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9 de mayo de 2021 Twitter Faceboock

Ideas de Izquierda
El poder económico en la historia argentina
Esteban Mercatante | @EMercatante
Link: https://www.laizquierdadiario.com/El-poder-economico-en-la-historia-argentina

El libro El viejo y el nuevo poder económico en la Argentina [1], trabajo colectivo coordinado por Martín Schorr, recorre la historia económica del país, desde la consolidación del Estado nacional a fines del siglo XIX hasta la actualidad, con la mirada puesta en la cúpula empresarial.

Los siete ensayos que lo integran dividen esa historia cronológicamente. Los dos primeros capítulos abordan el período de la expansión agroexportadora (1880-1930) y el desarrollo de la industrialización sustitutiva de importaciones (1930-1975). Los siguientes, con una temporalidad más acotada, abordan la última dictadura cívico militar, la “década perdida” (que no fue tal para amplios sectores de la cúpula) del gobierno de Alfonsín, los años de Menem, el período kirchnerista, y el gobierno de Cambiemos.

La principal novedad del libro se encuentra en el abordaje sistemático de la historia económica haciendo foco en las firmas de mayor tamaño. El propio Schorr y muchos de quienes colaboran en los distintos capítulos, hace tiempo estudian el poder económico en la Argentina haciendo foco en las grandes empresas, extendiendo el enfoque y metodología desarrollado por Eduardo Basualdo y otros autores desde Flacso. Pero la mayor parte de las elaboraciones hasta entonces se han centrado en el período que va desde la última dictadura para acá. En El viejo y el nuevo poder económico se amplía el alcance histórico, utilizando una metodología similar –en la medida en que las fuentes disponibles permitieron hacerlo– para delimitar la cúpula de grandes empresas en el estudio de los distintos períodos analizados. En cada capítulo se recurre también a los mismos recortes analíticos para caracterizar a las empresas que integran la cúpula, y a indicadores semejantes para evaluar el desempeño de las mismas. Esto permite tener una mirada abarcadora de cuáles han sido en cada momento los sectores más dinámicos, y cómo la cúpula de conjunto, o algunas de las firmas que la integran, supieron beneficiarse de las políticas económicas vigentes en cada período.

La temprana preponderancia del capital extranjero

El estudio de la cúpula empresarial durante los años de la expansión agroexportadora es desarrollado por Norma Silvana Lanciotti y Andrea Lluch tomando estudiando los cambios que se registran entre los años 1913, 1923-1924 y 1930-1931. Un dato que no sorprende es el peso formidable del capital extranjero, que tuvo una participación dominante “en la financiación, el transporte y la distribución de materias primas para el mercado externo durante el período formativo del modelo exportador-importador” (p. 13). En 1913, la inversión extranjera directa radicada en el país llegó a representar nada menos que el 50 % del stock de capital del país. Es decir, que la mitad de los “fierros” productivos, instalaciones, infraestructura, etc., estaban en manos del capital extranjero, mayormente inglés, que era el origen del 100 % de la inversión extranjera en el país en 1875, y del 80 % treinta años después. La preponderancia del capital extranjero entre las 200 más grandes empresas que conformaban la cúpula empresarial era aún más destacado si consideramos el peso de su capital: en 1913, el 74,5 % del capital que sumaba este grupo de firmas pertenecía a empresas de origen extranjero, aunque las firmas de ese origen eran 83, menos que las empresas de capital nacional. Otro 13,5 % era de firmas de propiedad y gestión mixta, argentino-británica. El 12 % restante era capital de firmas de origen nacional.

Para 1923, las firmas extranjeras descendieron a 62, y su capital llegaría a 69 % del total. Lo que explica la caída en la participación del capital extranjero, más allá de que mantiene su preponderancia, fue el freno de inversión británica y la repatriación de capitales durante la I Guerra Mundial. Gran Bretaña pasó de tener 65 firmas entre las 200 mayores en 1913 a solo 40 en 1923; aunque los capitales de dicho origen no vieron variar demasiado su peso relativo, es decir, que las firmas británicas que permanecieron en la cúpula vieron crecer su tamaño más que las firmas extranjeras de otros países. Esto responde a que, como señalan las autoras, “el declive relativo del número de empresas británicas no implicó una caída de la rentabilidad de las firmas antes de la crisis de 1930; por el contrario, la rentabilidad financiera y económica de las empresas financieras y de servicios públicos aumentó durante la década de 1920” (p. 20). También aumentaron las divisas transferidas desde el país hacia Gran Bretaña por la vía de la distribución de dividendos, cuya contracara es la disminución de los recursos disponibles para inversión.

En los años 1920 destaca el ingreso de multinacionales estadounidenses al ranking de grandes empresas. De 6 firmas de ese origen en 1913 y 1923, pasaron a 24 en 1930, año en el que las empresas británicas habían caído a 39. El capital de las empresas estadounidenses era ya 20 % del que sumaban las firmas extranjeras, contra 73 % que mantenían los capitales de origen británico.

Más allá de la preponderancia del capital extranjero, también destaca la numerosa participación en la cúpula, ya en 1913, de firmas de capital local. Aunque con una porción muy menor del capital total de las 200 empresas, las de origen nacional eran mayoría: sumaban 98 empresas, contra 83 firmas de capital extranjero y 19 de capital mixto. La mayor parte de estas empresas nacionales hacía sido fundadas “por extranjeros residentes en el país con fluidos contactos con inversores europeos” (p. 29). Casi un tercio de las firmas nacionales en la cúpula en 1913 era parte de grupos económicos, es decir, conglomerados que integraban varias empresas. Esto está vinculado a otro aspecto que ya entonces era característico de una parte significativa de la cúpula empresarial, que era la diversificación de sus inversiones. En 1923 la cantidad de firmas de capital nacional aumentaría a 133 de las 200, y su capital ascendería a representar el 29 % del total. En 1930 las firmas nacionales en la cúpula descenderían a 117, su capital caería a 23 %.

A la hora de analizar la distribución de las firmas por actividad, Lanciotti y Lluch indican que en 1913, el 25,5 % de las empresas tenían a la manufactura por actividad principal, mientras que 20% operaba en transporte, 19,5 % en el sector agropecuario, y 8,5 % en comercio. En 1923, esos porcentajes eran 25,5 %, 12,5 %, 20 % y 18,5 % respectivamente, mientras que para 1930 la manufactura había subido a 34 % de las firmas, y los demás sectores tenían 10 %, 12,5 % y 15,5. Esto daba cuenta de “una estructura productiva más diversificada que la generalmente apuntada por las interpretaciones clásicas” (p. 39). Como contraparte, “la participación de las empresas extranjeras en la cúpula empresarial implicó una consistente transferencia de capital” hacia Gran Bretaña que “revela quizás uno de los mayores límites para el desarrollo económico” (p. 40). Pero no era el único límite; tampoco ayudó la ya mencionada diversificación que caracterizaba a los grupos económicos locales, que “no impulsó la especialización de la producción a escala de bienes no agropecuarios”.

Industria, Estado y poder económico

La Gran Depresión de 1930 trastocó los cimientos del comercio exterior argentino. Como observan Marcelo Rougier y Mario Raccanello en el segundo capítulo de El viejo y nuevo poder económico, el país “se enfrentó de pronto a una acuciante restricción externa que lo obligó a cercenar su tradicional costumbre de adquirir el grueso de los productos industriales en el exterior” (p. 48). La política económica aplicó nuevos instrumentos, “al principio tomados como transitorios pero que se volverían permanentes”, focalizados en sostener la demanda agregada pero al mismo tiempo en realizar un esfuerzo industrializador. Entre 1933 y 1948 la industria creció a 6,5 % anual, y sobrepasó al agro como proporción del PBI.

Con el crecimiento industrial, emergió la dinámica de ciclos “pare siga” (stop and go) que marcó el ritmo de la economía desde su primera ocurrencia en 1949, hasta mediados de los años 1960. Estos ciclos respondían a la insuficiencia de divisas para sostener el crecimiento. Es que, si bien inicialmente “la economía de divisas generada por la sustitución de importaciones había permitido enfrentar la declinante capacidad de pagos externos y crecer”, una vez “que se logró producir de modo local una gama variada de bienes finales, el crecimiento quedó vinculado al nivel de los abastecimientos de insumos y maquinarias importados” (p. 48). Es decir, reemergió la demanda de divisas, sin la cual ahora no se trababa la importación de bienes manufacturados finales sino de insumos, es decir, se frenaba la producción. Mientras que esto significaba una demanda creciente de divisas, las exportaciones agropecuarias que aportaban las divisas se mantenían estancadas, o incluso caían cuando el mayor consumo doméstico hacía mermar los saldos exportables. Entre 1964 y 1974, sin embargo, la economía creció sin verse afectada por un ciclo pare siga, creciendo más de 5 % promedio anual, aunque signada “por una fuerte inestabilidad” (p. 49). Entre los motivos para este alivio de la restricción externa, se encuentra el aporte de la industria a las exportaciones. La industria no dejó de ser deficitaria, pero entre mediados de la década de 1960 y el año 1974, su déficit pasó de representar el 90 % de las exportaciones a significar el 20 %.

A la hora de analizar los cambios que se produjeron en el poder económico, lo primero que destaca es el desarrollo de la actividad empresarial del Estado. Esta estuvo compuesta no solo por las empresas de propiedad estatal o participación mayoritaria del Estado, que llegaron a ser más de 200, sino por todo el grupo de firmas en las cuales el Estado mantuvo participaciones. Ya sea por la necesidad de rescatar empresas en dificultades, o para estimular el desarrollo de determinados sectores, por diversas vías el Estado se asoció al capital privado, probándose como un sostén necesario de la acumulación. El “núcleo duro” de la presencia estatal se encontraba en el complejo militar-industrial. Esta intervención estatal “se desenvolvió con escasa coherencia y de modo incremental, ya que la planificación no logró dar mayor congruencia al conjunto de las actividades empresariales del Estado” (p. 78).

En parte motorizadas por la demanda del Estado, durante este período algunas antiguas firmas locales alcanzaron lugares destacados en la cúpula, y también otras nuevas empresas crecieron rápidamente hasta los primeros puestos. SIAM es un ejemplo de las primeras, Acindar, creada en 1941, y las empresas de Techint, empezando por Siderca a comienzos de los años 1950, lo son de las segundas. Hacia 1975, el gran capital nacional dentro de la cúpula era dominante en 14 industrias: siderurgia y química; alimentos y bebidas; azúcar; textil; papel; cemento; envases; cerveza; vidrio; pinturas; perfumería; diario; imprenta, y cerámica. Con 43 empresas en el panel, participaba del 30,9 % de las ventas, proporción que era similar a la de las firmas estatales.

Durante la década de 1930 se registra “el asentamiento de grandes empresas extranjeras en rubros novedosos que ponían de manifiesto los nuevos rumbos que tomaba la industria argentina” (p. 70). Pirelli, Good Year, Firestone, Du Pont, Imperial Chemical, Johnson & Johnson, Eveready, Philips y Olivetti, son algunas de las numerosas empresas que se radicaron por esos años. Más de la mitad de la industria argentina estaba en manos extranjeras en ese momento, tendencia que se revertiría parcialmente dese 1945 a partir de la nacionalización de la inglesa Primitiva Compañía de Gas de Buenos Aires, seguida por varias otras. Durante el segundo gobierno de Perón, urgido por la escasez de divisas, comenzaron los esfuerzos por atraer capital extranjero, apoyados en la sanción de la Ley 14 222 de Inversiones Extranjeras. Pero sería con Arturo Frondizi, cuando la radicación del capital extranjero en la industria volvería a arrojar un nuevo salto. Este “lideró un polo industrial moderno, de alta concentración técnica, económica, sectorial y geográfica” (p. 73). Las firmas extranjeras mostraban mayores niveles de productividad, pagaban mejores salarios, y empleaban menos fuerza de trabajo respecto del valor agregado que generaban. La modernización impulsada por estas firmas trasnacionales “correría en paralelo a la crisis de grandes empresas locales antiguas que manifestaban fuertes problemas de mercado y financieros, en particular después de la crisis económica de 1962-1963” (p. 74). En 1969 las firmas extranjeras de la cúpula llegaron a tener una facturación que era 2,9 veces la de las firmas privadas nacionales en el panel.

Esta apuesta al salto industrializador apoyada en el capital extranjero, se mostró rápidamente como una encerrona. Las nuevas empresas tenían por su demanda de insumos una mayor propensión a importar que las industrias previamente existentes. Además, después de aportar divisas durante los años de radicación de los proyectos, en los años posteriores, mientras menguaba este ingreso, las firmas demandaron cada vez más divisas para girar dividendos. “A esto también se sumaba el pago en divisas de regalías por el uso de marcas y tecnologías” (p. 74). Se observa como respuesta un giro nacionalista en la política industrial iniciado por Aldo Ferrer como ministro de Economía de Levingston y luego Lanusse en 1970-1971 y profundizado con el Plan Trienal de José Ber Gelbard en 1973. En 1975, cuando se clausura la ISI, el capital extranjero tenía 38 % de participación en la facturación de la cúpula, contra el 62 % de participación nacional que se dividía en partes iguales entre capital privado y sector estatal.

El proceso de la ISI “no se agotó de manera natura sino que fue terminado ex profeso”. A pesar de la maduración que mostró la estructura industrial al cabo de cuatro décadas, a mediados de la década de 1970 “la burguesía nacional era aún frágil ante el capital extranjero y a su vez dependiente de un Estado con insuficiente autonomía política y económica” (p. 84). El último gobierno peronista, en un contexto de creciente radicalización política de la clase trabajadora y con una estructura productiva donde la modernización industrial impulsada por las empresas imperialistas había generado los nuevos desequilibrios que ya mencionamos, encarnaba para Rougier y Raccanello “el proyecto de una burguesía nacional dependiente que solo podía negociar de manera temporaria con el imperialismo algunas mejores condiciones para su crecimiento con detrimento del capital extranjero y de los sectores terratenientes” (p. 85). Esto dependía en su opinión de “asignar un nuevo y más potente papel al Estado, y fortalecerlo en su enfrentamiento con el capital extranjero”. En nuestra opinión, más que esta pretensión de un enfrentamiento, el peronismo apuntaba a ubicarse como árbitro para hacer posible una política de conciliación que involucraba al mismo tiempo el disciplinamiento de las pretensiones de la clase obrera en el Pacto Social. No obstante, incluso esta pretensión limitada abría tensiones con el capital trasnacional. En un contexto de tensiones políticas y sociales agravadas y desequilibrios crecientes en el sector externo que estallaron en el Rodrigazo, algunos de los grandes grupos económicos que se habían beneficiado con las políticas estatales de impulso a la industria protagonizaron un realineamiento de fuerzas favorable a la reversión de dicha orientación, que iniciaría la última dictadura cívico-militar.

Memoria del saqueo

Si los dos primeros capítulos sintetizan casi 100 años de historia económica, el resto del libro con detalle cada uno de los períodos políticos que van desde la última dictadura hasta la actualidad.

Entre 1976 y 1983 tuvieron un ascenso meteórico un conjunto de grupos económicos que prosperaron vinculados al estado. Al mismo tiempo que la gestión económica de Martínez de Hoz implemento reformas liberales en vastas áreas y encaraba un endeudamiento masivo que desembocaría en crisis en pocos años, se amplío el complejo económico estatal, convirtiéndose la demanda pública en una fuente de rentabilidad extraordinaria para varias firmas. Como señala Ana Castellani, la rentabilidad de las firmas de la cúpula vinculadas al complejo estatal-privado tuvo un ascenso meteórico, triplicándose entre 1976 y 1983, mientras caía la de las empresas no vinculadas dentro de la cúpula. El resultado es que la utilidad del primer conjunto llegó a ser en 1983 casi 5 veces el del segundo (24 % contra 4,9 %). Entre los grandes ganadores del período, que crecieron en cantidad de empresas y participación, podemos mencionar a Bunge y Born, Pérez Companc, Macri, ,Techint, Bridas, Garovaglio y Zorraquín, Soldati, Corcemar, y Alpargatas, por solo señalar algunos de las decenas de grupos beneficiados. También algunos conglomerados extranjeros supieron beneficiarse de la vinculación al complejo estatal. Al mismo tiempo, muchas empresas locales y extranjeras que no pertenecían a conglomerados ni se vincularon al complejo estatal, vieron caer su rentabilidad relativa y su posición en sus respectivos mercados.

Durante la “década perdida” de Alfonsín, los grupos económicos nacionales continuaron ubicados como grandes ganadores. Mientras la política económica estaba signada por el problema de la deuda externa, el déficit fiscal y la inflación cada vez más desbocada, este conjunto de empresas mantuvo prerrogativas conquistadas durante el período previo, y fue beneficiado por amplias políticas de promoción impulsadas por la administración radical. Ricardo Ortiz y Martín Schorr detallan en el cuarto capítulo del libro las múltiples vías por las cuales las transferencias estatales fueron una vía para alimentar los ingresos de este sector empresario. Como ocurrió desde finales de la dictadura, durante el período alfonsinista este sector del capital acumuló en el exterior una porción significativa de los réditos logrados por sus operaciones en el país. Esta fuga de capitales seguiría creciendo sistemáticamente desde entonces hasta hoy.

Los grupos económicos nacionales mostraban “una influencia determinante en la evolución de variables de ostensible significación económica y social: las cuentas externas, la formación de capital, la inflación, la paridad cambiaria, la situación fiscal y el endeudamiento público” (p. 139). Su poder de coacción se mostraría en la capacidad de imponer la alineación de los planes económicos con sus intereses. A comienzos del gobierno de Menem, con la decisión de este de poner el ministro de Economía elegido por Bunge y Born, se mostraría el máximo de influencia de estos grupos económicos. Pero esta se licuaría rápidamente como resultado de los giros de la política económica a partir de 1991.

En el marco de la hiperinflación y la crisis de la deuda se libraba una disputa entre sectores de la cúpula económica por la orientación de la política económica. Con la llegada de Domingo Cavallo y el plan de Convertibilidad, los acreedores extranjeros y el capital trasnacional imponían sus condiciones. Las privatizaciones de empresas estatales, realizadas de tal forma que aseguraran enorme rentabilidad a los adjudicatarios, sirvieron como “prenda de paz” (p. 151) para asegurar el acompañamiento de los grupos económicos nacionales que tenían prevenciones respecto de algunas reformas que venían como una amenaza a sus posiciones, como la apertura económica. Las empresas más importantes fueron adjudicadas a consorcios formados por firmas extranjeras y grupos locales. Aunque muchos de estos últimos se desprendieron rápidamente de sus participaciones, que veían más con una lógica más bien financiera.

La Convertibilidad impuso condiciones altamente favorables para el ingreso de capital extranjero, que además de radicar proyectos adquirió empresas nacionales. Entre 1991 y 2001, la cantidad de empresas privadas nacionales entre las 200 más grandes pasó de 105 a 59, mientras las estatales descendieron de 19 a 1. Las firmas extranjeras pasaron durante el mismo período de 56 a 92, y las asociaciones entre empresas nacionales y extranjeras pasaron de 20 a 48. La participación en las ventas del capital extranjero pasó de 22,6 % a 55 % entre 1991 y 2001. Para las empresas privadas nacionales disminuyó de 34,6 % a 25,3 %, para las estatales de 28,9 % a 1,6 %, y para las asociaciones pasó de 14 % a 18,1 % (aunque estas últimas tuvieron su pico máximo de participación en 1993 cuando sus ventas representaron 34,8 % de las de la cúpula, para caer a medida que las privatizadas pasaban a ser empresas de mayoría extranjera).

En un contexto macroeconómico y de políticas muy diferente a aquellos en los que florecieron, los grupos económicos se vieron sometidos a fuerte crisis y forzados –los que lograron mantener posiciones– a una reconversión, centrada en la especialización y el abandono de la diversificación.

El ciclo kirchnerista se inició con la mayor participación de la cúpula empresarial en la economía: en 2002 las 200 empresas más grandes acaparaban el 31 % del valor bruto de la producción. Si bien durante los años siguientes esta concentración se redujo, al final del período, en 2015, la cúpula representaba 22 % del valor bruto de producción, lo cual supera el último año de la convertibilidad. Martín Schorr señala en el capítulo 6 varios factores que pueden explicar esto, entre los que se cuentan:

• El incremento de la tasa de explotación como resultado de la fenomenal caída de los salarios en 2002-2003;
• La intensa centralización de capital durante la crisis de la convertibilidad y su abandono;
• La inserción de muchas empresas de la cúpula en sectores beneficiados durante este período por la evolución de los precios relativos, como el petróleo, la minería, los commodities agrarios e industrias como la alimenticia, electrónica de consumo o armaduría automotriz;
• La importante propensión exportadora de muchas de las grandes empresas en el marco de un “dólar alto” hasta 2007/2008 y altos precios internacionales hasta 2012.

Durante este período, la extranjerización de la economía ocurrida durante la década anterior sufrió pocas modificaciones. Solo cayó en la medida en que algunas empresas de servicios públicos, en manos de capital extranjero, pasaron a ser propiedad estatal. Con excepción de YPF, estas estatizaciones “no formaron parte de un plan diseñado para incrementar de manera estratégica la presencia del sector público” (p. 193). Los grupos económicos locales tuvieron trayectorias divergentes. Macri, Acevero, Rohm, Cirigliano, Pescarmona, Soldati, son algunos de los que dejaron directamente de integrar la cúpula económica entre 2001 y 2015. Techint, Pérez Companc, Sancor, Coto, Bemberg, o Eurnekian, vieron reducida su participación. Otros como Clarín, Roggio, Urquía, Arcor, Vicentin, Braun Menéndez, Gararino, Frávega, BGH, Osde y Pluspetrol, crecieron durante el período. Finalmente otra serie de grupos pasaron a integrar la cúpula durante estos años: Cartellone, Pampa, Indalo, OSD (Calcaterra), IRSA; Caputo, PCR, Newsan, Gador, Sadesa, Electroingeniería e Insud.

Durante 2003-2015 “existieron modificaciones en términos de la actividad principal realizada por las firmas que integraban la cúpula empresarial respecto de la década del noventa” (p. 176). Al mismo tiempo, “la evidencia muestra que en estos años no se sentaron las bases para un cambio estructural en el perfil de la especialización productivo-industrial de la Argentina, ni en las modalidades de inversión del país en la división internacional del trabajo” (p. 178). A pesar de las declamaciones sobre la transformación estructural, esta faltó a la cita. El período terminó signado por la escasez de dólares, a pesar del comercio exterior, como resultado de la pérdida de divisas destinadas para pagar deuda, los giros de utilidades de firmas trasnacionales, y la fuga de capitales protagonizada por las grandes empresas nacionales.

Durante el gobierno de Cambiemos los aumentos de tarifas y combustibles, la eliminación de regulaciones financieras y de controles cambiarios, la apertura económica y el abandono de las retenciones fueron los grandes determinantes de las modificaciones que tuvieron lugar en la cúpula económica. La primera modificación significativa que identifican Lorenzo Cassini, Gustavo García Zanotti y Martín Schorr en el capítulo 7, ha sido la “desindustrialización” de la cúpula: de 100 firmas que tenían a la manufactura como actividad principal, se redujeron en 2018 a 94. Las prestadoras de servicios públicos en la cúpula pasaron de 11 a 25 firmas en igual período.

Al analizar la evolución por tipo de firmas, si bien en 2018 había menos empresas extranjeras en la cúpula que en 2015 (109 de 200), seguían siendo mayores que en 2003 (cuando eran 104) o 2001 (93). Las firmas de capital privado nacional en la cúpula cayeron de 63 en 2015 a 55 en 2018, mientras que aumentaron fuerte las asociaciones (de 19 a 31) y ligeramente las empresas estatales (de 3 a 5). Las firmas extranjeras conservaron su presencia dominante “en los sectores que definen el perfil de especialización prevaleciente y las modalidades de inversión internacional del país, lo que les confiere a estos capitales una centralidad estructural decisiva” (pp. 206-207).

Un dato saliente del comportamiento de las grandes empresas durante los años de Macri, que no reconoce distinciones entre “ganadores” y “perdedores”, es la “preferencia por la liquidez”, como la llaman los autores. Desde los grupos más beneficiados por la política oficial hasta aquellos que redujeron o abandonaron actividades, todos participaron de la fuga de capitales, que sumó USD 90.000 millones durante los cuatro años de Macri.

Lucrando con la dependencia

El estudio de la historia del poder económico presentado en este libro, permite observar con mayor detalle cómo se han consolidado los lazos entre los grandes grupos económicos nacionales y sectores del capital imperialista, que se reparten (con los primeros en una posición cada vez más subordinada) el manejo de resortes estratégicos de la economía nacional. También podemos observar con claridad una trayectoria divergente entre la cúpula empresarial que con los revelos ocurridos en su composición mostró capacidad para aprovechar los recursos estatales y las ventajas en distintos sectores para asegurarse niveles elevados de rentabilidad, y una economía nacional que se debate hace décadas en un círculo vicioso.

Al disponer de manera privilegiada de recursos estratégicos como las divisas, tienen una formidable capacidad de veto que les permite asegurar la permanencia de lineamientos económicos que les resultan favorables. Por si esto fuera poco, la arquitectura internacional apoyada en el FMI, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y otras instituciones, actúa como guardiana de sus intereses. Como observa Martín Schorr en la presentación, que presenta al mismo tiempo las conclusiones de la investigación “cualquier proyecto político que se proponga modificar de modo sostenido la distribución del ingreso, el perfil de especialización e integración internacional […] deberá hacer frente a estos sectores nacionales y extranjeros del gran capital que detentan un poderío económico ostensible y una centralidad estructural como para bloquear cualquier planteo que no los contemple como actores protagónicos” (p. 11).

En nuestra opinión, una conclusión que se desprende claramente del libro es que cualquier pretensión de que resulta posible “negociar” o disciplinar a estos sectores del poder económico, en los marcos del propio Estado capitalista dependiente y sin apelar a la movilización obrera y popular para apuntar contra los pilares fundamentales en los que este poder económico, pretensión que alimentan sectores afines al actual oficialismo, no puede ser más que una utopía o lisa y llanamente una farsa.

 
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