En 1993 salió el disco Lobo Suelto, Cordero Atado. Fue publicado en dos volúmenes por Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. “Tenés la licencia para envenenarnos, pensás con audacia consejos muy agrios. Un caníbal desdentado, enseñando a masticar, tu negocio es muy difícil de explicar y fácil de enseñar”, se escuchaba en ¡Es hora de levantarse, querido! (dormiste bien?). Este tema me recordó una práctica muy arraigada en el Frente de Todos. Muchos de sus componentes de izquierda dan consejos muy agrios contra el ajuste, denuncian la estafa de la deuda y se pronuncian a favor de las mayorías populares. Pero actúan como caníbales desdentados. En simultáneo, el Gobierno aplica la misma monótona receta que, condimentos cambiados, está vigente al menos desde el año 2018 cuando el país quedó nuevamente operando bajo la licencia para envenenarnos del FMI.
Lord Keynes
En los convulsivos años que van desde la Primera hasta la Segunda Guerra Mundial las ideas del economista y Lord británico, John Maynard Keynes (1883-1946), alcanzaron una gran influencia, no solo en el mundo académico, sino en la práctica de la política económica de los estados. Esa influencia, con modificaciones en sus pilares fundamentales, creció en la posguerra hasta casi diluirse en lo que se llamó la síntesis neokeynesiana-neoclásica, un intento de conciliar las ideas del Lord británico con otras ideas que él había rechazado. Esa influencia se sostuvo, años más, años menos, hasta la década de 1970 cuando la ofensiva neoliberal se erigió como hegemónica.
Un aspecto central atacado por el Lord británico es la Ley de Say, un principio elaborado por el economista francés Jean Baptiste Say (1767-1832) ¿Qué dice esa ley? En su versión “popular” postula que la oferta crea su propia demanda. Más que una ley de corroboración científica, la Ley de Say constituye un acto de fe de liberalismo económico: postula que toda oferta de bienes y servicios (es decir, toda la producción) por los mecanismos misteriosos del mercado genera su propia demanda (es decir, se consume íntegramente). Bajo estos preceptos el mercado autorregulado tiende “naturalmente” hacia el equilibrio y hacia el pleno empleo de los factores productivos (tierra, capital y trabajo). Si uno tiene fe en la Ley de Say, debería descreer, por lo tanto, de la intervención estatal en la economía, la cual resulta redundante y hasta dañina, porque altera la “natural” acción de las fuerzas del mercado.
La Ley de Say es la piedra fundamental para el pensamiento liberal clásico y neoclásico: bajo sus fundamentos no existe sobreproducción ni desempleo. Keynes criticó la visión de la economía liberal (Adam Smith, David Ricardo y neoclásica –ojo que no es la misma de la “síntesis neoclásica”) acerca de que el desempleo es voluntario porque los trabajadores son tan testarudos que exigen salarios por encima de lo que admite la productividad de la economía o los sindicatos establecen “rigideces” en el mercado al no permitir el ajuste automático a la baja de los salarios. Si algo funciona mal, en la visión liberal, es porque el Estado, los sindicatos, los trabajadores y la mar en coche, meten palos en la rueda.
Claro que antes que Keynes, quien había criticado la Ley de Say fue Karl Marx que distinguía que en las crisis económicas, por múltiples motivos, había una escisión entre producción y consumo. No solo eso. Marx señaló los múltiples “ruidos” a los que está sometido en todo momento y lugar el ciclo del capital, aun cuando no enfrente una crisis aguda. Pero entre quienes defienden el sistema capitalista, la crítica más importante a Ley de Say la realizó Keynes justamente en circunstancias donde una profunda crisis capitalista hacía evidente a todo el mundo, antes que a nadie a las masas de desocupados que existían en la década de 1930, que no había ninguna tendencia “natural” al equilibrio ni al pleno empleo. En medio de la catástrofe económica y social de aquellos años, el Lord británico le temía a algo más que a la desocupación. Temía que la revolución aboliera la propiedad privada.
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