Selva Almada nació en Entre Ríos, en 1973. Escribió las novelas El desapego es una manera de querernos, El viento que arrasa, Ladrilleros, la reciente No es un río y otros cuentos. También la crónica mucho más conocida Chicas Muertas,que trata sobre el femicidio de tres jóvenes, en los años 80, en el interior del país.
Con respecto a Ladrilleros y la historia de una relación amorosa entre dos varones: " La experiencia que yo he visto en el interior, todavía es muy resistida la idea del amor entre varones y entre mujeres."
"Lo hemos visto con el tema del debate de la legalización del aborto...los legisladores conservadores de las provincias lo trabaron (...) La iglesia católica tiene mucho peso en el interior (...) y en las que no ha penetrado la iglesia evangelista que también tienen una moral similar".
Chicas Muertas está basada en el relato de una investigación hecha por ella misma sobre tres casos de jóvenes asesinadas en los años ‘80, que aún continúan impunes. Andrea Danne, “Sarita” Mundín y María Luisa Quevedo son las “chicas muertas” cuya historia presenta Almada. Sobre la crónica, Selva dice: "El movimiento Ni Una Menos ha hecho mucho, aunque todavía falta mucho. Los feminismos han hecho un trabajo muy grande, hacernos pensar que los femicidios, travesticidios, no son hechos policiales".
Sobre No es un río: "Es una novela que terminé en febrero, a principios de marzo (...) Relata los conflictos de varones en un mundo de varones, pero que afectan al resto de la comunidad".
Con respecto a su apoyo al documento enviado a las autoridades nacionales, que pone en cuestión qué es la cultura a la luz de “prácticas despiadadas y el trato de la vida total como mercancía”Periodistas por el Planeta y sobre la crisis climática global y prácticas destructivas que se siguen promoviendo desde sectores de poder: "Estoy de acuerdo con los reclamos (...) Nadie ha quedado indiferente frente a los incendios. Yo no entiendo como los gobernantes que sí podrían hacer algo al respecto y siguen sin hacer nada".
Sobre las tomas de tierras y el reclamo de vivienda digna, la escritora dijo: "Es tremendo, para una persona no tener dónde vivir, dónde hacer su vida con su familia, es tremendo y es un problema que viene desde hace décadas y agudizándose cada vez más".
No es un río
Enero Rey, parado firme sobre el bote, las piernas entreabiertas, el cuerpo macizo, lampiño, el vientre hinchado, mira fijo la superficie del río, espera empuñando el revólver. Tilo, el muchachito, arriba del mismo bote, se dobla hacia atrás, la punta de la caña apoyada en la cadera, girando la manivela del reel, tironeando la tanza: un hilo de brillo contra el sol que se va debilitando. El Negro, cincuentón como Enero, abajo del bote, metido en el río, con el agua hasta las pelotas, también doblándose hacia atrás, la cara colorada por el sol y el esfuerzo, la caña arqueada, desenrollando y enrollando la tanza. La ruedita del reel que gira y la respiración como de asmático. El río planchado.
Muévanla, muévanla. Zaranden, zaranden. Que se despegue, que se despegue.
Después de dos, tres horas, cansado, medio harto ya, Enero repite las órdenes en un murmullo, como si rezara.
Se marea. Está adobado por el vino y el calor. Levanta la cara, los ojitos rojos, hundidos en el rostro inflamado, se le encandilan y ve todo blanco y se pierde y se quiere agarrar la cabeza y se le escapa un tiro al aire.
Tilo, sin dejar de hacer lo que está haciendo, tuerce la boca y le grita.
¡Qué hacés, asoleado!
Enero se repone.
No pasa nada. Ustedes sigan. Muévanla, muévanla. Zaranden, zaranden. Que se despegue, que se despegue.
¡Sube! ¡Está subiendo!
Enero se inclina sobre el borde. La ve venir. Un manchón bajo la superficie del río. Le apunta y dispara. Uno. Dos. Tres balazos. La sangre sube, a borbotones, lavada. Se incorpora. Guarda el arma. La ajusta entre la cintura del short y el lomo.
Tilo desde arriba del bote y el Negro desde abajo del bote, la levantan. La agarran por los vo-lados grises de la carne. La tiran adentro.
¡Guarda la chuza!
Dice Tilo.
Agarra la cuchilla, separa el espolón del cuerpo, lo devuelve al fondo del río.
Enero apoya el traste en el asientito del bote. Tiene la cara sudada y siente un zumbido en la cabeza. Toma un poco de agua de la botella. Está tibia, toma igual, tragos largos, y el resto se lo echa en la mollera.
Trepa el Negro. La raya ocupa tanto lugar que casi no hay dónde poner el pie sin pisotearla. Le calcula unos noventa, cien kilos.
¡Fiera la bicha vieja!
Dice Enero, dándose una palmada en el muslo y riendo. Los otros también se ríen.
Dio pelea.
Dice el Negro.
Enero agarra los remos y enfila para el medio del río y después tuerce e l rumbo y sigue remando, orillando la costa hasta donde armaron campamento. |