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La Izquierda Diario
1ro de marzo de 2014 Twitter Faceboock

Revista Ideas de Izquierda
Los usos del Rodrigazo
Gastón Ramírez
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El agotamiento del esquema económico ha impulsado la comparación de la situación actual con otras crisis de tiempos recientes. Entre ellas, la más recorrida es el Rodrigazo, en alusión al brutal ajuste aplicado por Celestino Rodrigo, Ministro de Economía de Isabel Perón. Esta caracterización se observa en todo el arco político [1]. En esta nota analizamos los puntos de semejanzas y diferencias de la situación actual con la que precedió a los hechos de 1975, así como discutimos los “usos” de agitar este fantasma durante el ajuste en marcha.

Los hechos

En 1973 la “crisis del petróleo” aceleró la recesión y la alta inflación que afectaba a las principales economías del mundo, capítulo que terminó de marcar el final del boom de posguerra en las potencias imperialistas. El alza de los precios del petróleo contribuyó en la Argentina a acelerar el incremento de precios locales y erosionó la “inflación cero” de José Ber Gelbard. La recesión de las economías ricas provocó una caída drástica en las exportaciones, en particular de la carne, por el cierre de los mercados europeos. El superávit comercial de 1.036,5 millones de dólares en 1973 pasa a un déficit de 985,3 millones de dólares en 1975. Al rojo en el comercio exterior se sumó el recorte en el financiamiento externo, que empujó a buscar financiación del déficit vía emisión monetaria, lo que contribuyó a agravar la dinámica alcista de los precios. La crisis en el frente externo redujo los márgenes del Estado para actuar frente al conflicto social y la puja por sostener el salario real [2]. A pesar que la CGT había aceptado en 1973 fijar el salario por dos años, los sindicatos fueron presionados por las bases descontentas por la elevada inflación (60,3 % en 1973; 57 % en 1974 y 182.8 % en 1975), desatando conflictos permanentes.

El ministro de economía Alfredo Gómez Morales propone un plan de “estabilización” gradualista (una especie de “sintonía fina”) que no logra eco en el gobierno y tampoco en la CGT y la CGE, ni de los grupos concentrados de poder representados en la UIA y la SRA. Proponía un aumento del 25 % del salario real, el cual fue rechazado por la CGT que exigía un 38 %.

La Argentina afrontaba nuevamente una crisis de “restricción externa”, al igual que en los ‘50 y ‘60. Estas crisis, similares a las de otras economías dependientes y semicoloniales, se producía cuando la disponibilidad de moneda mundial (dólar) que se obtenía a través del comercio exterior, las inversiones extranjeras, o el crédito externo, caía a niveles insostenibles para la marcha de la economía. Este faltante de divisas era (y es) recurrente en la Argentina por la canasta limitada de exportaciones del país, que contrasta con la amplitud en variedad y volumen de su demanda de productos importados, para la industria y para el consumo. Además, un problema histórico que se había empezado a manifestar en los años ‘30 y se hizo crítico desde los años ‘50, eran las restricciones para el crecimiento de la producción agraria, lo cual limitaba el crecimiento de las exportaciones, que además contaban con mercados poco dinámicos. El resultado eran dificultades crónicas para hacer frente al pago de las importaciones y de deuda externa. Además, la creciente penetración de capital extranjero creaba una demanda adicional de dólares por las remesas de sus utilidades enviadas al exterior. Este desequilibrio entre oferta y demanda de divisas desató una sangría de reservas y presionó a una devaluación. Esto ya había ocurrido durante la gestión de Gómez Morales, que impuso una devaluación del 50 %. Sin embargo, continuó la pérdida de reservas, que en dos años cayeron un 53 % de 1.340,8 millones a 617,7 en 1976. La crisis de restricción externa se veía agravada por el hecho de que esta ocurría en un momento de alta inflación, que encontraba impulso tanto en la situación internacional como en la disputa distributiva (entre trabajadores y empresarios, pero también entre sectores de la burguesía).

Algunos autores que hacen una valoración positiva del período de semidesarrollo industrial por sustitución de importaciones (esquemáticamente, 1930-1975), como Eduardo Basualdo, consideran que desde finales de la década del ‘60 comenzaban a actuar los efectos de algunas transformaciones importantes que trajo el segundo momento de impulso a la sustitución, cuando de la mano del capital extranjero se desarrollaron varias ramas de la industria pesada. Lo más importante, para estos autores, es que en los ‘70 había comenzado a desarrollarse la exportación industrial y esto, junto con el crecimiento de las exportaciones agrarias, eran según esta lectura las bases para superar la restricción externa. No sorprende que autores que sostienen esto pasen muy velozmente por el Rodrigazo, o directamente lo desdibujen en sus análisis [3], ya que desmiente este planteo. Planteo que además soslaya importantes realineamientos entre las clases que estaban en marcha desde el Cordobazo, pero que se aceleraban aún más con el recrudecimiento de la lucha de clases bajo el gobierno peronista, y que empujaban a toda la burguesía a encolumnarse en apoyo a las políticas de shock reestructurador. El violento cambio en la coyuntura internacional reflotó los problemas de restricción externa y puso al desnudo al capitalsimo argentino como un eslabón débil del sistema mundial. El ensayo sustitutivo quedaba abortado por no poder superar sus contradicciones económicas, pero además por perder su sustento de clase y del propio peronismo que aplicó el shock.

El derrumbe de las exportaciones agropecuarias puso en aprietos al Pacto Social y sentenció al plan de ajuste gradual de Gómez Morales. Tras su renuncia asume Rodrigo apoyado por López Rega, e implementa un brusco giro de timón lanzando un paquete de medidas que significó un verdadero mazazo al salario. La inflación en 1975 alcanzó el 182,8 % y el paquete económico dio rienda suelta a aumentos en las naftas y el gas de entre un 30 % y 60 %, la electricidad (entre un 40 y un 75 %) y fuertes aumentos en los productos de primera necesidad como el pan que pasó de 400 a 680 pesos, la manteca de 4.350 a 8.200 y los quesos un promedio de 2.900 a 5.900 pesos. La devaluación del peso osciló entre un 80 y 160 %. Se ajustaron los préstamos de los bancos contra la inflación, las tasas de interés y el congelamiento de las paritarias. En el caso de los salarios se plantearon topes, con un aumento del salario básico a 3.300 pesos, muy por debajo de la inflación de ese año. También se alimentó el endeudamiento con el exterior. Al contrario de las expectativas del gobierno que esperaba una parálisis y contención del movimiento obrero por la burocracia, comienza un ciclo de huelgas que confluyen en un histórico primer paro nacional a un gobierno peronista que dio por tierra con el Plan Rodrigo.

Ayer y hoy

Podemos decir que muchos de los elementos de esta crisis se encuentran en la actualidad. Una inflación con niveles cercanos a las tasas mensuales del año ‘74 (antes del salto del ‘75). Un déficit fiscal en alza, que se financia con organismos públicos y –cada vez más– con emisión monetaria. Por último, sobrevuela nuevamente la amenaza de la restricción externa. Las reservas récord de 52.190 millones en 2010 arrastran una fuerte caída de más de 24.441 millones (-46 %) a enero 2014.

El doble superávit comercial y fiscal ya no existe más. Aunque se mantiene el superávit comercial, este ya no alcanza para afrontar todas las vías de salida de dólares, y el saldo de la balanza de pagos (entrada y salida de dólares por actividades comerciales y financieras con el resto del mundo) arroja saldos negativos desde 2011 provocando una pérdida de dólares. El pago de la deuda externa, que ronda los 10 mil millones anuales, complica más el panorama. Y durante los últimos años la importación de combustibles consume la friolera de U$S 13.000 millones, como en 2013.

Por su parte, la inflación agrava la puja distributiva y los problemas fiscales para Nación y provincias, estas últimas encaminadas hacia severas crisis fiscales.

Las crecientes dificultades en el frente externo, así como los efectos de la inflación y la puja distributiva, en el plano cambiario, creando expectativas de devaluación fuerte desde 2011 y disparando todas las medidas de control cambiario y a las importaciones registradas desde entonces, son muestras de las contradicciones profundas de una economía dependiente y subordinada al capital extranjero. Todo esto empujó a la fuerte devaluación de comienzos de este año, y todo indica que este no será el último de una serie de ajustes cambiarios forzados.

Con todas estas similitudes, podemos encontrar, sin embargo, algunos elementos “moderadores”. Por ejemplo, al contrario del cierre del mercado europeo en 1975, los precios históricos de la soja y las buenas cosechas de trigo y maíz le permiten al Banco Central un ingreso cercano a 30 mil millones este año, una afluencia de dólares que el gobierno espera que se concrete para aliviar la presión sobre el tipo de cambio. Aunque la balanza de pagos sea negativa, la existencia de un superávit comercial considerable es un elemento que constituye una novedad histórica y otorga algunos colchones, aunque claramente no contienen el agotamiento. El nivel de endeudamiento en dólares es bajo en relación al PBI (27 %); y, con un gobierno que no para de hacer guiños al Club de París, al Ciadi, y que está avanzando en un acuerdo para pagar generosamente la recompra de YPF a Repsol, no está descartada la posibilidad de encontrar nuevas inversiones y financiamiento en el exterior con el cual conseguir algunos dólares que alivien momentáneamente la escasez.

Finalmente, un aspecto no menor que distingue la situación actual, es el estado de la clase trabajadora. Hoy el movimiento obrero llega al fin de este ciclo sin acusar derrotas en su vanguardia como en los ‘70 (Córdoba, Villa Constitución, etc.), aunque vive una profunda división estructural en tercerizados, contratados, en negro, etc., que actúa como un impedimento para que pueda expresar toda su fuerza social como entonces. Una década de crecimiento económico le permitió obtener más de 3 millones de puestos de trabajo y una dinámica de luchas por el salario y contra la herencia noventista de la precarización. La burocracia sindical no cuenta con la fortaleza de entonces para actuar como contención y desvío, aún siendo como fue arrastrada por los acontecimientos de entonces. Hoy mantiene el desprestigio por el rol jugado en acompañar la fuerte ofensiva patronal en los ‘90, por la ostentosa riqueza de vastos sectores de la misma y porque se encuentra dividida en 5 centrales. Los sectores más lúcidos de la burguesía tienen presente la contundente respuesta que dio la clase obrera al ataque de Rodrigo, y la fuerte recomposición que registra el proletariado en la última década. Dada la debilidad del gobierno (y la impotencia de toda la oposición), un ataque duro podría provocar un rápido giro que despierte una respuesta del movimiento obrero que deje al gobierno en una debilidad extrema. Por eso, en lo inmediato, prácticamente todos los sectores patronales coinciden en apostar a que funcione el plan que finalmente está encarando el gobierno. Esperan que esto, junto con otras señales dadas, retomen el sendero de la “sintonía fina” prometida en 2011.

Un fantasma que agita la burguesía

Hoy, ¿qué rol juega la amenaza de un Rodrigazo? Una lectura tradicional lo identifica con una catástrofe económica cuya causa principal estaría en los reclamos “desmedidos” de salarios, que habrían acelerado sin solución la inflación y creado todo el descalabro económico que llevó posteriormente al golpe de 1976. Se oculta el hecho de que se trató ante todo de un ataque en toda la línea, una plan de ajuste por parte de un gobierno peronista cuya base “residía en hacer recaer el peso de este sobre los asalariados disminuyendo abruptamente su poder adquisitivo mediante incrementos en precios” [4].

Esta fue la última carta del gobierno de Isabel y aparece como la antesala de un plan integral de contraofensiva sobre el movimiento obrero que se termina de plasmar con el golpe. Por eso, el Rodrigazo es un hecho “irreductible” a una serie
de medidas económicas.

Solo velando estos elementos, pueden pretender sembrar el pánico en la clase trabajadora y lograr que ante la incertidumbre se limiten los intentos para enfrentar el ajuste sobre el salario.

Contrario a este balance, lo que puso en evidencia el Rodrigazo es la fuerza que tiene la clase obrera para, si supera la contención de la burocracia, torcerle el brazo al ajuste. El paro nacional del 7 y 8 de julio fue una acción de masas histórica que desbordó a la burocracia y presionó desde las bases para que de hecho se diera la huelga. La vanguardia obrera dio un salto en sus pasos de ruptura con los dirigentes burocráticos y creó organismos de base alternativos, las coordinadoras interfabriles, que jugaron un rol central durante la huelga, logrando la homologación de los convenios colectivos de trabajo y aumentos del 180 %.

Esta respuesta contundente puso de relieve la seria amenaza que constituía la clase trabajadora frente al poder burgués. Sin embargo, este nuevo resurgir obrero fue el punto más alto y sobre el final de un ciclo de enfrentamientos entre las clases iniciado por el Cordobazo. La falta de una dirección revolucionaria capaz de utilizar el triunfo contra Rodrigo para preparar la caída de Isabel y conquistar un gobierno de trabajadores, le dio un tiempo precioso a la burguesía que aceleró los preparativos del golpe. En el fin de ciclo en curso están inscriptos crecientes ataques como también grandes respuestas de masas. En el delimitar las convergencias y divergencias y sobre todo los tiempos de los distintos momentos históricos, se juega una de las claves en el camino de preparar una intervención política que dé vuelta la historia.

 
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