El nuevo aniversario del 17 de Octubre y los resultados en las elecciones en Bolivia permiten reflexionar sobre dos cuestiones de la política contemporánea: por un lado, las transformaciones estructurales en las bases sociales del peronismo, y, en segundo lugar, la relación entre el palacio y la calle.
En un libro de reciente aparición, el marxista inglés Perry Anderson analizó las convergencias y divergencias entre las experiencias “populistas” de Brasil y Argentina y llegó a la siguiente conclusión: “No es verdad que los practicantes del populismo en Brasil y en la Argentina se parezcan mucho entre sí. La retórica de (Getúlio) Vargas era paternalista y sentimental; la de Perón, vehemente y agresiva, y la relación que habían establecido con las masas era muy distinta. Vargas construyó su poder incorporando a los trabajadores recién urbanizados en el sistema político, como beneficiarios pasivos de sus cuidados, con una ley laboral protectora y un sindicalismo férreamente manejado desde el poder. Perón los galvanizó como combatientes activos contra el poder oligárquico movilizando las energías proletarias en una militancia sindicalista que lo sobrevivió”.
Con relación al tema del palacio y la calle, primero con el encumbramiento de Alberto Fernández y el kirchnerismo ampliado en la Argentina, y ahora con Luis Arce y el “renovado” MAS en Bolivia, asistimos a una especie de elogio de la moderación como estrategia. Una de las claves de este arte de la razón “política” (entendida en un sentido limitado) anidaría en que logra contener las pasiones de las calles colocando paños fríos sobre los ardores siempre incontrolables que tendría el conflicto callejero. Una forma de entender la política como pura rosca, negociación y acuerdismo permanentes. Por esta vía se tiene la aspiración de reeditar las experiencias progresistas posneoliberales, pero por otros medios.
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