No es cierto, o no es necesariamente cierto, ese refrán según el cual para un valet no existen los grandes hombres. Lo que pretende establecer esa frase es que cualquier persona, por notable o extraordinaria que sea, se revela común y corriente si se accede a su privacidad, si se la trata en la chata medianía de la vida cotidiana.
Se supone entonces que, al ponerse en serie lo fuera de serie, los defectos y las debilidades, escamoteados en las manifestaciones más visibles, acabarán por emerger más pronto que tarde. Es eso, en principio, lo que promete toda versión de valet: promete atestiguar lo ordinario en el hombre extraordinario.
Pero no siempre funcionan así las figuraciones de los hombres de excepción. A menudo ocurre, en cambio, que el acceso privilegiado a su intimidad no sirve sino a la confirmación y el reforzamiento de las virtudes ya reconocidas en el ámbito público; lo que en tales casos el valet viene a decir, porque accede a sus recovecos o a su alcoba, es que el gran hombre es gran hombre aun en sus recovecos, que lo es incluso en su alcoba. Aunque hay otra posibilidad también, y es advertir que, en la exaltación venerativa de los panegíricos, las flaquezas y las fallas no tienen por qué estar ausentes, que bien pueden formar parte del mito, que su omisión no es inexorable, que la parte ”humana” es funcional a la construcción de héroes posibles.
¿Y Trotsky? ¿Y Jean Van Heijenoort? León Trotsky era un hombre admirable también para Jean Van Heijenoort. Que por cierto ya militaba en Francia, concretamente en la Oposición de Izquierda, cuando, a principios de 1932, fue contactado para viajar a Prinkipo, en Turquía, y hacer lo que haría, ser lo que sería: convertirse en el secretario de Trotsky. Pasaría siete años con él, cumpliendo esa función, cambiando de países (de Turquía a Francia, de Francia a Noruega, de Noruega a México), apuntalando su exilio. Con Trotsky de Prinkipo a Coyoacán tiene así el valor singular que es propio de los testimonios cercanos, nutridos por la proximidad y por la confianza. Pero además de eso tiene el mérito, y por ende el interés, de no ser, por una parte, un mero ejercicio de reverencialidad hagiográfica, uno que, hoy por hoy, y aunque en escala de trato personal, resultaría tan previsible como redundante; y luego el de tampoco ser, por otra parte, un juego obvio y finalmente convencional de dar a ver al “hombre” por detrás del “héroe” de la revolución. Este libro es otra cosa: es el retrato de un hombre complejo que lidia con situaciones complejas. Van Heijenoort se pone a la altura de esa complejidad al repasar y al plasmar sus vivencias. En parte porque sabe sacar el máximo provecho de esa colocación particular: inmediato pero lateral, en la escena pero no en el centro. Y en parte porque no puede hacerlo sin revisar su propio recorrido, su propia vida: el curso de sus convicciones políticas, la crisis que sobrevino después; su apartamiento de Trotsky, y luego del trotskismo, y luego de la militancia, y luego de la política; su posterior y plena entrega al estudio de las matemáticas, o sea del mundo de la abstracción (eso mismo que había hecho con Trotsky, reunir y organizar sus papeles, lo haría más tarde con Gödel: la misma pasión, sólo que con otro objeto).
La elección de Van Heijenoort tuvo que ver, entre otras razones, con su conocimiento del ruso. Cualidad más que apreciable para un secretario, que además estaba en condiciones de traducir. Y cualidad más que apreciable para el secretario de un desterrado, quien, no pudiendo volver a su país, cada tanto querría volver por lo menos a su lengua. Pero dadas las condiciones singulares de este exilio, que no era una expulsión sin más, los secretarios, los asistentes, los allegados, debieron ser también guardaespaldas: ocuparse de la seguridad de Trotsky. Esa marca, la del peligro, atraviesa el libro entero. Sobre todo a partir de la confesión casi inicial de Van Heijenoort: “Nunca me hice demasiadas ilusiones acerca de la eficacia de nuestra vigilancia” [27]. Una protección cabal habría requerido contar con una veintena de hombres adiestrados, y los que había eran apenas tres o cuatro, e inexpertos por lo demás.
Van Heijenoort debía proteger la vida de Trotsky, al que sabemos que, al final, matarían. Eso produce una sugestión de fatalidad en cada nota que decidió inscribir desde su condición de centinela. Pero antes del desenlace, Van Heijenoort el guardaespaldas (no el secretario, no el traductor, sino el guardaespaldas) alcanzó a registrar una escena de leve incordio, que es cuando Trotsky le respondió: “Usted me trata como a un objeto” [38]. O bien todo un episodio que, de alguna manera, define una especie de quintaesencia de la protección, que consistió en ponerse por varios días en lugar del protegido, aun para fingir su presencia: Trotsky ya había partido de la casa de Barbizon, Van Heijenoort se las arregló para fraguar las apariencias de que aun permanecía ahí, ahí donde en rigor de verdad ya no había nadie, ahí donde quedaba él solo, cuidando de León Trotsky en el cuidado de la ausencia de León Trotsky.
Trotsky objeto y Trotsky ausente: dos formas extremas, y acaso contrapuestas, de cuidar de él. Pero más tarde el ausente sería Van Heijenoort. El 5 de noviembre de 1939 dejó la casa de Coyoacán, para ir a pasar unos meses a Estados Unidos (“Había vivido tantos años a la sombra de Trotsky que era necesario que viviera un poco por mí mismo” [126]). Y fue en Estados Unidos, más exactamente en Baltimore, donde nueve meses después se enteraría, por los titulares de un diario y por las noticias de la radio, de que habían asesinado a Trotsky. Con Trotsky de Prinkipo a Coyoacán se torna trágico ahora en otro sentido, bajo la perspectiva de este hombre que custodió celosamente a Trotsky durante más de siete años, para enterarse de que habían conseguido matarlo a poco de haberse apartado de él. Van Heijenoort se pregunta, perplejo, cuando ya todo es inútil, cuando ya no hay nada que hacer, cómo no se dieron cuenta del mal francés del asesino, que se hizo pasar por belga siendo en verdad español: “¿Cómo pudo no ser sensible (Rosmer) a la manera de hablar de Mercader?” [128]. Con lo cual el círculo se cierra. Ya no hay dos saberes ajenos: el de la lengua y el del custodio. Para ser buenos custodios habrían debido ser más perspicaces también en cuanto a la lengua. Entre el traductor y el guardaespaldas ya no hay paradoja alguna.
El desplazamiento que se le impuso a Trotsky, con su expatriación, se extendió a la vez sobre su vida de expatriado. Porque es sabido que, una vez fuera de la URSS, tampoco le resultó sencillo dar con un lugar donde afincarse así fuera como sitio de exilio. El emigrado forzado no dejó de ser también un emigrante forzado, movido cada tanto de lugar, empujado cada vez hacia otra parte. Van Heijenoort no podía ser testigo de estas peripecias sin ser, al mismo tiempo, un partícipe y un organizador de las mismas. También él quedó varias veces a la deriva, también él debió habitar con frecuencia la zozobra. Esos días en que se ocupó de custodiar la casa en la que Trotsky no estaba, tal como había custodiado y custodiaría las casas que ocupaba Trotsky, expresan bien esa condición: la de ir de un lugar a otro, siempre más o menos provisorios, más que irse a un lugar determinado, que pudiese resultar definitivo.
El caso es que Trotsky trabajaba siempre, el caso es que Trotsky hacía política siempre: ésa era la real permanencia. Lo demás era inestable. Van Heijenoort lo detectó a poco de llegar a Prinkipo: “Toda la casa estaba escasamente amueblada. Más que vivir, parecía que acampábamos allí” [24]. La casa campamento de Turquía será casa secreta en Saint Palais y en Barbizon, Francia (“aún en París, los trotskistas franceses, salvo raras excepciones, ignoraban dónde residía Trotsky” [62]). Las casas sucesivas van delineando así estas diversas formas de estar: estar pero como a punto de irse, estar pero como si no se estuviera. Y es que las dos cosas, en un punto, eran verdad. De hecho las dos casas-museo que hoy existen en la ciudad de México, ambas en Coyoacán y a pocos metros una de otra, siguen de alguna manera indicando hasta el presente eso mismo: en la Casa Azul de la calle Londres, museo de Frida Kahlo, no hay marcas ni referencias que recuerden que allí vivió León Trotsky; en la casa de la calle Viena, donde habitó a continuación y donde sufrió el ataque mortal de Mercader, los objetos que pertenecieron a Trotsky, en especial los que ocupan su mesa de trabajo, están dispuestos de tal forma que se tiene la poderosa impresión, intensa y perturbadora, de que Trotsky ha estado ahí hasta hace apenas un momento, que tuvo que salir de pronto, que apenas acaba de irse.
La inestabilidad de las residencias del exilio no fue, después de todo, sino la señal de una inestabilidad más general y más profunda: la que muestra que no se le brindaba a Trotsky un marco legal y una identificación seguros. En 1932, se quedó sin nacionalidad y sin papeles válidos. Recibió pasaportes turcos, pero los usó cuando ya estaban vencidos. Luego recibió papeles de identidad de las autoridades francesas, pero se trató de papeles ficticios: oficiales y falsos a la vez, legales e irregulares a la vez. En ocasiones debió viajar de incógnito (“se afeitaba entonces la barba, asentaba sus cabellos a los costados, divididos por una raya al medio” [30]), es decir, camuflado. Otra vez debió camuflarse pero en la escritura, disimularse no en el rostro sino en el estilo, y el que se ocupó de hacerlo fue Van Heijenoort (“Mi traducción tenía algunos arreglos como para que no se advirtieran las marcas más notorias de su estilo” [74]).
De esta manera, Con Trotsky de Prinkipo a Coyoacán combina dos registros muy distintos, o parcialmente contrapuestos: el de la plenitud incontestable de una presencia íntegra y potente, por una parte, y el de un obligado solapamiento, una impuesta atenuación, por otra. La entereza intacta de Trotsky se ve consignada así, por Jean Van Heijenoort, junto con la disminución atroz a la que lo fuerzan la persecución y el destierro.
Con Trotsky de Prinkipo a Coyoacán da cuenta, en su desarrollo, del sostenido esfuerzo de Trotsky por establecer una continuidad en las cosas. Que todo siga: el activismo, la organización política, la escritura de libros y de artículos, el liderazgo. La constancia de Trotsky, consignada como virtud de laboriosidad sin descanso, cobra también este otro sentido: que por sobre los avatares imprevisibles del destierro, la actividad se mantenga constante, de tal modo que el presente no pierda su enlace con el pasado del que proviene. Una gesta de la permanencia destinada a revertir lo que en verdad ha sido corte, interrupción, desgajamiento. Porque a la vez, y dramáticamente, este presente de exilio, respecto del pasado de la revolución, está sin dudas cortado, interrumpido, desgajado. La ambición de continuidad lucha entonces contra la evidencia de una discontinuidad tajante. El pasado en la URSS queda tan lejos como la URSS, y Trotsky tan apartado de él como lo está de su propio país.
No fueron los muertos de un cementerio ruso hallado por casualidad, sin embargo, ni la evocación repentina de anécdotas de Lenin, ni una sorpresiva arremetida a galope dando gritos en ruso, lo que mejor le permitió a Van Heijenoort percibir al pasado en el presente y admirar la posibilidad de su permanencia. Anota, en un momento dado, que Trotsky “dictaba, si no a plena voz, por lo menos en voz bastante alta. Si yo estaba en mi cuarto, escuchaba esas frases martilleadas, rítmicas y melodiosas. Podía entreverse cuál había sido la potencia de esa laringe ante una multitud, en una época en que el arte de la oratoria todavía no tenía a su disposición la técnica electrónica” [32]. El agitador de masas obreras seguía pese a todo ahí: perduraba, en continuidad, en este exiliado que ahora dictaba para una secretaria solícita. Van Heijenoort pudo ver o entrever así al orador de la revolución de octubre. Cronista solidario de sucesivas impotencias, dio fe de esta potencia. Ahí donde todo era despojo, quedaba pese a todo un don, que era el don de la palabra. Un ritmo, una melodía. Las armas de la perduración.
Por supuesto que abundan en el libro pasajes cuyo atractivo radica en la mostración de escenas de la vida cotidiana de León Trotsky. ¿Qué otra cosa iba a esperarse de quien durante varios años contó con la posibilidad de formar parte de su entorno más cercano? Nos cuenta entonces por caso que Trotsky duerme mal y toma somníferos, que come sin jamás prestar atención a lo que está comiendo, que cuando el té está demasiado caliente vuelca un poco sobre el plato y se pone a sorberlo (costumbre que consterna a Van Heijenoort), que se irrita cuando lo empujan a hacer más de una cosa a la vez (contrariamente al multitareas que cree recordar André Breton). Abundan también las anécdotas, como por ejemplo el primer y último intento de manejar un automóvil, que al cabo de apenas unos cuatrocientos metros terminó con un Mercedes Benz incrustado en una zanja; o bien la primera y única vez en que se dispuso a colaborar con el lavado de la vajilla en la casa, pero se ocupó del asunto con tanta minuciosidad y pormenor que para todos resultó preferible no contar ya más con su ayuda en ese rubro. En un grado más profundo de trato en la intimidad, Van Heijenoort resultó ser un testigo más que propicio para referir las incidencias de la aventura de Trotsky con Frida Kahlo (aunque con una cierta inclinación a suponer que en todo el enredo lo que pasó con Trotsky fue que “cayó en el juego” [103] de Frida: que cayó en un juego, y no que quiso jugarlo). Más adelante, Van Heijenoort advirtió que una medida de seguridad que Trotsky quería ensayar, colocando sobre un muro una escalera que le permitiría escapar en caso de peligro hacia una casa vecina, encubría, en verdad, otro propósito, que era saltar a esa casa porque en ella vivía una mujer sola a la que Trotsky en secreto cortejaba. Van Heijenoort se mostró severo (“Esta combinación de problemas de seguridad con una aventura amorosa no me gustó nada” [108], también discreto (“No dije nada a Trotsky” [108]), también claro en su insinuación (“Tal vez advirtió mi falta de entusiasmo” [108]), y en cualquier caso concluyente (“No insistió en el plan” [108]).
Lo que cuenta, en definitiva, es que este conocimiento de privacidades bastante tiene que ver con las particulares condiciones de convivencia en las casas que el grupo iba ocupando. Porque, dadas las circunstancias, se trataba siempre de varias personas teniendo que vivir juntas en un espacio no necesariamente amplio. Van Heijenoort lo descubrió en seguida: “Teníamos que vivir meses juntos, que pronto serían años, día tras día, en un espacio restringido” [38]. Por eso, sin hacerse amigo de Trotsky, sin recibir sus confidencias, sin indagar en sus secretos, pudo saber estas delicadas menudencias personales, sin otro requerimiento que el de simplemente estar “día tras día” ahí.
La intimidad más cabal de Trotsky va a parar a un espacio aun más reducido y más replegado: la habitación que ocupaba con Natalia. Sólo con ella, por ejemplo, podía declinar su elocución siempre “perfectamente clara” [30] y hablar un poco más atropelladamente, y ciertamente en ruso. Sólo ante ella se quitaba los anteojos y se dejaba ver sin ellos. En esa habitación, a solas con Natalia, se encerró Trotsky, y por varios días, al recibir el 6 de enero de 1933 la noticia del suicidio de su hija, Zina. En esa habitación, a solas con Natalia, se encerró Trotsky, y por varios días, al recibir el 16 de febrero de 1938 la noticia de la muerte de su hijo, Liova. El encierro se había convertido en su única posibilidad de valerse del derecho de estar solo, o a solas con su mujer. El resto había pasado a ser, ya que no un caso de colectivismo forzado, sí un caso de vida colectiva forzada. La empatía de Van Heijenoort con Trotsky no alcanza a ser total, por mucha admiración que le tuviera, por grande que haya sido su entrega en sus funciones de secretario y de guardaespaldas. Hay distancias o desacoples, o al menos hay divergencias, a lo largo de Con Trotsky de Prinkipo a Coyoacán. Son pasajes que en el libro funcionan a la manera de apartes, en el sentido teatral de la expresión, comentarios dirigidos al lector mientras Trotsky sigue en lo suyo. En ocasiones hubo conflictos que se tradujeron en peleas concretas, por lo pronto a partir de las disputas entre fracciones que se suscitaban en torno de Trotsky, o bien por un malentendido aparente a propósito de una carta dictada por Diego Rivera. Pero en general los desacuerdos no llegaron a tanto, no se explicitaron ni fueron frontales; la posición lateral de Van Heijenoort lo habilitaba a asumir, por un lado, las ventajas de la mirada al sesgo, y a deslizar, por otro lado, el filo de las acotaciones al margen.
Estas discordancias, así fueran episódicas, cobran relevancia en el relato de Van Heijenoort porque abrieron la posibilidad de que él se despegara hacia algunos enfoques más propios. Van Heijenoort no dejó de orbitar en torno de la figura de Trotsky: es la regla que su fuerza gravitatoria imponía de hecho sobre el grupo que lo escoltaba y se acompasaba con él. No obstante, en ciertos momentos, no necesariamente en la escena compartida que dominaba Trotsky, pero sí en todo caso en el texto, que era suyo, marcó algunas diferencias. Y esas diferencias, que no habría por qué considerar menores cuando remiten a los saberes sobre las chicas jóvenes o a los fastidios propios de la esfera familiar, cobran no obstante otro carácter al provenir del terreno político. Van Heijenoort escribió entonces su disenso con Trotsky nada menos que en torno de la cuestión del poder y la pérdida del poder en la URSS. Lo escuchó decir cierta vez que “el poder no se pierde tan fácilmente como se pierde el portamonedas” [61] y en un paréntesis, en otro tono, a continuación, decidió esgrimir su parecer exactamente inverso y decir que así es justamente como se pierde el poder, que se pierde como se pierde el portamonedas (“se cree tenerlo; de pronto, uno tantea alrededor suyo, se pierde un voto en el Politburó, desaparece y ya no se lo puede volver a encontrar” [61]). Después de reseñar un cordial debate entre Trotsky y André Breton sobre la relación de la revolución con el arte, Van Heijenoort se las arregló para dar a entender que se sentía más de acuerdo con las ideas que había planteado Breton que con las ideas que había enarbolado Trotsky (revelando de paso que, según su opinión, Trotsky hojeó los libros de Breton “pero no los leyó ciertamente de punta a punta”, lo que vale decir que en rigor de verdad no los leyó).
Nada se compara, no obstante, según creo, con el pasaje en el que Van Heijenoort sostiene: “Había en Trotsky cierto tono didáctico, a veces un poco pedante y yo diría casi conservador. Desconfiaba de cualquier innovación en el campo de la teoría marxista” [65]. ¿Cómo es que el maestro, a fuerza de intensidad didáctica, se desliza hacia la pedantería? ¿Cómo es que el revolucionario consumado, sin dejar de serlo, o por serlo pero obstinadamente, puede pasar a ser visto como “casi conservador” en lo que a la teoría marxista se refiere? Lo de Van Heijenoort no es ninguna ruptura; no hay por qué presentir aquí el apartamiento que sólo después se produciría. Presumo, en todo caso, que se trata de la inexorable fricción que tiende a producirse entre la dimensión en gran escala de los acontecimientos históricos excepcionales y sus protagonistas, y la dimensión más acotada (pero también más concreta, más tangible, más equilibrada, más normal) de la vida diaria. No hay por qué enfrentar visiones de Trotsky, en una consecutividad lineal, que lleven de la ilusión a la desilusión. No es eso lo que percibió y selló Jean Van Heijenoort en su libro, sino otra cosa, más complicada y más verdadera: hasta qué punto el gran maestro y el pedante se habitaban mutuamente, hasta qué punto se ensamblaron y se reforzaron el revolucionario pleno y el casi conservador de la teoría marxista. Aspectos que, en sus reveladoras tensiones, no podrían tal vez haberse detectado en circunstancias totalmente estables y centradas. Pero que, en el inestable descentramiento del exilio de León Trotsky y de la vida de asistente de Van Heijenoort, adquieren una inquietante visibilidad.
No se trata, sin embargo, como he dicho, de la “mirada del valet” y su presunta facultad intrínseca de desmitificación de héroes. Es cierto que Van Heijenoort se propuso hacer “un relato lo más preciso y concreto posible”, contra “las actividades mitogénicas” [17] que Trotsky bajo toda evidencia suscita. Pero el logro de Con Trotsky de Prinkipo a Coyoacán es justamente el de sacar el máximo provecho de lo preciso, de lo concreto. Van Heijenoort consignó que había en Trotsky “una impaciencia respecto de los detalles” [96], y resulta ser que en los detalles, en un notorio saber de los detalles, fue donde su testimonio se apoyó y se enriqueció. Lo cual lo volvió sensible a las impaciencias de Trotsky.
En ese punto, o desde ese punto, Van Heijenoort dio un paso más. Por momentos su testimonio no está enunciado, o proferido, o pronunciado, sino mascullado. Yo lo tomo, ahora sí, como un género secretarial. Quejas masculladas, murmuradas, a espaldas de León Trotsky (pero, ¿y dónde, si no a espaldas, iba a hablar un guardaespaldas?). Así Van Heijenoort nos deja dicho que una sola vez, nada más, y no muy eficientemente, se dispuso Trotsky a colaborar con el lavado de platos en la casa. O que Trotsky nunca llevaba plata encima (“Vivió en varios países sin saber de qué color era su dinero” [72]). O que delegaba en los secretarios la tarea de escribir a mano las direcciones de los sobres de las cartas que enviaba, cosa que Lenin, en cambio, se ocupaba de hacer por sí mismo. O que se quejaba continuamente de las erratas de las publicaciones trotskistas, pero jamás se encargaba él mismo de releer las pruebas, de cuidar las correcciones. Lo dejaba siempre a otros.
“Lo mismo sucedía con otros detalles”, concluye Van Heijenoort. Y lapidario, rencoroso, agrega: “Era demasiado gran señor para ocuparse de cerca de algunas cosas” [95]. Un parecer ciertamente urticante de Van Heijenoort sobre Trotsky, al que acaso habría que contraponer este otro parecer, ahora de Trotsky, anotado por Van Heijenoort: “El reproche que incansablemente Trotsky hacía a los grupos trotskistas era su composición social: demasiado intelectuales, no lo suficientemente obreros. ‘Pequeñoburgueses’, ésa es una acusación que aparece constantemente en sus escritos contra las personas y contra los grupos” [117]. “Pequeñoburgueses”, reprocha Trotsky. Y Van Heijenoort por su parte reprocha: “demasiado gran señor”. Entiendo que debemos estos ásperos cruces a las modulaciones que son propias de lo preciso, de lo concreto, de los detalles, del día a día. Pero parece imperioso considerarlos como lo que más estrictamente son: una discusión política, una interpelación política, un desacomodamiento político. |