Las dificultades del oficialismo ante un año electoral atípico, cruzado por la crisis y la pandemia. Las promesas de recuperación del salario y la apuesta al pacto con gremios y empresarios. El planteo de la izquierda y la lucha de clases.
Cuando Cristina Kirchner cerró el 2020 usando la tribuna de un acto en La Plata para pedir “alinear los salarios y jubilaciones con los precios de los alimentos y las tarifas”, hizo algo más que meter ruido dentro de la interna del Frente de Todos y la negociación con el FMI. Daba cuenta de una crisis del Gobierno, aunque no de una solución.
Al cumplirse un año de mandato, las promesas de campaña electoral habían sido incumplidas. Los salarios no habían crecido sino bajado en su poder de compra, el empleo no había aumentado sino caído pronunciadamente, y la pobreza volvía a tocar niveles récord, afectando a casi la mitad de la población.
El riesgo de ratificar sin más el rumbo elegido era (y es), para el oficialismo, el de abusar de un mecanismo que, exitoso en un comienzo para ellos en cuanto a imagen positiva, corría el peligro de agotarse: el de la doble justificación de la grave crisis económica y social, amparados en la imprevista pandemia y la herencia recibida del macrismo, con el empoderamiento de Alberto como conductor firme de una gran crisis. El paso del tiempo podría poner al desnudo que, más allá de los relatos y políticas parciales, seguían ganando los mismos de siempre y seguían perdiendo los mismos de siempre. De cara a un año electoral, no era una buena perspectiva.
Para fin de año, las encuestas que marcaban una caída (aunque desde niveles muy altos) en la imagen presidencial eran la señal de alerta. El termómetro de la calle, y un despuntar de conflictividad social, lo confirmaban desde otro lado. Por último, las voces críticas y debates públicos dentro del propio Frente de Todos, indicaban también que algo no cerraba, en muchos casos respecto de los permanentes retrocesos del Gobierno ante los factores de poder, como en Vicentin o, más recientemente, en la disputa por las exportaciones de maíz. Al cierre de esta edición se anunciaba también un nuevo retroceso frente a la posibilidad de aumentar retenciones a las patronales del campo, el mismo día en el que el ministro de Trabajo Moroni rechazó la cláusula gatillo para que los trabajadores puedan defenderse de la inflación.
En el plano de la pandemia, la llegada del año nuevo, esperada como un símbolo para dar vuelta la página después de meses distópicos para la humanidad, no trajo sin embargo noticias del todo buenas: en la arena internacional la vacuna es primero motivo de negocios millonarios y disputas entre laboratorios y entre estados, antes que un problema de salud pública. En la atrasada y dependiente Argentina, el 2021 comenzó con suba de casos de coronavirus y retraso en la llegada de vacunas respecto de las promesas que habían sido hechas, dando cuenta de que la crisis del coronavirus todavía tendrá un considerable trecho por recorrer.
Esas noticias sanitarias, que afectan la vida de millones, también se posan como una nube de interrogantes respecto de la recuperación de una economía que tuvo en 2020 su mayor derrumbe desde el año 2002.
En las últimas horas, también la podredumbre de la Policía Bonaerense, la misma que el año pasado protagonizó una inédita extorsión armada por sus remuneraciones luego de haber sido empoderada por el Gobierno con Sergio Berni a la cabeza; la que reprimió en Guernica por orden de Kicillof; y la que quedó implicada en la desaparición y muerte de Facundo Castro; es ahora nuevamente factor de crisis, con sus “chantajes” pero también por el aberrante femicidio de Úrsula Bahillo por parte de un agente de la fuerza y la desestimación de las repetidas denuncias que había hecho la víctima.
Enfilando a octubre (¿será en octubre?)
Aquellas palabras de Cristina Kirchner buscaban entonces cerrar un oscuro 2020 para encarar el 2021 con una misión clara: intentar probar la vieja política, practicada tanto por gobiernos peronistas como macristas, de guardar los peores ajustes para los años pares e intentar repuntar en la economía y el humor social en los años impares, es decir, electorales.
El contexto, sin embargo, es mucho más adverso para dar buenas noticias que en aquellas ocasiones pasadas. No es solo la pandemia, sino también la decisión oficialista de aceptar y administrar la herencia macrista, en vez de cuestionarla, lo que deja un margen sumamente estrecho de opciones. En esto no hay diferencias dentro del Frente de Todos, más allá de los discursos.
El peso de una deuda pública ilegal e ilegítima que creció vertiginosamente condiciona los destinos del país, aunque el Gobierno intentará negociar con el FMI que sus mayores sinsabores queden para después del calendario electoral. De todos modos, ya se sabe que de mínima el presupuesto de este año implica ajuste fiscal, sin IFE, sin ATP y con caída en los presupuestos de salud y educación, precisamente en el momento en que millones se han hundido en la pobreza.
A su vez, la “buena noticia” del aumento de los precios de la soja se vuelve un arma de doble filo en un país cuyas tierras rurales son dominadas por terratenientes y el comercio exterior está en manos de un oligopolio privado de multinacionales que especulan con el precio de los alimentos y el hambre de la población (al igual que los supermercados y otros formadores de precios). En otro plano, el debate actual sobre el problema fiscal e inflacionario asociado a las tarifas de los servicios públicos esenciales resulta una trampa sin salida mientras estos resortes estratégicos sigan en manos de las privatizadas, como lo es desde el menemismo hasta hoy sin ser cuestionado por ningún Gobierno.
Estos y otros dilemas de la Argentina dependiente, que no tienen solución sin medidas de fondo que pongan en cuestión una economía que no está organizada para las necesidades de las grandes mayorías sino para los negocios de unos pocos, explican la larga y pronunciada decadencia del país en las últimas décadas.
Las preocupaciones del oficialismo, sin embargo, están guiadas por otras urgencias: hasta qué punto rebotará la economía después del derrumbe del 2020 y si sus efectos influirán sobre el humor popular a la hora de ir a las urnas. Las especulaciones sobre una posible suspensión de las PASO o un corrimiento del calendario electoral están mucho más ligadas a este problema y a conveniencias de roscas para los armados que a cualquier repentina preocupación sanitaria o de costos de los comicios.
Sin soluciones de fondo, el Gobierno juega dos carreras de velocidad antes de las elecciones: la de mostrar algún resultado respecto del plan de vacunación para que aporte algún grado de “normalidad” (sabiendo que no logrará vacunar a toda la población este año) y la de reactivar la economía y domar la inflación que en diciembre y enero tocó picos del 4 %, carcomiendo los ingresos de millones.
Si en el primer terreno Argentina se muestra con todos los límites de ser parte de los países dependientes y subordinados en la geopolítica internacional, respecto de lo segundo, por estas horas, el oficialismo ensaya una política que por un lado intenta volver a una cierta “normalidad” sin importar la salud de los trabajadores (como se ve en docentes, donde coincide con el macrismo en una vuelta a clases sin medidas serias de salud, o en dejar correr que empresas como Metrovías y muchas otras aprieten a trabajadores de riesgo para que vuelvan a trabajar); y por otro lado vuelve a intentar controlar la inflación con la vieja y fracasada política de intentar un acuerdo social entre Gobierno, cúpulas sindicales y empresarios para alinear precios y salarios, como había pedido Cristina Kirchner en diciembre y en ocasiones anteriores. En la historia nacional, los ensayos de este tipo o bien quedaron en papel mojado, o bien terminaron trágicamente, como en el ‘74-’75.
Complementariamente, esta semana el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, anunció el envío de un proyecto para eximir del impuesto al salario a 1,3 millones de trabajadores, quedando este robo “reducido” a unos 800.000 empleados.
Sin embargo, la política (de concretarse) implica de conjunto que para la inmensa mayoría de los trabajadores se convalida la pérdida salarial que desde el macrismo en adelante implicó un retroceso del poder de compra del salario que en algunos sectores llega a más del 25 % Eso, en el caso de que logren “alinear” las variables. Si la inflación es más alta que la prevista por el Gobierno, como estiman muchos analistas, estaríamos frente a un ataque peor aún al salario. Por otro lado, para los sectores más golpeados, sumergidos en la pobreza y con carencias elementales como un techo para vivir, la política de ajuste fiscal implica que no habrá solución para ninguno de sus problemas estructurales, excepto la que se consiga mediante la lucha de clases.
Las cúpulas sindicales ya dieron el puntapié inicial para avalar este rumbo. Mientras que La Bancaria se apuró en firmar el 29 % exigido por el Gobierno, este miércoles hubo un desfile de burócratas de la CGT y la CTA por Casa Rosada para las conversaciones.
El handicap del oficialismo, en este terreno, es como siempre que a la hora de la comparación electoral la polarización con el macrismo aporta un adversario que es el rostro mismo del ajuste y de gobernar para los ricos.
Pero hay otro camino muy distinto, que es por el que va la izquierda. Mientras es protagonista y apoya cada lucha (como en el subte, Hey Latam, docentes, la pelea contra la megaminería en Chubut, correos o trabajadores rurales de Jujuy, entre tantas otras), sus diputados Nicolás del Caño y Myriam Bregman propusieron un proyecto de emergencia en el Congreso para elevar el salario mínimo vital y móvil a $ 50.000 pesos e insistieron con el tratamiento de los proyectos del Frente de Izquierda para que se otorgue un IFE de $ 40.000 para todos aquellos que se quedaron sin ingresos durante la pandemia, así como para terminar con el “impuesto a las ganancias” que afecta a trabajadoras y trabajadores asalariados y a jubilados y jubiladas. Los recursos están, dejando de pagar la deuda y si se afectan las ganancias de las patronales del campo, los bancos y los grandes empresarios.
Como señaló Bregman, para lograr esto, “desde abajo, hay que imponerles a las centrales sindicales que abandonen la reposera y la subordinación a las políticas de ajuste y convoquen a un verdadero plan de lucha por las demandas de trabajadores y trabajadoras y de los sectores populares para que la inflación, la desocupación, la precarización laboral y la pobreza no sigan golpeando a la clase trabajadora”.
Al cierre de esta columna, también el movimiento de mujeres vuelve a mostrar que nuestro futuro está en las calles, haciendo sentir con fuerza el reclamo de justicia por Úrsula Bahillo.