comenta algunas lecturas que recibió por Romance de la negra rubia: “¿cómo pudiste hacer una descripción de la villa tan realista?”, cuenta que le dijeron; ante lo cual ella disintió: “No es realista. O no me leíste, o no fuiste a la villa”. El desacuerdo se matiza con la elegante consideración de que pudo haber faltado la lectura, pero no deja de señalar a la vez una discrepancia de fondo: la de la resistencia a ser considerada realista tan sólo porque la novela remite a una realidad social. Como si remitirse a la realidad social fuese a bastar para ser realista, como si no existieran múltiples variantes estéticas que no son realistas, para hablar de la realidad en la literatura. Cabezón Cámara elige situarse justamente en esa búsqueda: literatura con realidad social o política, pero sin realismo social o político; definición posible para una zona considerable de la narrativa argentina contemporánea.
Un tercer momento, finalmente. Ariane Díaz y Celeste Murillo traen a colación la crisis de diciembre de 2001. Cabezón Cámara recuerda: “para mí fue una fiesta, me encantaba salir a la marcha, después corría y me iba a tomar una cerveza… Me parecía divino eso de que ibas, te juntabas con un montón de gente, de gente rarísima, en el sentido de que antes no era normal juntarse con una señora cheta de Recoleta y con un cartonero todos juntos, todos contentos”. Es evidente que no se trata de la respuesta que las entrevistadoras esperaban. No por nada se apresuran a alegar: “Pero no todos tienen ahora esa percepción… De hecho para algunos fue una crisis”; ante lo cual Cabezón Cámara no puede sino concordar y adosar, a los efectos de esa concordancia, algunas pinceladas de memoria de tonos bastante más lúgubres.
Pero el desencuentro, por un instante, se produjo. Y en ese desacople, o en el espacio que ese desacople abrió, algunas preguntas caben: ¿de qué hablamos cuando hablamos de la crisis de 2001? ¿A qué nos referimos exactamente? ¿Y cuál sería la literatura que da cuenta de esos días? ¿Existe, en efecto, una literatura considerable que se ocupó de figurar lo que pasó entonces? ¿O es, por el contrario, un grado notable de prescindencia lo que parece predominar y nos plantea, por eso mismo, no pocos interrogantes? |