Se viene el mes del orgullo y empiezan a florecer los productos pintados de arco iris. Mientras las grandes marcas fomentan una "liberación sexual" ligada al consumo, del otro lado asoma una realidad de precarización para la gran mayoría trabajadora. Un recorrido desde Stonewall hasta la actualidad.
La marca Puro recientemente utilizó la imagen de la militante travesti Diana Sacayán y de Carlos Jáuregui para vender zapatillas y mochilas, por lo que recibió críticas y terminó dando de baja la venta de esos productos online.
El 4 de septiembre de 1969 el Frente de Liberación Homosexual (GLF por su sigla en inglés) de Nueva York le mandaba a la The Village Voice un clasificado invitando a una fiesta que incluía la frase: “baile de la comunidad gay”. La revista, considerada un medio alternativo, decidió no publicar el anuncio porque opinaban que la palabra “gay” era obscena. Ya le habían censurado otro clasificado borrándoles la frase “Gay power to gay people” (poder gay para los gays).
El hecho ocurrió a dos meses de la revuelta de Stonewall, cuando un grupo de gays, lesbianas y trans enfrentaron la represión policial durante varios días, poniendo en escena al movimiento de liberación sexual. Voice cambió su postura gracias a una manifestación callejera que convocó el GLF frente a su edificio.
Hoy la situación a simple vista en las publicidades y medios de comunicación es otra donde abundan productos con banderas del orgullo como zapatillas Nike o Adidas, series con historias de vida LGBTIQ+ en Netflix o Amazon Prime o cruceros gay paradisíacos. Dirigiéndose específicamente a un sector cada vez más observado por los empresarios, también aparecen ciudades que antes de la pandemia eran vendidas como las mecas del turismo diverso como Buenos Aires o Tel Aviv, todo en medio de paisajes urbanos plagados de familias sin techo, desocupación o si se trata de Israel directamente la exclusión y represión contra el pueblo palestino.
Esto es lo que se conoce como mercado rosa, y según los análisis cada vez cobra más relevancia. Una investigación de Witeck Communications estimó que en 2015 el poder de compra de las personas LGBTIQ+ en Estados Unidos fue equivalente a 917 mil millones de dólares, el doble del Producto Bruto Interno (PBI) total de Argentina. Si a eso le sumamos que los distintos cálculos dan que hay al menos 11 millones de LGBTIQ+ en dicho país, para los ojos de los grandes empresarios aparece un oasis con forma de signo dólar.
Y ese es solo el panorama para EE. UU., en distintos países del mundo probablemente se replique esta situación en menor escala y con múltiples desigualdades. En Argentina existe la Cámara de Comercio LGBT, que se encarga de fomentar el turismo local para la diversidad. Según sus cifras de 2019, visitaron el país unas 550 mil personas de la comunidad LGBT+, casi un 8% del total de turistas. No solo las ciudades se transformaron en atractivos turísticos, sino también las propias marchas del orgullo.
Desde los 2000 las compañías empezaron a dirigirse al mercado LGBTIQ+ en sus publicidades en la televisión/redes sociales más explícitamente. Para la especialista en estrategia de mercado LGBT, Jenn T. Grace, desde 2006 hasta 2014 los avisos estaban todavía muy centrados en hombres gay blancos. Señala que en los últimos años eso empezó a modificarse, con publicidades de marcas como Nike incluyendo a un atleta trans, Gillette con un aviso protagonizado por un hombre trans negro, Calvin Klein una mujer trans lesbiana y negra, o Coca cola a personas no binarias, entre otras.
La búsqueda de ganancias y rentabilidad no se detiene en la venta de productos o servicios. En una nota de Forbes la responsable de Diversidad & Inclusión de Accenture (una reconocida consultora) de Argentina planteaba lo siguiente alrededor de los programas de inclusión: “Nos hace ser más innovadores, competitivos y creativos, ayudándonos a servir mejor a nuestros clientes y comunidades. La consideramos una ventaja competitiva”. Qué mejor que un trabajador LGBTIQ+ para que le venda a otre un producto o servicio. En el mismo artículo se destaca el ejemplo de Manpower Group (!), reconocida por tercerizar y precarizar laboralmente a miles de personas, por contar con el programa “Construyendo puentes hacia un mundo laboral más inclusivo”.
Durante el neoliberalismo en gran parte del mundo occidental estas empresas desarrollaron una política de “inclusión” para mostrar un costado progresista, mientras a la par empeoraban las condiciones de vida de la gran mayoría trabajadora y pobre. Algo que se pudo ver a todas luces cuando en medio de la crisis económica desatada con la pandemia optaron por despedir, recortar salarios y suspender a miles de LGBTIQ+, cuya mayoría subsiste gracias a su fuente laboral.
Sin embargo, no se limitaron solo a intentar mejorar su imagen, a su vez buscaron transformar un movimiento emancipatorio en una oportunidad para acrecentar sus ganancias, y al mismo tiempo fomentar la idea de que es posible la igualdad a través del consumo y la conquista de algunos derechos, sin cuestionar la desigualdad que reproduce el capitalismo. Así se consolidó lo que Peter Drucker denominó como identidades gay y lesbiana “clásicas”, refiriéndose a aquellos sectores LGBT con ingresos altos y una considerable capacidad de consumo (empresarios, profesionales, artistas, etc.), cuya imagen es la que suele aparecer como protagonista en las publicidades.
Artículos con consignas como Black Lives Matter o Black Trans Lives Matter (las vidas negras trans importan), y las publicidades de los últimos años incluyendo a no binaries o sectores oprimidos por ser trans y negros, buscan imitar la misma operación con cuestionamientos que vienen surgiendo con fuerza recientemente. Todo esto en medio de una crisis económica y sanitaria abierta a escala global, donde las múltiples problemáticas de oprimides y explotades son un combo que amenaza el futuro del orden capitalista.
Si las grandes empresas pueden aparecer hoy como aliadas de las personas LGBTIQ+ llegando hasta financiar las marchas del orgullo, se debió al divorcio de la perspectiva anticapitalista que al inicio levantó el movimiento que surgió en Stonewall, atravesado por los acontecimientos de época como el Mayo Francés, la segunda ola del feminismo y el black power. “No seremos gays burgueses, buscando el estéril ‘sueño americano’ de una casa con jardín y el buen trabajo corporativo” proclamaba la nota de tapa de la primera revista del GLF, algunos meses después de la revuelta en el mítico bar.
Entre los protagonistas se encontraban figuras como la travesti Sylvia Rivera que alertaba sobre los peligros de solo reclamar las demandas de algunos “gays”, mientras otros seguían sufriendo detenciones. En la nota antes mencionada el GLF se preguntaba “¿Cómo nos afecta la estructura familiar? ¿Qué es el género y qué significa? ¿Qué es el amor? Como homosexuales, estamos en una posición única para examinar estas cuestiones desde un nuevo punto de vista”.
En sus comienzos el movimiento de liberación sexual no se acotó al estrecho horizonte de conquistar algunos derechos en clave identitaria, o sea solo para una minoría de gays y lesbianas. Al contrario el cuestionamiento apuntaba contra ese capitalismo donde coexistían una inmensa mayoría desposeída y un cúmulo de normas que habilitaban a la discriminación de todo aquello que desafiara la heterosexualidad.
Aunque la discriminación persiste, sobre todo para el colectivo trans, el cuestionamiento a la heteronorma está enormenente extendido bajo diferentes formas y vivencias. Sin embargo, para la gran mayoría trabajadora, sea que se identifique como LGBTIQ+ o heterosexual, las condiciones de vida precarias, no saber si se llega a fin de mes, la falta de un trabajo o una vivienda, o el estrés provocado por la pandemia, se presentan como múltiples obstáculos para poder disfrutar plenamente la sexualidad, tener tiempo cualitativo para explorar y conectarnos con el deseo, o construir vínculos afectivos libremente consensuados. Obstáculos que son motivo suficiente para retomar esa crítica radical contra un orden social donde las libertades parciales conquistadas todo el tiempo corren el riesgo de ser sometidas al frío cálculo de las ganancias y la rentabilidad.