Durante las últimas décadas se instaló, desde diversas ópticas, la idea de que derecha e izquierda eran categorías caducas. En estas líneas, algunos apuntes sobre una fábula que se desmorona al ritmo de la crisis y algunas reflexiones sobre por qué hace falta la izquierda.
Una mitología triunfalista
Durante las últimas cuatro décadas vivimos momentos de auge de ciertas ideas que el capitalismo logró imponer como sentidos comunes, asociadas a mitos difundidos por sus intelectuales orgánicos. El “fracaso del comunismo” se vendía como la confirmación suprema de la capacidad de supervivencia y renovación constante del capital y sobre todo de la superioridad del capitalismo como sistema social. Sutilezas tales como lo erróneo de identificar el comunismo (como movimiento real de lucha contra el capitalismo y como programa de una sociedad sin explotación ni opresión) con el stalinismo (como deformación burocrática y totalitaria de las revoluciones socialistas del siglo XX), no entraban en el radar del pensamiento oficial. Al contrario, eran escondidas minuciosamente. La privatización de la vida (colectiva e individual) era la segunda premisa que venía como compañía necesaria de la primera. A un capitalismo próspero e imbatible correspondían consumidores felices, cuya felicidad iría en aumento en la misma medida que los negocios capitalistas. Tercera premisa: las salidas políticas tendientes a un cambio de sistema estaban clausuradas. Con este trasfondo intelectual, dejaba de tener sentido la división entre izquierda y derecha, inaugurada en los tiempos lejanos de la Revolución francesa, que de paso se presentaba también como el acontecimiento fundante de todos los totalitarismos.
Resulta que todo esto, aunque en su momento podía parecer muy convincente, era falso. A su manera, lo había anunciado Giovanni Arrighi en su artículo “Siglo XX: siglo marxista, siglo americano” (1990). Con una combinación de argumentos sugerentes y discutibles, Arrighi afirmaba la crisis del marxismo pero también la existencia de un proceso de recomposición del movimiento obrero, acorde a las predicciones de Marx relativas a la expansión global del capitalismo, el empobrecimiento de la clase trabajadora y el impulso a la lucha de clases. Podemos recordar también libros como Los fines de la historia de Perry Anderson (1992), que venía a señalar que no era la primera vez que se trataba de bajar definitivamente el telón del drama histórico o Marx intempestivo de Daniel Bensaïd (1995), que anunciaba el retorno de la lucha de clases con la huelga francesa de 1995 y recuperaba los debates de Marx en torno a los grandes problemas de la historia, la ciencia, la política y la filosofía. Pero esos libros los leía solamente la gente de izquierda, mientras la televisión y la radio la miraban y escuchaban millones de personas.
¿Qué pasó con el populismo?
En este contexto, en la intelectualidad anteriormente crítica reinaba el posmodernismo. Como no se podía cambiar el sistema, había que cambiar los textos y los discursos o en el mejor de los casos modificar la vida personal, como consumidores de productos más sofisticados que los del consumo popular. La clase obrera “no existía más” y la política siempre se transformaba en abuso de poder, por lo que había que jugarse a las pequeñas resistencias, algunas tan imperceptibles que solo las percibían sus involucrados. Emparentadas con estas posiciones, por su énfasis en lo discursivo, aunque con una vocación política inexistente en aquellas, a mediados de los años ‘80 surgieron las teorías de la “democracia radical” de Laclau y Mouffe, que sintetizaban muy bien las ideas de lo que se dio en llamar posmarxismo: no había una relación directa entre la posición de clase y el sujeto político, la política consistía en lograr articular diversas demandas para ampliar derechos en los marcos de la democracia, que se concebía como “democracia radicalizada” y se identificaba a esta con el socialismo, relativizando la importancia de los cambios en la estructura económica. Con las referencias del eurocomunismo o la Unión de la Izquierda en Francia (entre otras), Laclau y Mouffe intentaban presentar las perspectivas de una socialdemocracia de izquierda, al mismo tiempo que un trabajo teórico de “deconstrucción” del marxismo, centrado en una relectura de la problemática de la hegemonía. Pero la socialdemocracia giró cada vez más a la derecha durante los años ‘80 y ‘90, formando parte de lo que Tariq Alí llamó “el extremo centro”. En Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (1990), sin abandonar el enfoque socialdemócrata de izquierda, Laclau ya iniciaba el viraje hacia el populismo, que terminó de consolidar años más tarde con La razón populista (2005). Ya más alejado de la idea de una “socialdemocracia de izquierda”, lo central pasaba por una práctica política capaz de articular un discurso que polarizara el campo político dividiéndolo en dos partes (los de arriba y los de abajo, la casta y el pueblo, el 1 % y el 99 %, por nombrar diversos ejemplos conocidos), creando de esa forma una identidad política que no tenía que ver con la izquierda ni con la derecha pero tampoco con el socialismo. Laclau se apoyaba en diversos debates históricos, pero sobre todo tenía como referente político a los gobiernos latinoamericanos de los primeros años del siglo XXI. La idea de que la división entre izquierda y derecha estaba superada reaparecía, no como propuesta de aceptar sin más el capitalismo sino como una vía aparentemente más realista para mejorar la situación material de la gente: el populismo.
Pero resulta que "pasaron cosas": una, que la extrema derecha también echó mano de las tácticas discursivas del populismo, polarizando en torno a problemas generados por la ofensiva neoliberal, pero dándoles una salida reaccionaria. Esto obligó a los cultores del populismo a diferenciar una variante de derecha y otra de izquierda, propuesta de Chantal Mouffe en Por un populismo de izquierda (2018), pero compitiendo en un terreno similar al de la derecha (como sucede con la “izquierda soberanista” en Europa). La otra, que el “populismo” discursivo o cultural sin cambios económicos de fondo, pero con algunas políticas tímidamente redistributivas, más característico de América Latina, no se sostiene en tiempos de crisis, donde todos los gobiernos se vuelcan a políticas de austeridad y ajuste, como estamos viendo en la actualidad.
Marxismo y teorías críticas: cambios en la relación de fuerzas
El proceso de auge y retroceso del neoliberalismo, así como la transición del posmodernismo al populismo, se desarrolló en un campo más vasto, en el que hubo toda una serie de realineamientos ideológicos y políticos. Como señala Razmig Keucheyan en su libro Hemisferio izquierda (2010), ya desde fines de los años ‘70 del siglo XX se vino dando un retroceso del marxismo en favor de otras variantes de “pensamientos críticos” que compartían algunos aspectos con aquel, pero que básicamente renunciaban a la perspectiva de una revolución socialista y a los principales lineamientos de Marx respecto del análisis del capitalismo. Laclau y Mouffe son parte de esta constelación de múltiples tendencias ideológicas, teóricas y políticas que van desde el autonomismo hasta la “opción decolonial”, pasando por las filosofías del acontecimiento (de fuerte tendencia anti-organizacional) y otras. El marxismo parecía en retroceso, mientras todas estas otras posiciones ganaban cuerpo y también (o quizás sobre todo) espacios académicos.
El propio Keucheyan afirmaba en una entrevista de hace unos años, que la crisis del 2008 y los eventos posteriores implicaron un cambio en la relación de fuerzas entre el marxismo y sus teorías competidoras. La mayor solvencia de la teoría marxista para explicar la crisis económica volvió a poner de relieve que mientras exista el capitalismo va a existir el marxismo como su crítica teórica y práctica, capaz de dar explicaciones fundamentadas sobre los desastres que genera este sistema. Pero todavía falta más fuerza en el plano político. Tanto es así que por ejemplo una intelectual muy destacada como Nancy Fraser postula la necesidad de asumir el “populismo de izquierda” como una especie de transición hacia el marxismo. Además del carácter improbable (aunque no absolutamente imposible) de una evolución gradual de una a la otra entre dos formas de pensar contrapuestas, el problema fundamental de esta posición es que el medio no parece compatible con el fin. La politización elemental en torno a temáticas como “los de abajo vs. los de arriba” o “el 1 % vs. el 99 %” consiste en que las formas de organización y los programas que se corresponden a ellas podrían coincidir solo en parte con los que se propone la izquierda marxista, básicamente en un rechazo genérico a las injusticias del sistema, pero sin poder dar una salida a la típica contraposición señalada por la propia Fraser que se opera en los movimientos sociales entre problemas de “reconocimiento” (relativos a los derechos democráticos de diversos sectores oprimidos) y los problemas de “redistribución” (relativos a los cambios económicos). En síntesis, una cosa es que la gente active por donde le aprieta el zapato, lo cual debe tomarse como punto de partida para cualquier intento de confluencia con las ideas marxistas y socialistas, pero otra distinta es transformar eso en un programa que luego puede dar lugar a otro más o menos espontáneamente.
La izquierda es necesaria
Volvamos a pensar, ahora, lo que decíamos al comienzo de este artículo. Los eventos económicos, políticos y de lucha de clases de las últimas décadas mostraron que la supuesta superación de las categorías de izquierda y derecha no tuvo lugar. El mayor testimonio de eso son las propias teorías del "populismo" que terminaron adoptando la división derecha-izquierda como "cinturón de protección" ante la emergencia de las extremas derechas con similares procedimientos retóricos.
Ironías del destino: uno de los principales cultores de la idea del populismo como superación de las categorías de izquierda y derecha para hacer política de masas, o sea Pablo Iglesias, terminó retirándose de la política, luego de perder las elecciones contra una candidata que hizo campaña “contra el comunismo”.
En tiempos de reformismos sin reformas y progresismos sin progreso, precisamente la personalidad con que las derechas más rancias exponen su propia política y el resurgimiento de la lucha de clases en múltiples formas demuestran que las fantasías de un capitalismo autosuficiente que había superado las categorías políticas clásicas podían ofrecer la foto de un momento, pero no el final de la película. La derecha es necesaria para los capitalistas y la izquierda lo es para defender los derechos de la clase trabajadora y el pueblo. Las variantes intermedias, que suelen presentarse como “progresistas”, al dejar los principales resortes de la economía en manos del capitalismo, dependen básicamente de los vaivenes de los ciclos económicos (como sus propios representantes argumentan cada vez que pagan al FMI, rebajan jubilaciones, congelan paritarias o reducen subsidios para los sectores más empobrecidos).
La izquierda es activa en la defensa de los derechos vulnerados por los gobiernos y el Estado pero busca un cambio de sistema, basado en algunas cuestiones fundamentales como la expropiación de los grandes grupos capitalistas que manejan la economía, para poder hacer una administración racional de los recursos, orientada a la satisfacción de las necesidades humanas y no de la ganancia de algunos empresarios, junto con la lucha contra todas las formas de opresión. Para lograr este objetivo es necesario un proceso de movilización sistemática de la clase trabajadora y el pueblo por sus propias reivindicaciones, de manera independiente respecto de los partidos que defienden el capitalismo, capaz de vencer la resistencia de la clase dominante mediante una revolución social e instaurar un gobierno obrero y popular. En este camino, está planteado rediscutir todas las grandes cuestiones que tienen que ver con nuestros objetivos de fondo, a las que hacen referencia en un artículo anterior Ariel Petruccelli y Mauricio Suraci: las mejores formas de establecer una relación entre partido e instancias de auto-organización, la relación entre una reorganización racional de la economía y la crisis ecológica, los problemas políticos de la transición al socialismo.
Rosa Luxemburg decía que el marxismo se caracterizaba por una realpolitk revolucionaria. Mientras la politiquería burguesa asocia el realismo con la administración (y la reducción) de los magros presupuestos que deja el capital, la política marxista es realista porque participa activamente de la lucha por objetivos de corto y mediano plazo, como la defensa de los puestos de trabajo, la lucha contra la precarización laboral y otras demandas, pero es revolucionaria porque considera estas intervenciones puntuales como parte de un plan estratégico para subvertir el orden capitalista. La ligazón entre ambas perspectivas, la de corto-mediano y la de largo plazo, la táctica y la estrategia, se sostiene con una práctica combativa en la lucha de clases, con la agitación de un programa acorde a las necesidades populares y con la actividad política sistemática tendiente a construir instancias de auto-organización de base, recuperar las grandes organizaciones de masas y construir un partido revolucionario. Los que contraponen la lucha social o económica con la lucha política o la “espontaneidad” a la organización política olvidan que economía y política se separan en la cabeza de la gente por obra de la ideología oficial, pero van unidas en las relaciones de fuerzas concretas en un caso; y que espontaneidad y organización son realidades que se mezclan permanentemente, en el otro, aunque más no sea por el hecho de que mediante la estatización sindical y de los movimientos sociales, una gran parte de la clase trabajadora y el pueblo ya están “organizados” dentro de los límites del Estado y los movimientos espontáneos confluyen con la izquierda por una cuestión de afinidades electivas e intereses convergentes [1].
La crisis del capitalismo, las derivas del populismo y el progresismo y los nuevos eventos de lucha de clases dan la pauta de por qué siguen existiendo la izquierda y la derecha, así como nuevos fundamentos a la lucha por desarrollar una izquierda marxista, clasista y socialista. No se trata de “ideas normativas” para establecer el curso de la historia, como dijo alguna vez un izquierdólogo desprovisto de interés por la política de izquierda. Es una apuesta teórica y política.