Si la historia de la lucha de clases pudiese proyectarse en un denso tejido, en el cual los acontecimientos, personajes, conflictos y enfrentamientos fuesen uniéndose entre sí a lo largo de toda la superficie, sin dudas la Comuna de París de 1871 sería un punto de confluencia, de unión, de varios “hilos” históricos. Tanto si nos dirigimos al pasado, deteniéndonos en la Revolución Francesa de 1789, o en las Revoluciones de 1830 y 1848, como si avanzamos en el tiempo, hacia las Revoluciones Rusas de 1905 y 1917, el Mayo del 68, o las luchas de resistencia contra el nazismo al fin de la Segunda Guerra Mundial, encontraremos referencias a la Comuna de París. Las barricadas, los adoquines desparramados por la calle, la guerra, la clase obrera en armas, la bandera roja, París, Versalles, las mujeres al frente, son todas imágenes que se repiten de una u otra forma en aquellos procesos.
Aquí, tiraremos de uno de aquellos hilos: el que conecta la Comuna de 1871 con Petrogrado de 1917. Y lo haremos siguiendo a tres de los más destacados fabricantes de aquella fibra: Marx, Lenin y Trotsky. A partir de sus escritos sobre la Comuna se puede vislumbrar la común preocupación por transformar aquella experiencia de la clase obrera en una escuela de estrategia revolucionaria, que tuvo su prueba en 1917. En oposición a lecturas en clave reformista de aquel acontecimiento, los tres revolucionarios extrajeron conclusiones sobre el rol del Estado, el poder de la clase obrera, la insurrección y la necesidad de un partido revolucionario.
Marx
Como ya señalaban Marx y Engels en el prefacio a la edición alemana del Manifiesto Comunista de 1872, el acontecimiento que más había modificado los pronósticos de aquel texto, pese a conservar su vigencia en los aspectos esenciales, había sido la Comuna de París. Ambos autores señalaban que “dado el desarrollo colosal de la gran industria en los últimos veinticinco años, y con éste, el de la organización del partido de la clase obrera; dadas las experiencias prácticas, primero, de la revolución de Febrero, y después, en mayor grado aún, de la Comuna de París, que eleva por primera vez al proletariado, durante dos meses, al poder político, este Programa ha envejecido en algunos de sus puntos”, y agregaban, citando al manifiesto elaborado por Marx para la Primera Internacional, conocido luego como La Guerra Civil En Franciaque “La Comuna ha demostrado, sobre todo, que «la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines”.
Esta conclusión, una de las más importantes que extrae Marx de aquel proceso, partía de la experiencia práctica de aquellos meses en los que el proletariado de París había tomado “el cielo por asalto”. Empujados hacia el poder, los obreros parisinos chocaron con una enorme maquinaria estatal, construida durante la etapa del Imperio y hecha a medida de las necesidades de la burguesía financiera que gobernó durante la época de Napoleón III. Los procesos revolucionarios de 1830 y 1848, que habían atemorizado a la burguesía al evidenciar la potencialidad de la clase obrera, (así como sus límites para actuar de forma independiente), eran para Marx los determinantes para comprender la forma que había adoptado el Estado en aquella época. Si los “republicanos” burgueses que se habían adueñado del poder después de febrero de 1830, lo usaron para reprimir brutalmente a la clase obrera en junio de aquel año y demostrar a los terratenientes y monárquicos que su propiedad estaría “a salvo”, la revolución de 1848 y el ascenso de Bonaparte al poder, anulando el parlamentarismo y reforzando el poder centralizador del Ejecutivo, terminaron de delinear los rasgos del Estado como “una máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo”.
De este modo Marx concluía que, en tanto las bayonetas de Bismarck habían destapado toda la podredumbre de la sociedad burguesa, repleta de corrupción y de falso republicanismo, evidenciando que Thiers [1]como representante del gobierno burgués prefería aliarse al ejército prusiano contra la clase obrera, antes que defender el supuesto “orgullo nacional”, la Comuna se convertía en “la antítesis del Imperio”. Pese a sus límites, el “republicanismo consecuente” de los comuneros implicaba necesariamente superar los marcos de un Estado diseñado para la guerra contra el proletariado: librada de la funcionalidad dada por el temor burgués a la revolución proletaria, la maquinaria burocrática construida previamente carecía de sentido, y la clase obrera para asentar su poder, no podía encontrar allí utilidad para sus propósitos.
Por eso uno de los elementos que Marx destacó de la Comuna, fue su capacidad de crear nuevas instituciones que se adecuasen al poder obrero: la supresión de la policía y el ejército permanente como cuerpo separado de la sociedad y el subsiguiente armamento del proletariado bajo la órbita de la Guardia Nacional; la creación de un organismo de poder ejecutivo y legislativo a la vez, que evitase la escisión entre quienes deciden y quienes ejecutan las leyes; la supresión de la casta de funcionarios estatales privilegiados, reduciendo los cargos rentados a una minoría electa y revocable, cuyo salario no superase el de un obrero medio; la separación de la Iglesia y el Estado, que permitió establecer el acceso irrestricto a la enseñanza y la ocupación de las propiedades eclesiásticas; la elección y revocabilidad de los jueces, etc.
Todos estos elementos novedosos, no representaban ni un idealizado regreso a la “comuna medieval”, ni un elogio a la descentralización de la nación. El “abaratamiento del Estado” y el republicanismo de la Comuna (llevando hasta el final consignas que la burguesía “republicana” era incapaz de realizar), eran consecuencia del poder de clase que se estaba erigiendo, pero no su fin en sí, cuya proyección tenía un alcance nacional. Todos ellos fueron acompañados de medidas “sociales”, que sin plantear una “expropiación de los esclavistas”, habilitaban, por ejemplo, a ocupar los establecimientos de aquellos patrones que habieran huido de París, a reducir la jornada laboral y atacar el problema de la desocupación. Para Marx la Comuna “había de servir de palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase. Emancipado el trabajo, todo hombre se convierte en trabajador, y el trabajo productivo deja de ser un atributo de clase”. E iba más allá: en tanto el proletariado era la única clase capaz de iniciativa transformadora, su desarrollo empujaba a la revuelta campesina, a la que temían los “rurales” que pronto se aliaron a Versalles.
Esta lectura de los hechos tenía implicancias políticas y teóricas: suponía reafirmar la necesidad de un enfrentamiento violento con la burguesía, que debía ser preparado, en el camino de su expropiación como clase y la extensión de la experiencia comunera al resto de Francia. Los límites de la improvisada dirección de los comuneros y la fuerza contrarrevolucionaria conjunta de los “republicanos” y los bismarkianos, impidieron esta perspectiva. La burguesía francesa, con la ayuda de su “enemigo nacional” (que se convirtió en su aliado de clase), Bismarck, ahogó en sangre el levantamiento de su verdadero enemigo: la clase obrera.
Pero ya los hechos dejaban claro que “la guerra de los esclavizados contra los esclavizadores”, era “la única guerra justificada de la historia”, en tanto la violencia salvaje desatada sobre los obreros y obreras parisinos, con más de 30 mil muertes que tiñeron de rojo los ríos de la Capital de la Europa “civilizada”, mostraban que la burguesía estaba dispuesta a todo para derrotar al proletariado en la lucha por su liberación.
El papel que Marx le otorga en la preparación de ese combate por la construcción de una nueva sociedad a la Asociación Internacional de Trabajadores (la Primera Internacional) era central: según él se trataba de una organización que nucleaba a “la vanguardia” de los trabajadores europeos, y que debía acompañar cada uno de sus procesos de lucha. Aunque sin desarrollarlo, Marx daba cuenta de la necesidad de poner en pie una organización política que superase tanto a las alas proudhonianas como blanquistas, que fueron las que predominaron durante la Comuna. Años más tarde, en un prólogo de La Guerra Civil en Francia, Engelsexplicitaría esta idea: “la Comuna dispuso una organización para la gran industria, e incluso para la manufactura, que no se basaba sólo en la asociación de obreros dentro de cada fábrica, sino que debía también unificar a todas estas asociaciones en una gran Unión; en resumen, en una organización que, como Marx muy bien dice en La guerra civil, forzosamente habría conducido en última instancia al Comunismo, o sea a lo más antitético de la doctrina proudhoniana. Por eso, la Comuna fue la tumba de la escuela proudhoniana del socialismo. Esta escuela ha desaparecido hoy de los medios obreros franceses; en ellos, actualmente, la teoría de Marx predomina sin discusión, y no menos entre los posibilistas, que entre los «marxistas». Sólo quedan proudhonianos en el campo de la burguesía «radical»”. Por su parte, la perspectiva insurreccionalista del blanquismo, había mostrado la incapacidad para preparar una acción conjunta contra el poder centralizado heredado del Imperio.
Estas conclusiones, como veremos, resultarían fundamentales para los Bolcheviques, no sólo en la disputa estratégica con las políticas reformistas, parlamentaristas y estatistas de la Socialdemocracia alemana, sino en el propio proceso revolucionario en Rusia, alentando la participación en los soviets como organismos de “doble poder” que empezaban a reemplazar al antiguo Estado monárquico, y colocando el problema de la preparación de la insurrección por parte de un partido revolucionario en un lugar central.
Lenin
Tanto Lenin como Trotsky se apropiaron de las lecciones de la Comuna y de las conclusiones esbozadas por Marx, sin dejar de señalar que entre su época y aquella, se habían producido importantes transformaciones, tanto en el Capitalismo en general como en la clase obrera en particular. La etapa imperialista, que Marx no había llegado a observar en su plenitud, no sólo suponía la extensión de las relaciones capitalistas a todo el mundo, el acrecentamiento de las tensiones entre los Estados, el avance del capital financiero y los monopolios, sino que presentaba un nuevo tablero estratégico para la clase obrera. Trotsky señalaba, en A 90 años del Manifiesto Comunista, que el período prolongado de prosperidad capitalista que siguió a la Comuna de París “produjo, no la educación de la vanguardia revolucionaria, sino más bien la degeneración burguesa de la aristocracia obrera, lo que a su vez se convirtió en el principal freno a la revolución proletaria”. Por su parte, Lenin en su prólogo de 1920 a las ediciones francesa y alemana de El imperialismo, fase superior del capitalismo, advertía en un mismo sentido que esa “aristocracia obrera”, la cual se había transformado en el principal apoyo de la Segunda Internacional en su etapa reformista, “en la guerra civil entre el proletariado y la burguesía se colocan inevitablemente, en número considerable, al lado de ésta, al lado de los “versalleses” contra los “comuneros’”. De este modo, ambos revolucionarios señalaban que la nueva etapa abierta por el capitalismo implicaba que los nuevos “comuneros” no solo debían lidiar con los ejércitos de la burguesía bajo su manto “republicano”, sino con “agentes de la misma” que actuaban al interior de la clase obrera bajo la forma de burocracias sindicales o partidos socialdemócratas.
Sin embargo, esto no era un límite para el desarrollo de la revolución proletaria, sino una actualización de su marco estratégico. Ya en 1905, en su Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, escrito al calor de los acontecimientos de la primer Revolución Rusa, Lenin señalaba que la prolongada época de reacción política, que había reinado en Europa desde los tiempos de la Comuna de París, y que había familiarizado al movimiento socialdemócrata “con la idea de la acción sólo "desde abajo", “nos ha acostumbrado demasiado a considerar la lucha sólo desde el punto de vista defensivo. Hemos entrado ahora, indudablemente, en una nueva época”. Desde su visión, la agudización de las tensiones entre los Estados y entre las clases, reavivaba la perspectiva de la revolución proletaria, en tanto quedaban evidenciado el rol reaccionario de la burguesía incluso para llevar adelante las demandas democráticas en países atrasados como Rusia.
Tres años después, en 1908, Lenin reafirmaba esta idea, señalando que “la Comuna fue un ejemplo brillante de cómo el proletariado sabe cumplir unánimemente las tareas democráticas, que la burguesía sólo sabía proclamar”. Pero sobre todo, avanzó en precisar algunos de los errores cometidos en aquella experiencia. En primer lugar, en consonancia con Marx y Engels, evaluaba que los comuneros se habían detenido “a mitad del camino” en el proceso de expropiación de los expropiadores, debido al predominio de la corriente proudhoniana, que no definió entre sus tareas centrales apropiarse, por ejemplo, de la Banca de París, el centro del poder financiero de la burguesía francesa. En segundo lugar, y avanzando en una reflexión que combinaba los aspectos políticos con los militares de aquella jornada, Lenin asociaba la búsqueda por “influir moralmente en los enemigos” (en referencia a la confianza de los comuneros en la legitimidad que podía darles el sufragio universal) con la subestimación de los comuneros respecto a “la importancia que en la guerra civil tienen las acciones puramente militares”, en referencia a la necesidad de aprovechar la ventaja temporal inicial sobre Versalles para atacar el centro sobre el que se recomponía la reacción. Pese a esto, Lenin era sumamente optimista respecto a la apropiación de los obreros rusos de aquella experiencia histórica, en tanto la Socialdemocracia rusa había logrado en 1905 comenzar a poner a prueba algunas de sus conclusiones en la insurrección de diciembre:
«"Y pese a la gran diferencia que había entre los objetivos y las tareas de la revolución rusa y los de la francesa de 1871, el proletariado ruso hubo de recurrir al mismo método de lucha que la Comuna de París había sido la primera en utilizar: la guerra civil. Teniendo presente sus enseñanzas, sabía que el proletariado no debe despreciar los medios pacíficos de lucha, que sirven a sus intereses corrientes de cada día y son indispensables en el periodo preparatorio de las revoluciones. Pero el proletariado jamás debe olvidar que, en determinadas condiciones, la lucha de clases adopta la forma de lucha armada y de guerra civil; hay momentos en que los intereses del proletariado exigen un exterminio implacable de los enemigos en combates a campo abierto. El proletariado francés lo demostró por primera vez en la Comuna y el proletariado ruso le dio una brillante confirmación en el alzamiento de diciembre”.»
Años más tarde, en 1911, en el marco de una fuerte lucha política al interior de la Socialdemocracia rusa y retomando algunos de estos planteos, Lenin teorizaba que la derrota de la Comuna se explicaba por una combinación entre un insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas y una escasa preparación del proletariado para organizar la insurrección. Pero profundizaba este aspecto indicando que el elemento central que hubiese permitido aquella organización era un partido político de la clase obrera, por lo que “no estaba preparada ni había tenido un largo adiestramiento, y en su mayoría ni siquiera comprendía con claridad cuáles eran sus fines ni cómo podía alcanzarlos”. Ese “estado mayor del proletariado” hubiese podido precisar los tiempos de acción con los que contaba la Comuna para preparar las acciones militares contra Versalles, evitando así tener que preocuparse exclusivamente por su propia defensa. Pese a esto, una vez más, Lenin no renegaba de aquella realidad sino que concluía que la posibilidad de la continuidad revolucionaria dependía del fortalecimiento del movimiento socialista a partir de extraer las conclusiones de aquella experiencia. Por eso concluía que la nueva generación socialista surgida en Francia, “enriquecida con la experiencia de sus predecesores, cuya derrota no la había desanimado en absoluto, recogió la bandera que había caído de las manos de los luchadores de la Comuna y la llevó adelante con firmeza y audacia, al grito de “¡Viva la revolución social, viva la Comuna!”.
Esta perspectiva, que asociaba las lecciones de la Comuna con la preparación de la insurrección, la guerra civil y la lucha violenta contra el Estado capitalista, quedarían del todo plasmadas en la clásica polémica con la socialdemocracia alemana en su El Estado y la Revolución, escrito mientras aún vibraban las murallas del Palacio de Invierno tras la irrupción de las masas en 1917. Allí Lenin contrapuso argumento contra argumento las interpretaciones en clave reformista del marxismo (y de la Comuna), con las definiciones del propio Marx, empezando por la conclusión mencionada anteriormente respecto a que la clase obrera “no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente”, como si se tratase de una estructura “neutral”, capaz de ser dirigida indistintamente por las diversas clases sociales. A su vez, la crítica al parlamentarismo burgués, en el cual basaba su acción la socialdemocracia, evidenciaba la superioridad de los Soviets (y la de la Comuna) como órganos ejecutivos y legislativos a la vez, donde los representantes populares no podrían engañar al pueblo con promesas sino que debían llevar adelante sus propias leyes. A esto, Lenin añadía que contra la casta de burócratas estatales que predominaban en las sociedades modernas, la Comuna había anticipado que la "administración burocrática" específica de los funcionarios del Estado, “puede y debe comenzar a sustituirse inmediatamente, de la noche a la mañana, por las simples funciones de "inspectores y contables", funciones que ya hoy son plenamente accesibles al nivel de desarrollo de los habitantes de las ciudades y que pueden ser perfectamente desempeñadas por el "salario de un obrero".
De este modo Lenin colocó sucesivamente a la Comuna como una experiencia del proletariado que podía hablar tanto de los momentos “preparatorios” a la toma del poder, como de aquellos posteriores, vinculados a la construcción del poder proletario: el desafío que debieron asumir en ese momento los Bolcheviques.
Tal vez este “hilo histórico”, que vinculó a Lenin con la Comuna, se figure en la anécdota que relata que una vez que la Revolución de Octubre superó los 72 días que había durado la Comuna de París, el líder bolchevique decidió salir a danzar en medio de la nieve y a festejar esta “superación” delante del Palacio de Invierno.
Trotsky
Al igual que Lenin, Trotsky compartió, en rasgos generales, la lectura de Marx sobre 1871 y retomó la experiencia de la Comuna para contrastarla con los procesos revolucionarios que se vivieron en Rusia. Ya en 1905, en sus Resultados y Perspectivas, en el cual esboza su teoría de la revolución permanente, retoma el problema de la insurrección y la toma del poder por parte de la clase obrera, en tanto forma de minar las bases económicas sobre las que se asentaba el poder político de la burguesía. ¿Cómo sería el poder obrero en un país atrasado como Rusia? ¿Cuáles eran las tareas del proletariado? Trotsky reflexionaba que así como de la Comuna de París no se podían esperar “milagros”, en el sentido de asociar el poder obrero mecánicamente al avance del Socialismo, en ninguna circunstancia se podría esperar que una suma de decretos o leyes reemplazasen al Capitalismo por el Socialismo. Así como sería “relativamente fácil” aplicar la reducción de la jornada laboral o impuestos a la renta, el paso decisivo para encaminarse hacia el socialismo, era necesariamente la colectivización de los medios de producción y la gestión colectiva de los mismos: “la dominación política del proletariado es incompatible con su esclavización económica. Poco importa la bandera política bajo la cual el proletariado haya llegado al poder: estará obligado a proseguir una política socialista. Hay que considerar como la mayor utopía la idea de que el proletariado -después de haberse elevado, mediante la mecánica interna de la revolución burguesa, a las alturas de la dominación estatal- puede, ni siquiera aunque así lo desease, limitar su misión a la creación de condiciones republicano-democráticas para el dominio social de la burguesía”. De este modo Trotsky precisaba los límites de un gobierno obrero que, como la Comuna de París, no avanzase rápidamente hacia la horadación de las bases económicas que sustentaban el orden burgués, lo cual implicaba una confrontación directa con las fuerzas contrarrevolucionarias.
En marzo de 1917, atravesado por la revolución de febrero y el problema de la Guerra, Trotsky volvería sobre este ejemplo. En un texto breve, titulado Bajo la bandera de la Comuna, vinculaba la Guerra y la Revolución como dos hechos que, por lo general, van encadenados. Así como la Guerra Franco- Prusiana había empujado a los obreros, ante la cobardía de las clases dominantes, a defender París y a hacerse con el poder, la Primera Guerra Mundial, ya marcada por la confrontación imperialista y la masacre de millones de trabajadores en toda Europa, había desatado la actividad de las masas de obreros, campesinos y soldados rusos: “Al remover a las masas hasta lo más profundo, la guerra acaba inevitablemente embaucándolas: no les aporta más que nuevas heridas y nuevas cadenas. Por este motivo, la tensión de las masas engañadas, provocada por la guerra, lleva frecuentemente a una explosión contra los dirigentes; la guerra alumbra la revolución”. La conclusión a la que llegaba Trotsky, colocando un ojo en la disputa con el gobierno provisional que daba continuidad a la guerra fratricida contra el proletariado alemán, y otro ojo en la traición de la socialdemocracia alemana que había votado los créditos de guerra, era que el proletariado de Europa debía apuntar los fusiles contra su propia burguesía. Así como hicieron los obreros parisinos, los trabajadores alemanes y rusos debían aprovechar que la burguesía los había armado, les había entregado armas para su guerra imperialista, colocando esas armas al servicio de la lucha revolucionaria.
Años más tarde, entre 1920 y 1921, Trotsky se referiría nuevamente a la experiencia de la Comuna, ahora a la luz de la experiencia bolchevique, no ya vinculándola solamente al problema de la guerra o las medidas de un gobierno obrero, sino a la necesidad de una fuerte organización propia del proletariado, de un partido revolucionario capaz de combatir contra las tendencias vacilantes, dubitativas y concesivas respecto de la burguesía. En Las lecciones de la Comuna, Trotsky realizaba un balance crítico de todos aquellos dirigentes que bajo “fraseología democrática y liberal” hablaban en nombre del Socialismo y la clase obrera sin estar dispuestos a organizar las batallas decisivas contra el poder de la burguesía. La ausencia de una dirección consciente dentro del proletariado francés, que centralizase el mando de las operaciones militares y los objetivos políticos, lo había empujado a apoderarse del poder sin fines claros, sin la decisión para aprovechar las debilidades del enemigo que huía a Versalles, por ejemplo deteniendo a sus dirigentes, como Thiers.
La confianza del Comité Central de la Guardia Nacional en la legitimidad que le darían las elecciones democráticas para asentarse en el poder, era para Trotsky un gran error, en tanto no pensaban que ese tiempo debía aprovecharse para preparar el combate con Versalles sino para evitarlo: “Si al mismo tiempo se hubiera preparado un violento ataque contra Versalles, las conversaciones con los ediles hubieran significado una astucia militar plenamente justificada y acorde con los objetivos. Pero en realidad, estas conversaciones se mantuvieron para intentar que un milagro evitase la lucha. Los radicales pequeño burgueses y los socialistas idealistas, respetando la "legalidad" y a las gentes que encarnaban una parcela de estado "legal", diputados, concejales, etc., esperaban, desde lo más profundo de su corazón, que Thiers se detendría respetuosamente ante el París revolucionario tan pronto como éste se hubiera dotado de una Comuna "legal"”.
En este sentido, Trotsky profundizaba el análisis hecho por Marx y por Lenin, colocando en el centro de su lectura la relación entre el problema del partido revolucionario y la preparación de la insurrección. Para el revolucionario ruso, la toma del poder era la tarea político-estratégica central de una dirección revolucionaria, que consistía en lograr un justo equilibrio entre la acción de las masas, con sus flujos y reflujos, (para lo cual el partido debía comprender precisamente los cambios de coyuntura, el “pulso” del ánimo de las masas), y la preparación consciente y metódica de la insurrección, todos elementos ausentes en el momento en que los trabajadores franceses se “encontraron” con el poder. Así, realizaba una comparación explícita entre los dos procesos: mientras en 1871 los "jefes" iban “a remolque de los acontecimientos”, buscando realizar maniobras y pactos con sectores de la burguesía, en 1917 “el partido caminaba firme y decidido hacia la toma del poder”. Pese a las vacilaciones, señalaba Trotsky, incluso dentro del propio Comité Central del Partido Bolchevique, la experiencia acumulada en los años previos por la dirección Bolchevique, y particularmente en la coyuntura de los meses que fueron de febrero a octubre, habían permitido medir los tiempos y aceitar los engranajes entre la dirección del partido, los cuadros obreros, la vanguardia organizada en los soviets y las masas. De esto modo, reafirmaba su balance sobre el proceso francés: “Podemos hojear página por página toda la historia de la Comuna y encontraremos una sola lección: es necesaria la enérgica dirección de un partido. El proletariado francés se ha sacrificado por la Revolución como ningún otro lo ha hecho. Pero también ha sido engañado más que otros. La burguesía lo ha deslumbrado muchas veces con todos los colores del republicanismo, del radicalismo, del socialismo, para cargarlo con las cadenas del capitalismo. Por medio de sus agentes, sus abogados y sus periodistas, la burguesía ha planteado una gran cantidad de fórmulas democráticas, parlamentarias, autonomistas, que no son más que los grilletes con que ata los pies del proletariado e impide su avance”.
Esta preparación, esta presencia de un partido revolucionario, era a su vez el arma necesaria para afrontar la consecuencia lógica de toda revolución: la contrarrevolución. Por eso, en Terrorismo y Comunismo, Trotsky reafirmaría, contra la interpretación de Kautsky, que la supuesta “virtud” que el dirigente socialdemócrata veía en los aspectos “democráticos” de la Comuna, en oposición a la supuesta “dictadura bolchevique”, no hacían más que embellecer aquella derrota del proletariado, y su incapacidad para tomar las medidas necesarias que hubiesen evitado la recomposición de la reacción: “Si la Comuna de París no hubiese fracasado, si hubiera podido sostenerse en una lucha ininterrumpida, se habría visto obligada, sin duda alguna, a recurrir a medidas cada vez más rigurosas para aplastar la contrarrevolución. Es verdad que, entonces, Kautsky no hubiera podido oponer los humanitarios comuneros a los bolcheviques inhumanos. Pero, en cambio, tampoco Thiers hubiese podido cometer su monstruosa sangría del proletariado de París. La historia, de todos modos, habría salido mejor parada”. En este sentido, al igual que Lenin, Trotsky combatió las lecturas en clave reformista de la Comuna, que pretendían recubrirla de un halo democrático burgués, transformando la confianza en el sufragio universal en su “virtud”, ocultando así las enormes contradicciones que esto representaba y, en definitiva, la causa de su derrota.
Tirando del hilo
El hilo que hemos intentado reconstruir aquí, conecta la experiencia de la Comuna con las lecciones que Marx, Lenin y Trotsky sacaron de ella, plasmándolas estos últimos en la Revolución Rusa de 1917. Pese a los más de 50 años que separan una experiencia de otra, y teniendo en cuenta las importantes transformaciones ocurridas en el Capitalismo y en la clase obrera entre esos años, la gesta de los obreros parisinos nunca dejó de ser fuente de inspiración, y una “escuela de estrategia revolucionaria” para Lenin y Trotsky. Pese a la derrota, los dirigentes bolcheviques sabían que aquella toma del “cielo por asalto”, que había puesto por primera vez a la clase obrera en el poder, era una fuente invaluable de aprendizaje revolucionario. Sabían que si bien toda revolución es creadora, para triunfar, no podía “partir de cero”. Si un partido revolucionario, como decía Trotsky era la “experiencia acumulada y organizada del proletariado”, esa experiencia se debía nutrir de las victorias, pero también de las derrotas, excavando en sus debilidades y fortalezas, transmitiendo esa tradición a las nuevas generaciones y defendiéndola a capa y espada contra sus detractores o falseadores, para así evitar que “el hilo se corte”.
Las interpretaciones en clave reformista, que oponían la Comuna “democrática” a los Soviets, intentando hacer primar el principio de la “democracia” abstraído de su contenido de clase, como única forma válida para expresar el poder de las mayorías, también asentó sus hilos de continuidad. La reconstrucción que hemos propuesto, intenta dar cuenta de que aquella interpretación oculta lo central: que la experiencia bolchevique, mediante un estudio profundo de la derrota de la Comuna, implicó dejar atrás algunos de los errores cometidos por los comuneros, entre ellos, la insuficiente preparación de la insurrección, el establecimiento de los Soviets como centros de poder y deliberación en oposición al gobierno capitalista, la desconfianza respecto del parlamentarismo burgués, y sobre todo, la idea de que era necesario un partido revolucionario de la clase obrera que fijara objetivos políticos claros al momento de hacerse con el poder.
Esta perspectiva, que hace énfasis en las “tareas preparatorias” del proletariado para tomarel poder, debe ser puesta en valor ante aquellas lecturas que, haciendo del vicio una virtud, presentan el espontaneismo (muchas veces de forma combinada con la confianza en la democracia burguesa) como la única forma posible de acción de las masas. Así como Lenin y Trotsky no hicieron de su distancia respecto de la Comuna un “acostumbramiento” a actuar “a la defensiva”, ni un fatalismo respecto al nuevo marco estratégico en el que les tocaba actuar, los procesos de lucha de clases actuales, implican “poner en valor” aquellas lecciones históricas, a las que se suman las de todo el siglo XX, y no comenzar de cero en el proceso por liberar a la humanidad de la sociedad de clases.
Hoy han pasado aún más años de aquella experiencia. Sin embargo, el hilo rojo de sus lecciones sigue allí: hay que tirar de él. |