Gaya Makaran es Doctora en Humanidades y maestra en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Varsovia, además, autora del libro Recolonización en Bolivia. Neonacionalismo extractivista y resistencia comunitaria. Por su parte Pierre Gaussens es Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y autor del libro La izquierda latinoamericana contra los pueblos: el caso ecuatoriano. Ambos son parte del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC) de la UNAM. En esta oportunidad les entrevistamos sobre su último libro: Piel Blanca, Máscaras Negras. Crítica de la razón decolonial, como parte de los debates en torno al decolonialismo que venimos realizando en Ideas desde la Universidad.
Los estudios decoloniales se vienen imponiendo en los ámbitos académicos de Latinoamérica. En gran parte, porque centran sus análisis en el problema de la histórica opresión colonial que sufren los pueblos de nuestro continente. En Piel Blanca, Máscaras Negras hay sin embargo un cuestionamiento a esta corriente. Ya el título del libro y su referencia es sugerente, pero ¿por qué consideraron necesario publicar un libro de críticas al decolonialismo?
Antes que nada, consideramos importante –y así lo hacemos en la introducción del libro– subrayar que nuestras críticas a los estudios decoloniales no significan negar o cuestionar la existencia de la dominación colonial y neocolonial en América Latina, al contrario, partimos del reconocimiento de la importancia que tiene esta realidad histórica para entender las formas actuales de la dominación en nuestro continente. De hecho, nuestra postura es la de un anticolonialismo activo que defiende una necesaria descolonización, pero no desde el academicismo de un ejercicio escolástico de erudición –en el que suelen caer los estudios decoloniales–, sino desde los mismos sujetos de lucha, en sus procesos concretos de resistencia, como postura que retomamos, entre otros, de Frantz Fanon.
De allí la necesidad de publicar este libro, ante la gran confusión que rodea la empresa decolonial y su recepción entre los círculos académicos y militantes. Confusión en parte alimentada por los mismos decoloniales, en su pretensión en posicionarse y ser vistos como los únicos legítimos para cuestionar la dominación colonial, imponiendo sus propios términos y categorías sobre las discusiones colectivas críticas al colonialismo y el racismo, desconociendo y tergiversando así un importante, rico y diverso conjunto de tradiciones anticolonialistas previas. Nuestro libro nace entonces de una indignación ante tal usurpación, tanto para recuperar parte de estas tradiciones, como para desenmascarar lo que consideramos ser una moda intelectual, dentro de un movimiento doble –que es el que articula las dos partes que componen el libro. Una moda, además, con efectos nocivos, en el sentido de que, en lugar de ayudarnos a analizar los procesos y mecanismos de la dominación colonial/racial, nos confunde diluyendo esta última en una mezcla de esencialismo culturalista y demagogia epistemológica, que no solamente dificulta la tarea descolonizadora, sino termina reforzando de una manera sumamente paradójica lo que se combate, al afianzar en un juego de espejo las mismas ataduras coloniales. Esta paradoja ya había sido señalada en su momento por el mismo Fanon.
Los artículos que componen Piel Blanca, Máscaras Negras se dividen de dos partes: en la primera se realizan diferentes crítica teórica de las contradicciones del pensamiento decolonial; en la segunda los autores se dedican a una crítica constructiva, en el plano práctico, analizando experiencias de lucha contra la opresión colonial en Latinoamérica, Europa y Medio Oriente. ¿Cuáles consideran que son algunas de las principales conclusiones de ambas partes del libro?
Efectivamente, el libro se compone de dos partes: la primera se dedica a debatir los planteamientos de los principales autores decoloniales (Walter Mignolo, Enrique Dussel, Aníbal Quijano, Ramón Grosfoguel, etc.) y la segunda reúne aportes constructivos desde la perspectiva anticolonial de procesos de lucha concretos. En este sentido, mientras que la primera parte del libro revela las contradicciones, errores y peligros del enfoque decolonial, la segunda ilustra de qué manera podemos pensar el anticolonialismo y la descolonización en las complejas circunstancias del mundo actual.
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Tomando en cuenta la pluralidad de enfoques desde los que son formuladas nuestras críticas a la razón decolonial, las conclusiones de la primera parte llegan a evidenciar una flagrante tendencia, entre otros, al esencialismo culturalista, al maniqueísmo, al simplismo historiográfico, al abandono del análisis clasista y anticapitalista, al desconocimiento de las realidades concretas, no sin cierto romanticismo, así como a la legitimación de gobiernos “progresistas” y de sus políticas neocoloniales; en fin, lo que se evidencia es un discurso con apariencias seductoras que disimula intereses mundanos y prácticas agresivas, o incluso violentas, que solo pueden contribuir a debilitar energías de lucha extraviándolas en la (auto)destrucción de las disputas identitarias y otros sectarismos.
En cuanto a la segunda parte, sus conclusiones apuntan hacia la vigencia de la dominación colonial en la actualidad, entendida tanto como colonialismo interno –teorizado por Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen (e ignorado a propósito por los decoloniales), como colonización activa de territorios, pueblos y modos de vida. Asimismo, se indica la imbricación existente entre Estado, capital y patriarcado en la perpetuación del ethos colonial y colonizador que hoy observamos. Se ubica las potencialidades descolonizadoras presentes en algunos procesos de lucha, que necesariamente tienden a ser autónomos, anticapitalistas y feministas, al mismo tiempo que se reflexiona sobre los peligros que supone la transposición de los planteamientos decoloniales al plano de las prácticas de lucha y resistencia.
Siguiendo en el plano político y teniendo en cuenta el aumento de la influencia de los estudios decoloniales en las últimas décadas, ¿les parece que el decolonialismo -pese a su academicismo- ha desempeñado algún papel en la escena política contemporánea?
Lastimosamente sí, y un papel activo, cada vez más importante. Es por eso que pensamos en el libro como una especie de contrafuego, ante un incendio que se propaga. La influencia de los intelectuales decoloniales desborda el campo académico para tener efectos políticos, cuyo alcance todavía está por determinarse. Por un lado, podemos hablar de su influencia en ciertas organizaciones sociales cuyos miembros (sobre todo los cuadros) pueden verse seducidos por el orden del discurso decolonial o algunas de sus categorías estrellas, sin asumir necesariamente la totalidad de su propuesta teórica o siquiera darse cuenta de sus contradicciones y peligros. Por el otro, observamos una ostensible cercanía de algunas (no todas) de las principales figuras decoloniales con los gobiernos “progresistas” o los partidos de las llamadas “nuevas izquierdas”.
Basta revisar algunas declaraciones hechas en entrevistas por decoloniales a favor de Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales o Rafael Correa para darse cuenta del apoyo explícito a sus gobiernos. No son secretos los beneficios personales que obtienen los intelectuales decoloniales de este apoyo, ciertamente interesado. El problema radica en que, en nombre de la descolonización, los pueblos originarios y afrodescendientes, las identidades subalternas históricamente encubiertas y las epistemologías otras que albergan, se termine defendiendo políticas abiertamente neocoloniales contra estos mismos pueblos, mediante el despojo extractivista, la modernización capitalista, la subsunción de los modos de reproducción comunitarios, la captura de los movimientos sociales y la estatización de las resistencias. No importa mientras se inauguren cátedras, institutos y paneles bajo la dirección decolonial y tutela del progresismo.
Buen ejemplo de lo anterior ocurrió con el Foro Social Mundial de 2006 en Caracas, que contó con la participación de varios teóricos decoloniales en un espacio previamente domesticado por la “revolución bolivariana”. Esta colaboración se ha mantenido hasta fechas muy recientes, por ejemplo, con el anuncio en 2018 de la creación de un Instituto Nacional para la Descolonización por Nicolás Maduro, en presencia de Dussel y Grosfoguel. También el año siguiente, cuando el último citado defendió a ultranza al gobierno de Evo Morales por ser “indígena”, descalificando a sus críticos como “mestizos occidentalizados” e “intelectualoides posmodernos”, como en el caso de su ataque a Silvia Rivera Cusicanqui, autora en nuestro libro, cuyo capítulo final evidencia las profundas contradicciones del gobierno del MAS boliviano a través del conflicto del TIPNIS.
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Resumiendo, varias figuras decoloniales se han sumado al discurso legitimador de los gobiernos “progresistas”, por una parte, folclorizando lo indígena, sus luchas y propuestas, y, por otra parte, encubriendo sus políticas abiertamente neocoloniales y colonizadoras en nombre de los viejos lemas de un supuesto antiimperialismo, el combate a la pobreza y el necesario reforzamiento del Estado. Al mismo tiempo que han arremetido contra las disidencias con todo tipo de descalificativos injustos.
Sobre el ethos colonial que mencionaban anteriormente, en la introducción a Piel Blanca, Máscaras Negras plantean que se trata de un un rasgo estructural del capitalismo contemporáneo. ¿Cómo se expresa esto y qué implica para una perspectiva anticolonial?
Sí, de hecho, una de las premisas de las que partimos consiste en recordar que el marco general en el que se inscribe el colonialismo y el antagonismo racial es el capitalismo histórico –que los decoloniales reemplazan por la modernidad (de igual manera que sustituyen la clase por la raza o el proletariado por los pueblos indígenas). En este sentido, recuperamos aportes de la crítica anticapitalista para entender el colonialismo, no como parte de esa modernidad eurocéntrica abstracta, sino como aquella vasta empresa política que fue implementada, primero, para garantizar los procesos de acumulación originaria descritos por Marx en El Capital y luego perpetuada de manera complementaria e indisociable a la acumulación ampliada de la industrialización, como bien lo explicó Rosa Luxemburgo y, actualizándola, hoy David Harvey con el concepto de acumulación por desposesión. La idea, no obstante, sigue siendo la misma. Para seguir acumulándose el gran capital requiere una “colonización sistemática”, retomando la expresión de Marx, donde la reproducción de la vida, tanto de las comunidades como de los ecosistemas, es subordinada (subsumida) a la reproducción del capital vía procesos de proletarización, valorización y mercantilización que enajenan al individuo de su trabajo, destruyen los modos de vida comunitarios y extraen las riquezas naturales presentes en los territorios. En la actualidad de América Latina, esta acumulación por desposesión se ha ilustrado de una manera particular en el extractivismo, con sus grandes proyectos de desarrollo y extracción de recursos naturales, cuyos esquemas han sido profundizados por las políticas de los gobiernos “progresistas”, con la complicidad decolonial.
Cabe recordar, además, que esta destrucción de la autonomía económica de los sujetos para la ampliación del dominio del capital empezó en la misma Europa que los decoloniales tanto critican, de manera previa y simultánea a la colonización europea de otros continentes. Los primeros colonizados han sido los campesinos europeos. Para solo citar un ejemplo, una de las últimas cruzadas se volcó contra los pueblos albigense y cátaro. Al respecto podemos recomendar, entre otros, el libro de Silvia Federici: Calibán y la bruja, que analiza la historia europea dando cuenta de la imbricación entre los procesos de construcción del capitalismo, el colonialismo y el patriarcado, que han sometido con una ambición totalizadora y monopólica territorios, pueblos y cuerpos. Sin embargo, es importante señalar que, si hablamos de ethos colonizador, es porque es preciso no relegar el colonialismo al pasado, sino entender su carácter activo, persistente y muy actual –de igual forma que para la acumulación originaria. Por ende, pensar la descolonización como lo hacen los decoloniales, sin ver que el colonialismo no es sólo un hecho del pasado o una “colonialidad” abstracta que atraviesa nuestro “ser” y “saber”, sino un proceso constante de despojo capitalista contra los territorios, los pueblos y la naturaleza, paradójicamente hace que puedan alinearse con gobiernos promotores de la modernización capitalista en contra de los mismos pueblos en nombres de los cuales hablan.
Compartimos una visión sobre la imbricación histórica que existe entre racismo y prácticas coloniales, opresión patriarcal y dominación capitalista. Algunas variantes del decolonialismo y los estudios interseccionales también reconocen esto aunque, considero, tendiendo a diluir la cuestión de clase. Poniéndola al mismo nivel que las cuestiones identitarias o subestimando la posición estratégica que ocupa la clase trabajadora para construir una alianza que desafíe al capital y las distintas formas de opresión. ¿Cómo ven ustedes este problema?
Efectivamente, como ya dijimos, existe una imbricación entre Estado, capital, colonialismo y patriarcado. Esta idea de conexión parece ser la principal virtud del concepto de interseccionalidad, al dar cuenta de la complejidad de una dominación en la que se encuentra una diversidad de factores, entre los cuales destacan la clase, el género y la raza, pero también intervienen otros, como la generación (la edad), el territorio o la orientación sexual, para solo mencionar unos ejemplos. El problema no está tanto en la interseccionalidad como concepto, sino en los estudios interseccionales cuando atribuyen a uno de estos factores predominancia sobre los demás, como privilegio causal, tal como lo hacen los decoloniales con la raza, o lo puede hacer también cierto feminismo con el género. Este ha sido precisamente el problema del marxismo histórico, al cometer el error de reducir la dominación a la explotación capitalista –cuando no a la simple extracción de plusvalía, en su vertiente economicista–, otorgando un privilegio ontológico a la clase sobre los demás factores de dominación, que fueron considerados durante mucho (demasiado) tiempo como “secundarios”: la cuestión nacional, colonial, de las mujeres, etc. Los estudios decoloniales hoy incurren en el mismo error de ortodoxia, pero ahora centrándose en la raza, reemplazando la contradicción entre capital y trabajo por el antagonismo étnico-racial.
En términos generales, el problema radica en jerarquizar diferencias y querer reducir la complejidad de la dominación a una sola dimensión, sea la clase, el género o la raza, cuando, repetimos, estas dimensiones son múltiples e indisociables, se entrecruzan e imbrican, de tal manera que no podemos terminar de entender la explotación clasista sin una perspectiva crítica de género y, viceversa, el patriarcado sin la economía política, de igual manera que el racismo se relaciona con la división del trabajo asalariado, y la extracción de plusvalía con la etnicización de la clase trabajadora, etc. Los cruces tienden al infinito. De lo que se trata, al fin y al cabo, es encarar esta complejidad, con todas las dificultades analíticas que implica, y no pretender reducir la adecuación a un solo denominador común –como lo hacen los estudios decoloniales– o atribuir un peso mayor a un factor sobre los demás. El peso de los factores es dado por la configuración de las situaciones concretas, en las que se despliega cierto tipo de dominación más que otro, no a priori, sino dependiendo del estado de las relaciones de fuerza que estructuran el antagonismo entre dominantes y dominados, tomando en cuenta la singularidad de cada situación, y, además, en conflictos siempre cambiantes.
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El problema consiste entonces en cómo interpretamos. Mientras sigamos viendo los procesos de lucha y resistencia desde un solo prisma, seguiremos condenados –al igual que los decoloniales– al esencialismo y el sectarismo, con unos frentes de lucha divididos sin entenderse los unos a los otros, mermándose cada vez más la solidaridad, la empatía, el hacer común. En consecuencia, dividirnos en estamentos cerrados, autorreferenciales, incluso hostiles hacia quienes no comparten ciertos rasgos del grupo, puede ser uno de los riesgos de este tipo de apuestas políticas. Esta tendencia tiende necesariamente a reforzar los rasgos propios del grupo –ser indígena, mujer, gay, joven, obrero, etc.– encerrándolos en identidades fijas y contrapuestas, lo que reduce la pluralidad existente dentro de los mismos grupos y niega otras posibles identificaciones con otros procesos de resistencia y colectivos de lucha.
Una cosa es reconocer los diferentes ejes de la dominación que sufrimos y la pluralidad de sujetos en lucha, con sus problemáticas y tensiones, siendo autocríticos y abiertos a la deconstrucción; otra cosa es dividirnos en campos separados, adversarios y competidores, imposibilitando el intercambio, la traducción, el aprendizaje mutuo, el debate crítico y el encuentro de movimientos del que depende la construcción colectiva de alternativas antisistémicas. Ahora, no estamos aquí postulando la unidad entendida como unificación de las luchas, ni el retorno a la lucha de clases como principal eje articulador de ellas, sino como un entramado de autonomías interconectadas unidas en la lucha contra todas las formas posibles de dominación. Esta cuestión es abordada en la segunda parte de nuestro libro, tanto por María Galindo como por las compañeras Inés, Pilar y Ángeles en el contexto del movimiento feminista. Es en este sentido que se elaboró el libro y se articula nuestra propuesta, partiendo del anticolonialismo de Fanon, es decir, de una universalidad humanista y libertaria que, unida al diagnóstico marxista de la explotación capitalista, no solo busca liberarnos de las fijaciones coloniales y el antagonismo clasista, sino representa una invitación a emanciparnos individual y colectivamente de todas las ataduras y las máscaras que nos impone el actual sistema de dominación.
Por esto último, me gustaría compartir mi punto de vista. Ciertamente las versiones vulgares del marxismo, como la stalinista, caen en un reduccionismo economicista. Sin embargo, ya en los clásicos (Marx, Engels, Lenin, Luxemburg, o Trotsky) la autodeterminación de las naciones oprimidas, la emancipación de la mujer o la eliminación del racismo, aparecen como condición de toda liberación real de la humanidad. Sin dejar de sostener la centralidad de la clase trabajadora. Pero no por una interpretación unilateral o esencialista, sino por una cuestión de estrategia política. La oposición objetiva de la clase trabajadora respecto al capital le posibilita golpear en la dimensión material de su dominación. De allí, pienso, una alternativa antisistémica que pretenda terminar efectivamente con todas las formas de opresión -y no quedar en la resistencia continua frente al capital y sus Estados-, debe pasar por una alianza de la pluralidad de sujetos con un fuerte protagonismo de la clase trabajadora. Esto en el capitalismo actual, más que contribuir con la fragmentación de los dominados en compartimentos estancos, creo que por el contrario supondría unir sujetos que muchas veces son parte de una misma clase heterogénea (multiétnica, nativa o migrante, de diferentes géneros y sexualidades, ocupada y desocupada, etc.), con el poder para imponer sus demandas, tanto económicas como sociales y culturales.
Nuestra crítica al reduccionismo del marxismo histórico se refiere más a las políticas y acciones de los partidos marxistas, leninistas o trotskistas, sea en el ejercicio del poder estatal o no (aquí, sería necesario un análisis pormenorizado sobre casos concretos que no podemos hacer), qué al contenido de las obras de sus fundadores. Desde luego, en éstas se expresa una preocupación que busca integrar al análisis clasista otras cuestiones más allá de la sola explotación capitalista. Basta recordar los desarrollos del propio Marx sobre la cuestión colonial, de Lenin sobre el imperialismo o de Trotsky sobre el arte, entre otros. El problema, sostenemos, consiste en supeditar dichas cuestiones a una cuestión principal, en este caso, la centralidad de la clase trabajadora, relegándolas a una función secundaria, subsidiaria –algunos marxistas todavía dirán “superestructural”–, que en la práctica terminó siendo nada y poco combatida, con la excusa de que la revolución socialista resolverá el problema casi en automático… y después del estallido revolucionario. Hasta mientras, poco o nada de estas otras cuestiones por una razón estratégica, cuando no son abiertamente desdeñadas como pequeñoburguesas o incluso contrarrevolucionarias por quienes discuten de estrategia y táctica revolucionarias, que a menudo y no por casualidad suelen ser hombres blancos.
Esta priorización del factor de clase sobre los otros factores de dominación, y más aún si la clase es entendida de manera cerrada y reducida a un proletariado industrial, representa un doble error en nuestra opinión. En términos analíticos, niega la complejidad de las demás formas de dominación que, si bien se relacionan con la explotación capitalista, también tienen una lógica propia y relativamente autónoma a las clases sociales y su lucha. Asimismo, en términos políticos, tememos que se trate de una estrategia fallida, pues ¿de qué nos servirá una clase
trabajadora protagónica si en su seno se reproduce el patriarcado y el racismo?
¿Cómo un obrerismo históricamente dominado por los hombres, que ha exaltado la virilidad del trabajo asalariado y de la lucha sindical, e invisibilizado la explotación del trabajo doméstico no remunerado, puede aspirar si quiera a la liberación de la otra mitad de la clase trabajadora? El feminismo marxista está precisamente aquí para advertirnos al respecto, a partir del estudio de experiencias previas cuyo inventario crítico resulta muy útil. Es en este sentido que decimos que la revolución socialista será feminista y antirracista o no será, y viceversa. Más aún, sabemos que el racismo y el patriarcado sirven para debilitar la misma lucha de clases, al ser aprovechados por las clases dominantes para controlar, dividir y dispersar las energías de las clases subalternas en nombre de nacionalismos, chovinismos, misoginia, fundamentalismos religiosos, etc. que rompen con la solidaridad de clase y obstruyen el carácter antisistémico de las luchas.
También lo decimos porque no solo la lucha de la clase trabajadora amenaza la reproducción material de la dominación, igualmente lo hacen el feminismo y el antirracismo. Tanto el feminismo marxista como los marxismos negros han demostrado que el patriarcado y el racismo son funcionales a la división del trabajo que sostiene la extracción de plusvalía, en sus dimensiones sexual y racial. Una obrera es doblemente explotada en razón de su clase y de su género, así como una trabajadora agrícola indígena –por tomar un ejemplo– sufre una triple opresión. Por lo tanto, luchar en contra del patriarcado y el racismo también es luchar, forzosa y necesariamente, contra las condiciones sociales imperantes que permiten la acumulación de capital. Ésta es precisamente la principal virtud de la interseccionalidad, a nuestro juicio: tratar de abarcar la complejidad de las relaciones de dominación en toda su diversidad, permitiendo una traducción que puede contribuir a la convergencia de los frentes de lucha para la construcción colectiva de sociabilidades anticapitalistas, feministas y descolonizadas.
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