Este artículo es la primera parte de una serie de entregas, que tienen como objetivo analizar las diversas reflexiones realizadas por el realizador soviético, Sergei Eisenstein, sobre las culturas y artes orientales, específicamente Japón. Son muchas las dimensiones estéticas abordadas por Eisenstein, y bastante poco de lo que se conoce de él más allá de su importancia histórica, siendo que en la actualidad, sus teorías resultan totalmente frescas al momento de analizar nuestra sociedad contemporánea, y su relación con el audiovisual.
Cuando la burguesía y su intelectualidad se refieren a la Unión Soviética, es común que lo hagan con un hálito despectivo y casi vulgar, escudándose frecuentemente en su giro burocrático marcado por el estalinismo, que nada tiene que ver con el socialismo, ni mucho menos el comunismo.
Tal es su desprecio de clase, que los grandes fenómenos científicos, culturales y artísticos engendrados en la Unión Soviética, quedan reducidos a un plano totalmente secundario. Como si la enorme lucha por la conformación del primer Estado socialista en el mundo, y sus posteriores batallas en defensa de la república de los Soviets, no hubiesen significado otra cosa que sólo la manifestación draconiana del Estado llevada a su máxima expresión, haciendo –por tanto- que algunas de las más extraordinarias manifestaciones de la creación humana simplemente se mantengan invisibles.
El cine en este sentido, fue sin duda tanto desde su dimensión teórica como en la práctica, una de las expresiones más avanzadas de la capacidad humana durante el denominado periodo de vanguardias en los años 20’, y que en el caso de la Unión Soviética mostró su enorme potencialidad en su condición estética y educativa ante el fervor de enormes sectores de masas, y abriendo un campo teórico-artístico que verá nacer a algunas de las mentes más brillantes de su época [1]
Este es el caso de Sergei Mijail Eisenstein, uno de los más formidables teóricos y realizadores en la historia del cine, siendo algunas de sus obras más reconocidas el Acorazado de Potempkin (1025), Octubre (1928), e Iván el Terrible (1944), entre otras tantas. Y aunque su vida terminó abruptamente a los 50 años, sus ideas increíblemente novedosas en aquel entonces, aún hoy resultan totalmente vigentes para pensar el cine y el audiovisual, aunque diversas corrientes de las artes intenten relegarlo a una condición corpus teórico superado, por los nuevos fundamentos contemporáneos.
En este artículo trataremos uno de los aspectos al que con menor frecuencia se suele referir dentro de los bastos materiales desarrollados por el cineasta, su fascinación e interés por las expresiones culturales orientales, específicamente del Japón. Un interés que pareciendo despojado de toda correspondencia con la realidad de su época, solo muestra la enorme audacia y perspicacia con la que Eisenstein pensaba el arte de su tiempo. Una audacia que no por nada significó la constante persecución y control por parte de la censura estalinista, ante una comprensión del arte que tiene como principio el choque del artista con la realidad concreta.
Eisenstein y el Sol naciente
El interés de Eisenstein por Japón surge durante su enlistamiento en el Ejército Rojo, al ser transferido a Minsk como dibujante propagandista en 1919, y teniendo como contacto directo a cierto comisionado que ejerce como profesor de lengua japonesa. Así se adentra en la escritura jeroglífica y el teatro kabuki, cuestión que le lleva a expandir sus conocimientos durante sus estudios en la Academia de Lenguas, también perteneciente a la Academia del Estado Mayor en 1920. Estos nuevos conocimientos serán determinantes para Eisenstein surgiendo sus primeras teorías sobre el montaje, que para él serán el terreno molecular en la comprensión del cine tanto en su forma como en contenido.
El mismo cineasta soviético señalará:
“La Academia no es sólo Moscú, sino la posibilidad de conocer el Oriente, de sumergirme en la fuente primera de la “magia” del arte, indisolublemente ligada para mí al Japón y la China.” [2]
Esta pasión de Eisenstein por la sociedad japonesa junto con sus expresiones artísticas y culturales se encuentra plasmada en diversos escritos. Y para efectos de esta primera parte de una serie de artículos, nos referiremos a su ensayo para la revista Zhizn Iskkutsava titulado “El Teatro Kabuki nos visitó. Una maravillosa manifestación de la cultura teatral”, en el que refiere al encuentro con un grupo de actores de teatro Kabuki a Moscú y Leningrado, encabezada por el mismísimo Ichikawa Sadauji. [3]
Para Eisenstein tanto el teatro Noh, como el teatro Kabuki expresarán algunos de los componentes centrales que permitirán entender el cine de su época, incluso en la transición del silente, al sonoro.
Eisenstein y el teatro
Una de las cuestiones más exasperantes para Eisenstein en lo que refiere a la expansión de las artes japonesas, tiene que ver con el convencionalismo arraigado en los críticos de su época, quienes a sus ojos no son capaces de ver las enormes cualidades estéticas propias del teatro Kabuki, haciendo gala de una mera siutiquería de adverbios rimbombantes que no aportan nada al análisis artístico.
El realizador soviético se referirá a esto señalando:
“De todas las voces críticas brotan alabanzas por la espléndida destreza del teatro Kabuki. Sin embargo no ha habido una valoración de lo que constituye su maravilla. Sus elementos de “museo”, si bien indispensables para calcular su valor, no son suficientes para apreciar satisfactoriamente este fenómeno, esta maravilla (…) Por debajo de estas empalagosas generalidades, se revelan algunas actitudes reales.” [4]
En este sentido, no son de extrañar las molestias de Eisenstein respecto a la apreciación del teatro Kabuki, ya que en gran medida es la relación más directa con su gran teoría del montaje como base del lenguaje cinematográfico, que servirá para poder explicar lo que a su parecer es la principal diferencia entre el teatro japonés, y el convencional moderno, el monismo de conjunto. Una serie de componentes (sonido-movimiento-espacio-voz) que “no se acompañan (ni siquiera en paralelo), sino que funcionan como elementos de igual importancia” [5]. Es decir el teatro como una forma de unidad.
Para Eisenstein no se puede hablar de acompañamientos en el teatro Kabuki, puesto que no existen jerarquías entre los elementos que componen la obra, dado que esta funciona como un todo:
“Los japoneses consideran cada elemento teatral, no como una unidad inconmensurable entre las diversas categorías de la emoción (sobre los distintos órganos sensoriales), sino como una unidad única de teatro.” [6]
Eisenstein señala que lo que prima en el Kabuki, a diferencia de la herencia del teatro convencional, es lo que denomina como transferencia, que para él es “Transferir el objetivo emocional básico de un material a otro, de una categoría de provocación a otra” [7]
Frente a esto, el cineasta soviético señalará:
“Al presenciar el Kabuki uno recuerda involuntariamente aquella novela norteamericana sobre un hombre al que se le han trastocado los nervios de la vista y del oído, de manera que percibe las vibraciones de la luz como sonidos, y los movimientos del aire como colores: oye la luz y ve los sonidos. Eso es lo que pasa con el Kabuki. ‘Oímos el movimiento’ y ‘vemos el sonido’”. [8]
Los desplazamientos del teatro como montaje
Para poder comprender la cualidad cinematográfica del teatro Kabuki, Eisenstein se referirá a Chushingura, obra del periodo Edo compuesta por 11 actos, en los que se relata la historia de los 47 Ronin, quienes buscan venganza por la muerte de su maestro Asano Naganori.
Por medio de esta adaptación teatral veremos como la puesta en escena de la obra funciona como una forma expresión cinematográfica, en la que podemos identificar los distintos planos y cortes que estructuran las acciones y episodios en los que se ven envueltos los personajes, y a la vez el espacio en el que se encuentran inmersos.
“Por ejemplo: Yuranosuke deja el castillo que se ha rendido. Se mueve del fondo del escenario hacia el frente. De pronto, la pantalla del fondo con su puerta pintada en dimensiones naturales (primer plano) es enrollada. En su lugar se ve una segunda pantalla en la que está pintada una puerta pequeñísima (plano lejano). Esto implica que se ha movido mucho más lejos. Yuranosuke sigue. A lo largo del fondo del escenario se ha corrido una cortina café/verde/negra que indica que el castillo ha quedado fuera de su vista. Más pasos. Yuranosuke ahora se desplaza hacia el ’camino florido’. Este otro desplazamiento es destacado por … el samisén, ¡por el sonido!
Primer desplazamiento: pasos, por ej., un desplazamiento espacial del actor.
Segundo desplazamiento: una pintura plana: cambio del fondo.
Tercer desplazamiento: una indicación explicada intelectualmente: comprendemos que la cortina “borra” algo visible.
Por último el realizador del denominado formalismo ruso, para cerrar de manera mucho más clara su idea de montaje en el Kabuki, señala:
“No encuentro mejor manera de describir la combinación de la mano inmóvil de Ichikawa Ennosuke cuando se hace hara-kiri, con el sollozo que se oye fuera del escenario, y que corresponde gráficamente con el movimiento del cuchillo.
En eso: ‘Las notas que no alcancé con la voz, las mostraré con las manos!’ Pero en este caso el cuchillo fue tomado por la voz y mostrado con las manos. Y queda uno boquiabierto con tal perfección de … montaje.” [10]
Eisenstein: Sobre el pasado y las cuestiones del presente
A más de 100 años de su encuentro con la cultura y las artes japonesas, los estudios desarrollados por Sergei Eisenstein, cobran una importancia tremendamente relevante en la comprensión de nuestra época. Una era marcada por aquel discurso globalizante, en que las nuevas producciones orientales irrumpen fuertemente en la costumbre audiovisual de sectores de masas cada vez más amplios. Desde el Anime y el Manga, hasta los Doromas y el K-Pop, la influencia de las culturas orientales, especialmente sobre la juventud en occidente, muestra que hay algo en su concepción distintiva y particular sobre el mundo, que parece llamar cada vez más la atención.
Y es que al parecer, nos ha costado darnos cuenta que detrás del violento despliegue de mercancías y del denominado megamix a escala mundial, existe subterráneamente una forma de teatralidad tanto trágica como satírica, que se trasluce en la acumulación sistemática de imágenes visuales y auditivas que nos interpelan. Una cuestión tan novedosa como rarifica que se impregna en las nuevas generaciones de adolescentes, quienes lanzados a un mundo que en “apariencia” pareciera despegarse cada vez más del suelo, transitando por las nubes del bigdata, incorporan nuevas herramientas para enfrentar una realidad claramente hostil con sus aspiraciones y sueños que parecieran encontrarse en suspenso.
Si nos hemos referido en este artículo al teatro Kabuki, es precisamente por eso, por problematizar sobre la no correspondencia entre la razón de las ideas, y la sensibilidad de las emociones que se ocultan en ellas. Que las formas en que se nos presenta el arte y se arraiga la cultura no son simples cuestiones baladíes ni superficiales, sino el medio por donde intercede el insoslayable campo de la ideología, y que en su máxima nos termina conmocionando.
La formación del moderno Estado burgués se encuentra marcada por miles de acontecimientos que durante décadas han invisibilizado e incluso han liquidado -con mayor o menor agresividad- tradiciones, técnicas, y formas de arte que hoy parecen quedar en el olvido, o sencillamente a perecer condenadas en los museos. Es necesario traerlas de vuelta, problematizando, disfrutando, y tensionando el sentido común al que es tan fácil acostumbrarse, como si detrás de lo que percibimos no existiera un mundo, un universo mucho más grande que explorar.