De los talleres textiles a la pelea contra la tercerización laboral en el ferrocarril Roca. El apoyo de la familia en la pelea cotidiana por llegar a fin de mes. La organización como camino. Detrás de las camperas azules arriba de los trenes, hay historias de trabajadores que merecen ser contadas.
Se hacen pis. Sí, los trabajadores vigiladores de los trenes del Roca se hacen pis mientras trabajan. Quizás los pasajeros no lo notan -todos, lógicamente, están preocupados por llegar a tiempo a sus trabajos-. Pero pasó. Varias veces. Por la presión a ser amonestados por la empresa si bajan del tren para ir al baño, y atrasar la salida del viaje. La empresa, una vez, sancionó a un trabajador, no por bajarse del tren, sino por hacerse pis. Y la bronca acumulada de los trabajadores, encorsetada hace años, estalló. ¿A usted no le pasaría lo mismo?
Hace 4 meses que las y los trabajadores vigiladores de MCM, empresa tercerizada de Trenes Argentinos, decidieron visibilizar todo lo que están viviendo. Reclamar por el pase a planta permanente y decir basta a las condiciones de miseria y humillación a las que son sometidos. Detrás de las camperas azules de los vigiladores de los trenes, viven trabajadores, familias e historias que merecen ser contadas.
Hay un cuento del escritor uruguayo Eduardo Galeano, que grafica una conversación entre un padre y su hijo. “Papá, si Dios no existe, ¿quién creó el mundo?” “Tonto -responde el padre- Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles”. Quizás José no lo haya leído, pero esto ya lo sabe hace tiempo: su papá se lo enseñó.
Su papá fue uno de los cientos de obreros que construyeron Puerto Madero, donde el metro cuadrado vale hoy lo mismo que lo que necesita durante 15 meses una familia para no ser pobre. José entonces tenía menos de diez años y, con su hermano, lo acompañaban a trabajar. “Nos dejaba en el container, con una facturita, un matecocido y una radio, y él se iba a laburar, porque quería que viéramos lo que hacía”, recuerda. Mientras, su mamá limpiaba casas ajenas y aportaba a la economía de un hogar que se reventaba para conseguir comida en los raquíticos y menemistas años noventa.
Por ese entonces, vivían en Guernica, ciudad del sur del conurbano donde se llevó adelante una de las tomas de tierras más grande de los últimos años. Se exaspera al recordar la crueldad del operativo del desalojo: “Me tocó de cerca, viví ahí hasta los 17 años. Yo creo que la lucha de esas familias y la nuestra tienen que ver y se pueden unir: todos estamos peleando por un futuro para nuestros hijos”.
Su apoyo a la pelea por vivienda de las familias de Guernica no es solo eso. Ahora, con 38 años, vive en Claypole junto a Gabi, su esposa, y sus dos hijos Axel y Dylan, en una pieza de 4x6 arriba de la casa de sus suegros. Comparten el baño y la cocina con su cuñada. En un mismo terreno, viven cuatro familias. “Estuvimos recorriendo las zonas, mirando terrenos, y sí queremos tener algo nuestro también, pero es difícil, la verdad. Tenés que pagar muchas cosas, no llegamos a fin de mes, andamos piloteándola, y meterse en un plan de pagos cuesta un montón”, explica desde el patio que une todas las piezas.
Nunca pudo tener un espacio propio. Cuando terminó el secundario, en plena crisis del 2001, en su casa la plata seguía faltando. Por eso se mudó, alquiló en distintos lugares, según el trabajo que conseguía. En ese entonces, empezó a trabajar cargando y descargando camiones en Avellaneda y Capital. Cobraba por trabajo y tenía que costearse los viáticos. Todavía recuerda las manos ampolladas y en carne viva. Después vinieron los talleres textiles. En Lugano y en Flores. Fueron épocas oscuras, literalmente: apenas podía ver la luz del sol. Pasaba entre 12 y 16 horas diarias planchando camisas, cosiendo botones y haciendo ojales. Como vemos, para José, como para tantos otros, no hubo década ganada.
Durante esos días fatigantes, conoció a Gabi, que había empezado a trabajar ahí después de renunciar en un tallercito de zapatillas. “Cuando terminé noveno grado había empezado. Pero no me gustó -cuenta ella- Un día me cambiaron de máquina, empezó a salir el hilo para bordar manchado y el patrón se enojó conmigo. Yo no estaba acostumbrada, ni mis papás me gritaban”. Ella era todavía muy joven pero ya estaba segura de algo: la sobreexplotación tenía, aunque sea, un límite. La dignidad.
De modo que, mientras relata lo que vivió aquellos años, explica con soltura por qué apoya la pelea de José y sus compañeros. “Para mí está bien por lo que reclaman. Hace poco vi los videos, las fotos, antes no pensaba que era tanto. Pero vi que pasan frío, que les llueve adentro del lugar de descanso, hay ratas y los baños químicos que tienen son un desastre”, enumera. “Quizás una podría decirle que busque otra cosa, que por reclamar todo lo que reclama tiene riesgo de perder el trabajo -especula- Pero yo le digo que si se siente cómodo con esto y quiere luchar, yo lo apoyo”, afirma.
Cuando José empezó a trabajar en MCM, imaginó que iba a tener un futuro mejor para su familia. Pero era el 2017 y ya era una certeza que la "pobreza cero" que había prometido el macrismo era solo eso, un slogan de campaña de un gobierno de empresarios.
El destrato y el ninguneo que vienen sufriendo desde entonces potenciaron el peligro al que las familias de los trabajadores, por ser esenciales, se vieron expuestas en plena pandemia. “Apenas les dieron barbijos. Ellos necesitan más protección, se exponen ellos y exponen a la familia. Dylan es chiquito y al año y medio tuvo Gripe A. Estuvo internado tres semanas. La pediatra me dijo que va a estar sensible de los pulmones hasta los 5 años. Por eso con el coronavirus estamos asustados, él puede venir y contagiarlo y se le puede agravar”, cuenta Gabi, preocupada.
A esto, se suma el ahogo de nunca llegar a fin de mes. “Buscamos precios en mercados, en mayoristas. Cada 15 días compró un cajón de pollo y lo vamos disfrazando. Con Gabi nos acostumbramos a comer una vez al día. Al mediodía picoteamos algo, tomamos un té o mate, les damos de comer a ellos”, cuenta José, y mira a sus hijos.
“A la noche si hacemos un guiso, una sopa. Si estamos muy ajustados, a veces mis papás nos mandan un paquete de fideos, unas frutas, con los chicos”, agrega Gabi. Sucede que un trabajador de MCM cobra entre 44 y 47 mil pesos al mes, muy lejos de los 64 mil que, según el último informe del INDEC, necesita una familia como la de José para no ser pobre. Y, muy lejos de lo que, en primer lugar, deberían cobrar: un trabajador efectivo (es decir, contratado directamente por Trenes Argentinos) cobra, por la misma tarea, el doble.
“La economía está difícil -reflexiona José sobre el escenario nacional- El gobierno debería destinar más plata para generar trabajo. Los políticos del Boca-River quieren a la gente dividida, para que no estén juntos, para que no se note la unidad del pueblo”. Y, por otro lado, agrega: “En el caso de la izquierda, todos luchan por la clase trabajadora y estaría bueno que se unan. No solo para estas elecciones sino para tener más solidez y golpear de una manera más pareja. Es el momento de que todo el pueblo se de cuenta de que hay una opción para que empiecen a cambiar las cosas en nuestro país”.
Pasaron 4 meses desde que las y los trabajadores de MCM visibilizaron su lucha por mejores condiciones laborales, por el pase a planta permanente y en contra de la tercerización, un fraude laboral avalado por el Estado.
Hacen asambleas para definir los pasos a seguir, se organizan en comisiones para dividir tareas. “Acá pensamos entre todos por el futuro para todos, no entre unos cuantos”, cuenta. Así empezaron los ruidazos en Constitución, las marchas a las oficinas de Trenes Argentinos, la exigencia a los ministerios de Transporte y Trabajo para que les den una solución, y las instancias de coordinación y acción con otros sectores en lucha.
José recuerda uno de los primeros cortes de los que participó, en el Obelisco, el 27 de abril. “Desde ese momento que tengo conocimiento que había otras personas que estaban peleando por esto, contra la precarización, los despidos, el trabajo, las vacunas, por la vivienda. No sabíamos lo que era una movilización. La verdad que la experiencia me dejó como un orgullo porque hay muchas personas que quieren salir adelante”.
La hermandad con otros trabajadores y sus familias, con otras luchas, le hace pensar sobre el rol que pueden jugar él y sus compañeros al calor de esta experiencia: “Para nosotros recién comienza esto pero pienso que, mientras intentamos lograr este objetivo, tenemos que apoyar a los que recién se inician con la fuerza de lo que se vaya logrando, que sirve para seguir luchando, para seguir exigiendo lo que corresponde”.
José cuenta que durante la mañana fue parte de larecorrida por las estaciones de Lomas y Temperley que pusieron en marcha para pegar afiches, repartir volantes, poder explicarles a los usuarios del tren su lucha y hacerles saber que se ven en la obligación de tomar medidas que afecten el servicio en los próximos días, frente a la falta de respuestas de la empresa y del gobierno. “Los trabajadores nos tenemos que levantar frente a las injusticias que sufrimos”, sentencia.
Si, como en el cuento de Galeano, ese hijo comprende que al mundo lo hicieron los trabajadores, ahora el niño -devenido hombre- puede continuar el relato en base a su propia experiencia. Quizás la historia de José sea parte de escribir lo que sigue: que los trabajadores no solo hicieron y hacen funcionar al mundo, sino que también son quienes pueden transformarlo.