Fuera de lugar arranca, como otras de tus novelas, con unas frases brutales, difíciles de digerir. ¿Es un recurso estético para poner en tensión al lector con lo que sigue en el relato, o para ir “palo y a la bolsa” con los temas urticantes que abordan esas novelas?
El tema obviamente está de por medio y determina una cantidad de cosas, pero me parece que esos arranques muchas veces para mí van a definir en parte un pacto y en parte un registro. Porque estos sujetos me plantean en la escritura muy fuertemente el problema del tono, que es un problema que se plantea en cualquier texto.
Cualquier escritor tiene que decidir en qué registro va a narrar: afectivo, distanciado, irónico, enérgico, despojado, lo que sea, tenés que definir el tono y el registro, y cada vez más uno va viendo que definir eso es definir casi todo. O dicho al revés: como en la música, si errás el tono, la melodía se estropea.
Ahora, cuando además los materiales o el objeto tienen una carga previa muy perturbadora o inquietante, materiales que razonablemente uno calcula en una determinada disposición –suponemos la ternura que se podría dispensar al viejito enclenque [Cuentas pendientes], el espanto frente a la sola idea de torturar un bebé [Dos veces junio], la perturbación de la idea de desnudar a unos nenitos y sacarles fotos [Fuera de lugar]– hay un paso más en la decisión que todo narrador toma en el momento de empezar a narrar. Con esa clase de materiales, la decisión del registro y pactar un tono con el lector es decisivo, porque ahí armás la relación que el lector va a tener con esos materiales. En el caso de Fuera de lugar para mí es la intención justamente de desacomodar, de no ponerle el tono o el registro que se esperaría o que podría resultar más confortable para el lector, que podría ser el aleccionamiento, un encuadre moral que tranquilice –es decir, alguien que esté diciendo que eso que se está haciendo está mal–; o una resolución por la vía de la compasión y de la ternura que te ponga del lado de la víctima –y entonces te acomodás en ese lugar–; o un registro de denuncia social –donde el lector se colocaría en el lugar de la denuncia y la conciencia sobre lo que está pasando–. Fuera de todo eso hay un tipo de registro en el que yo por lo menos procuraba dejar al lector en un lugar inestable y siempre incómodo.
Ese arranque crudo contrasta con los personajes, que parecen especialistas en el “decir a medias” o el “mostrar a medias”, que saben cómo “ser directos y alusivos a la vez”, o cómo mostrar verdades parciales para ocultar las que puede comprometerlos, o analizar desde qué ángulos tomar las imágenes de los chicos para que calienten pero “sin tocar”. ¿Ese detalle en el registro “semiológico” es deformación profesional o lo pensaste en relación a caracterizar como perversos a los personajes?
Por una parte, al ser un grupo y no uno solo o dos, me permitió armar en cada personaje una relación diferente: que haya una mujer de por medio puede ser también perturbador –que formando parte de todo esto que están haciendo, tenga iniciativas cuasi maternales–; que el fotógrafo parezca tener una preocupación por momentos rigurosamente estética, o que el que comercia solamente comercie… hay actitudes diferentes.
Pero al mismo tiempo en el grupo, respecto del lector, hay un efecto de choque que traté que la novela tuviera; es que el lector no deja de hacerse problema por lo que está leyendo, pero está frente a personajes que no se hacen ningún problema. Busqué justamente una construcción de no-identificación –se ve que me gusta más esa clase de narrador que rompe con el principio de identificación–. Vos no ves las cosas desde el mismo punto de vista que las está tomando el que las está narrando. En parte sí, porque seguís las narración a partir del que narra; y al mismo tiempo no, porque la manera en que el narrador, o en este caso los personajes, se relacionan con lo narrado, no es la que el lector está teniendo. Vas siguiendo lo que se va haciendo desde la mirada de estos personajes y al mismo tiempo no te podés identificar con ninguno. Yo creo que el contraste más grande podría estar dado en esos términos. El lector se hace problema con lo que está pasando, entiendo que va a hacerse problema: llegan los nenitos, les sacan la ropa, los ponen ahí, hay señales de que los nenitos podrían estar pasándola mal… Ni es explícito ni está denunciado, porque eso llevaría a la novela a un lugar donde yo tampoco quiero situarla –no es una novela de denuncia–, y al mismo tiempo todo lo vivís a través de personajes que no se están haciendo problema, o se están haciendo problema por otras cosas: el encuadre, que no se manche el sillón, si esta foto se va a vender o no vender, si el cura trae un nene o no lo va a traer, el rechazo moral que tienen por el cura…
Lo más curioso de los personajes es que explotan a los chicos pero mientras, son campeones de la moral e incluso de lo políticamente correcto: critican a la Iglesia por pedófila pero tienen a un cura de proveedor, se preocupan por cómo tratar al chico autista sin discriminarlo pero lo usan aprovechando que no puede decir nada. En Ciencias morales la hipocresía moralista también tenía un lugar. ¿Por qué te interesa esta característica?
Al ser varios personajes pude marcar esos matices o esa gradación, como la repugnancia moral que tienen por el cura, porque calculan que el sí “les hace algo”, en la presunción de que ellos no están haciendo nada.
Yo no sé si es exactamente hipócrita, porque el hipócrita tiene ese doblez. En todo caso yo diría que es un doblez intrínseco a la moral. No sé si acá es una “doble moral”; es lo que toda moral tiene de doble. No estoy hablando de la ética, de la capacidad de tener una línea de conducta, sino de ese tipo de relación con el “valor” por el cual alguien se considera dueño y avanza sobre los demás. Yo diría también que hay una diferencia que va de la ética a la moral y de la moral al moralismo, es decir, a la imposición de esos valores como universales y al avanzar sobre la conducta de los otros, sobre el temperamento de los otros. A mí me parece que hay un doblez que está, no en la doble moral, sino en el moralismo.
En Ciencias Morales es igual: tampoco hay hipocresía. La chica no es hipócrita, no es que dice “armo el discurso moralista –como si dijéramos, pour la galerie– pero después voy al baño y me pego una calentura con los pibes meando”. No dice eso, no tiene ese doblez, porque cuando ella se mete en el baño y mira, no se está saliendo de su moral. Está convencida de que está vigilando lo que tiene que vigilar. Es lo que de inmoral tiene el propio moralismo. Para mí el doblez está adentro: para mí estos personajes no son hipócritas, no dicen: “acá estamos abusando de estos nenes, los ponemos en bolas, les sacamos fotos y hacemos guita, somos unos cretinos, pero tenemos una doble moral y despreciamos al cura”. Ellos realmente creen que no están haciendo nada, así como la preceptora en Ciencias morales realmente cree que está cumpliendo con su deber y lo que está haciendo es una práctica aberrante que está al interior de su moral. Es como si uno dijera que la perversión emana del moralismo: no viene a contradecir, ni es una excepción, ni su contracara, ni su momento hipócrita. Una conducta rigurosamente rígida, que avanza en su rigidez como imposición sobre los demás, una y otra vez produce estas perturbaciones. A mí lo que me interesa es advertir o indagar cómo esa perturbación proviene de la moral y no está del otro lado. Creen que como no tocan no están haciendo nada, que porque no penetran no están haciendo nada, y al mismo tiempo el lector ve que todo el tiempo les están haciendo algo, mucho.
En la novela las fotos se venden a países del Este donde según charlan los personajes con cierta condescendencia, cayó el “comunismo real” y aparecen los nuevos ricos y un consumo desbocado. ¿Es otro doblez de los personajes o efectivamente el consumismo funciona produciendo moralina para cubrirse?
Casi todo en la novela, como casi todo lo que yo escribo, está muy pensado previamente, pero esto me parece que fue una resolución no te digo sobre la marcha, sino una posibilidad que se me abrió –primero la idea era que las fotos se manden lejos y se supone que nunca iban a circular en el mundo al que ellos pertenecen–. Pero cuando llegas en la escritura a definir ese “lejos” te encontrás con que si lo ponés en el viejo bloque de los países socialistas le podés dar una dimensión política a la novela que me interesa introducir también. Como al momento que pensé Ciencias morales y dije “que ocurra durante Malvinas”, y en realidad es algo que se agregó que me permitía darle una caja de resonancia a la preceptora que me parecía buena para la novela; nunca la pensé como de la dictadura, pero situarla en el ‘82 le daba una caja de resonancia más interesante.
En el caso de Fuera de lugar las fotos las podían mandar a cualquier lado, bastaba con que fuera muy lejos. Pero independientemente de lo que vos y yo tenemos para decir de la Unión Soviética y lo mucho que tenemos para decir respecto de eso que se llamó comunismo en esos países, poner toda esta inmoralidad moralista de la mercancía en el paisaje del regreso brutal del capitalismo –brutal también porque vuelve vencedor donde parecía que había sido vencido–, me parecía que le daba una resonancia política que me interesaba poner en juego también, precisamente para que estas cuestiones sobre valores/ética/moral/moralismo en términos de una determinada práctica –que está entre lo fotográfico, lo erótico y el abuso de menores–, tuviesen esa resonancia con respecto al consumo y su bulimia.
Creo que efectivamente ahí está la posibilidad de pensar los valores no en términos puramente superestructurales, para decirlo en un lenguaje clásico, sino en un sentido más weberiano, que es que la ética y los valores están imbricados en la relación que se tiene con el trabajo, con la producción y después con el consumo; no es la superestructura de la producción solamente, o la superestructura de la circulación de la mercancía y su consumo meramente, sino que forma parte de eso mismo. No es el orden de valores que acompaña o que cubre una voracidad consumista, la voracidad consumista expresa esos valores, son su concreción.
Y los produce también…
Y los produce en el mismo sentido que la producción produce demanda; lo primero que produce la producción es la demanda, y para mí la idea de tomar esos momentos de auge, no de contención en el sentido de Weber sino al revés, de desenfreno, permitió encontrar en esta superposición esta posibilidad: que lo que aparece en el mercado no es lo sexual, es el consumo de cualquier cosa. La parte bulímica, la pasión del consumo no en el objeto sino en el consumo. Entonces ahí si hay una desmesura que yo quería indagar justamente en relación con la desmesura que uno podría adjudicar al tipo de foto, como cuando se dice “ya no sabe qué inventar”: una especie de insaciabilidad donde la heterodoxia sexual, ya trocada igual en abuso, se toca con esa insaciabilidad.
La segunda parte del libro, donde aparece el cadáver que da pie a lo propiamente policial, está estructurado por dos búsquedas que parecen opuestas y que cuando se cruzan tendrán sus efectos: una es la del sobrino del muerto que se desplaza, que no deja registro de esas búsquedas, nadie sabe qué está buscando; la otra es la de uno de los implicados, que busca sentado en internet, dejando registro, sin saberlo, de todo lo que hace. ¿Lo pensaste como desencadenante de la trama o también como forma de exploración de un género donde la búsqueda es un eje?
No había visto tan claramente que hay dos investigaciones y dos búsquedas ahí. Sí había pensado lo de internet como uno de los dos grandes cambios de esa época y también una idea de las tantas que uno aprendió en Benjamin, que es el modo en que impactan ciertas transformaciones en la generación que no es exactamente la que queda acompasada por la transformación, sino la generación que se formó en el temperamento exactamente previo a la transformación, como cuando Benjamin dice los soldados que fueron al frente de guerra habían ido a la escuela en la infancia en tranvías a caballo. Tenés el temperamento, el carácter, la escala de percepción formateada, tenés la biblioteca y formás parte de la generación de la transformación de internet, no la de mi hijo que ya tiene eso incorporado, sino la que conoce la idea de que había que ir a la biblioteca, ir a la materialidad del fichero, del estante, esa generación que somos nosotros, entrenados en la vieja escala, formateados –digo formateado y es el lenguaje de internet– en esa otra dimensión, y de pronto nos vemos arrojados al infinito de internet.
Ese cambio y el otro, la caída del proyecto comunista tal como se intentó en el Este, son los dos grandes cambios que me permitieron, sobre los materiales iniciales de la situación sexual de las fotografías, esa combinación entre la bulimia del consumo, la insaciabilidad del consumo, y la inagotabilidad de internet, que me parece que efectivamente es una combinación explosiva, porque para el insaciable el límite viene dado por el límite objetivo de aquello que quiere. ¿Qué pasa cuando eso se combina con lo ilimitado por definición de internet, que nos pone frente a una escala de ilimitado nunca antes vista, porque no es material en el sentido de su virtualidad, efectivamente? Yo siempre dije “Podría ver fútbol indefinidamente”, pero no era cierto; pero ahora podría ver fútbol indefinidamente, con internet realmente podrías no parar nunca, y no ir a parar a las periferias de los partidos inconcebibles, sino grandes partidos que ahora podés ver y no terminás más. Entonces eso me fue muy útil en la novela en clave de búsqueda: la búsqueda a la vieja usanza de desplazarse, ir a los lugares, buscar los testigos, ver si alguien sabe algo, del viejo investigador que va detrás de las huellas materiales; y la del investigador de lo inmaterial que se mete en internet y comprende que nunca va a terminar y al mismo tiempo es eso lo que lo salva, porque el infinito de internet hace que todo el tiempo todo esté ahí, y al mismo tiempo te pone frente a lo inhallable… Me pasa con la música: me paro frente a mis discos y en unos minutos logro decidir qué tengo ganas de escuchar; en internet, como está todo, para mí termina equivaliendo a nada. Es tanto que no puedo decidir ganas de qué tengo.
Una idea borgeana…
Es que eso que muchas veces se señaló, la concepción de Borges de la biblioteca infinita que anticipaba internet, es pertinente. Al mismo tiempo eso se vuelve salvación para uno de los dos investigadores que definís vos, que son también dos paradigmas: el investigador sedentario que trabajan Borges y Bioy, el que está preso y que resuelve los crímenes literalmente encerrado; frente al investigador itinerante, que va a buscar las huellas. Yo creo que el contraste en Fuera de lugar es que uno busca para encontrar, y el otro busca para no encontrar. Lo que Correa quiere es no encontrar las fotos y eso le va a dar alivio. Al mismo tiempo supone que pueden estar ahí. Yo tenía una costumbre pésima que no se me fue del todo, que era no tirar nada para así saber que no perdía nada. Al mismo tiempo, al no tirar nada, tenía tantos papelitos, pilas, que nunca encontraba nada. Internet en su inmaterialidad llevó eso a su punto más perfecto: todo está ahí y a la vez eso mismo lo vuelve inhallable. Es decir, en la novela: si fotos de nenitos circulan en cantidad, las chances de que las fotos mías estén son muy grandes, pero por eso mismo, la chance de que alguien las encuentre son muy pequeñas.
Hablando de consumos culturales, en un ensayo tuyo reciente, Ojos brujos, analizás letras de tangos y boleros, por ejemplo cómo el amor en los boleros tiene los atributos de lo religioso, o cómo los tangos muestran al macho hablando con sus pares de sus desventuras amorosas, y decís que los boleros son “fábulas de amor que narra la cultura de masas para configurar nuestro imaginario sobre el universo amoroso”. ¿Cómo creés que funciona esa cultura de masas, expresa cuestiones sociales que están en el aire, o al revés, machacan con ideas que terminan configurando nuestra forma de evaluar nuestras experiencias como el amor, el desengaño, etc.?
Uno podría decir que el trabajo sobre los boleros es la contracara de Fuera de lugar, porque lo que hay allí, en todos los vínculos, es justamente un desapego, el de los personajes. Y el mundo romántico de los boleros y los tangos es la versión radicalmente opuesta al universo que construí en Fuera de lugar; es la imposibilidad del desapego, el “qué bien me vendría un poquitito de desapego, un cachito de indiferencia, un poquito de olvido, de ajenidad”… Es justamente lo contrario, la imposibilidad radical del desapego, de la indiferencia, de la indolencia.
Es un poco lo que hablábamos respecto de producción/consumo: por una parte vienen a responder a un imaginario social existente, por otra parte sobre todo vienen a constituirlo. En Ojos brujos se hace hincapié en cómo lo constituyen, porque lo pensé en clave de “educación sentimental”: ¿dónde se formó nuestra manera de vivenciar el amor? Lo que me interesó en estos tangos y boleros es que me parecen una instancia de sinceramiento, porque hay un tabú muy grande sobre lo sentimental. Ahí está Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso…–me citaban a Monsiváis, que está bien, es grandioso, pero no dejo de sentirlo muy sociológico respecto de lo que a mí me interesa que es leer los textos–.
Creo que el tabú que opera sobre lo sentimental es más fuerte que sobre el sexual, mucho más para los varones. Yo no entiendo por qué no se trabaja mucho más, en el ataque al machismo –del que yo me ocupo insistentemente–, sobre qué es lo que hace el machismo con el macho: ¿qué sujeto constituye en el macho? Una de las marcas de lo que el machismo le hace al varón, por eso me interesa el tango, y el momento en que se producen quiebres –porque el tango no es uniforme, no es la cosa machista compacta que muchas veces se estereotipa, por supuesto está el mandato de virilidad, pero es tan fascinante cuando eso se resquebraja–, cuando el género le permite al macho decir –para decirlo con el lenguaje propio del machismo– “voy a mariconear un poco”. Como cuando Barthes dice “todo enamorado se feminiza” –obviamente respondiendo a un estereotipo o asignación de roles sociales determinados–, creo que efectivamente la sentimentalidad está vedada para el varón. Excepto con una cantidad de resoluciones de artificio, de indirectas. Bajo el imaginario amoroso auténtico para mí, un amor es lo contrario que algo pasajero, es eterno y definitivo, incluso cuando pasa. Así como con esta lógica, que quiebra lógicas, todo amor es único, y cuando se suceden varios, todos son únicos. Esas marcaciones de “ya se te va a pasar” son frenos a esta entrega a lo sentimental. Es más difícil poner en circulación con absoluta franqueza la plenitud de la pasión sentimental; está mucho más admitida la pasión sexual en cuanto a la posibilidad de admitirla y de enunciarla.
Me parece que los boleros son una zona de permisibilidad, así como se habla de una permisibilidad sexual. Hay mucho “bananismo”, y no solo en los varones, con respecto a la pasión amorosa, siempre es como todo muy superado. Pero cuando nos enamoramos estamos como se dice “hasta las manos”; ante el desengaño amoroso sufrimos horriblemente. Eso sí es hipocresía: ¿por qué hablamos de lo sentimental como si estuviésemos por encima, cuando lo cierto es que nos traga por completo? El bolero nos permite la enunciación de la pasión amorosa sin resguardo, sin distancia irónica, sin fingirnos por afuera, sin defendernos de nada, entregarnos a esa sinceridad.
También creo, y fue decisivo en esto la marcación de la cultura de masas: se activa sobre todo ahí, por eso trabajé el tango y los boleros y no las novelas de amor, que las hay –obviamente el enlace es Puig, que es el que hace literatura con ese universo, con esos materiales y con esa impronta–. Pero tenía esta prevención de que así como creo que hay mediaciones de validación para admitir la entrega a lo sentimental –creo que era Monsiváis el que decía irónicamente que un intelectual dice “como dice Corín Tellado, te quiero”–, creo que también hay, y traté de evitar eso en Ojos brujos, ciertas mediaciones de validación o de legitimación para acceder a este tipo de materiales. Vía Manuel Puig, el bolero y las telenovelas sí; o Almodóvar valida Chavela Vargas, Chavela Vargas valida al bolero. Yo también quería, y me propuse, sincerar mi propia relación con esos materiales, sin la mediación legitimadora del prestigio intelectual cultural. Mi educación sentimental proviene de ahí, no de nexos –Caetano, Chavela, Almodóvar– que permiten para muchos legitimar la relación con esos materiales. Mi relación con lo cursi es genuina y es espontánea. ¿Llegué a Roberto Carlos vía Caetano, y a Caetano vía Almodóvar? No, yo escuchaba Roberto Carlos porque mi mamá tenía los discos en mi casa. También me propuse desarmar la coartada del esnobismo. Yo soy un intelectual, pero pretendo no ser snob. ¿El bolero, vía Puig? No… también vía Puig, pero en mi casa había discos de boleros. Entonces procuré permitirme la relación con la cursilería. Por fuera de la sanción de lo kitsch, y por fuera del prestigiamiento del camp –no traer a colación a Susan Sontag para con la ironía del camp, validar un acceso al kitsch–. No; blanquear nuestra relación con lo kitsch, porque cuando nosotros nos enamoramos nos entregamos por completo a la cursilería. ¿Entonces, por qué nos hacemos los vivos, para qué nos hacemos los superados? |