Las jóvenes de entre 25 y 27 años cuentan a este diario parte de lo que padecieron en su adolescencia, al “cuidado judicial” de la congregación católica de las Hermanas Trinitarias, que ya tiene una monja presa por abusos sexuales a menores. Infancias y adolescencias vulneradas por la Iglesia y el Estado. Hoy luchan juntas por verdad y justicia.
La Izquierda Diario conversó con cinco jóvenes que pasaron casi toda su adolescencia en esos hogares. Hoy mujeres de entre 25 y 27 años, después de un largo tiempo de sufrimiento, silencio y miedo, Alicia, Victoria, Carmen, Ana y Mariana (por obvias razones, se preservan sus verdaderas identidades) pusieron en palabras el infierno que sufrieron y la enorme voluntad de luchar para que ninguna chica más sea depositada por el Estado en las trampas de las monjas trinitarias.
“La cárcel”
Las niñas y adolescentes que llegan a los hogares de las Trinitarias son derivadas por el Poder Judicial, tras padecer situaciones de abuso, violencia y vulnerabilidad en sus familias o entornos de pertenencia. Dos de los hogares, ubicados en Boulogne y San Miguel son para las más pequeñas, hasta los 16 años. Luego muchas pasan al hogar de Nuñez, donde cumplen los 18. Algunas, siendo mayores, deciden irse y otras quedan un par de años más viviendo allí.
Pero lo que debía ser una institución protectora se volvió una pesadilla. “Nos levantaban a las 5:30 de la mañana, nos vestíamos y bajábamos. Limpiábamos, desayunábamos rápido y a la escuela. Cuando volvíamos hacíamos la tarea. Si te portabas bien, entre las 19 y las 20 mirabas la tele. Cenabas, te bañabas y apagaban las luces”, recuerda Alicia, hoy de 25 años y quien estuvo en los hogares de Núñez y Boulogne entre 2012 y 2017.
Carmen agrega que, al terminar el aseo, “las monjas pasaban el dedo por las superficies y nos decían ’esto está sucio, vuelvan a limpiar’; era como que disfrutaban de maltratarnos”. Ella también tiene 25 años y pasó su adolescencia en los mismos dos hogares.
No sólo debían ocuparse de la limpieza. También debían cocinarse (siempre y cuando las religiosas les dieran mercadería). “Para sobrevivir una semana nos daban a cada una un sobre con hamburguesas, a veces vencidas, un chorizo, dos huevos, una feta de queso, una de paleta y un poco de membrillo. Hasta yogures vencidos nos daban. Pero eso sí, ellas comían sus asados y otras comidas buenas”, recuerda Mariana, de 26, oriunda de una provincia norteña que estuvo con las monjas hasta hace cinco años.
La manipulación y el poder que las monjas ejercían sobre las adolescentes era tal que hasta se naturalizaron prácticas muy perjudiciales, como la medicalización forzosa. Victoria recuerda que “cada noche, antes de irnos todas a dormir, la misma Sor Marina ponía a las chicas en fila, les daba ella misma las pastillas, les hacía tomar como un litro de agua y les abría la boca para confirmar que las hayan tragado”.
“Era una sobremedicación total, a las 21 tomaban la pastilla y 21:05 ya estaban en el quinto sueño. Hasta el día de hoy sé de chicas a las que no les crece el pelo normalmente por los efectos que les dejó tanta medicación”, detalla la joven que, al igual que otras chicas, pasó de los 14 a los 17 años obligada a ese “tratamiento”.
Cruz en mano y misa de por medio, las trinitarias torturaron sistemáticamente a muchas jóvenes. Uno de los hechos que más recuerdan es cuando, con un supuesto fin pedagógico, encerraron a una de las chicas junto a un cadáver. Ana lo recuerda bien: “una vez murió una de las monjas y la velaron en el hogar, una de las chicas no quería ver el cadáver porque de chica tuvo que ver a su mamá y a su papá en un cajón. Se lo dijo a Sor Marina y la monja la encerró en la habitación con la muerta, diciéndole que así se iba a curar”, relata la mujer de 27 años.
“Pensar que una naturalizó todo eso que vivimos. Yo nunca me había puesto a pensar en todo esto”, afirma Mariana después de escuchar a Ana.
A la violencia física y psicológica se sumaba la explotación laboral. Todas las jóvenes que pasaron por el hogar de Nuñez eran enviadas a limpiar casas particulares o incluso a trabajar en comercios de personas “amigas” de la congregación. Y todas recuerdan que luego debían entregarles a las monjas el 75 % de la paga, con la excusa de un supuesto “ahorro” para el futuro de las chicas.
“De lo que nos pagaban les teníamos que dar una gran parte a ellas, que lo guardaban y nos decían que era para ahorrar para cuando nos fuéramos del hogar. Lo que nos quedaba lo usábamos para comprar mercadería y comer al menos una comida que nos gustara a la semana. De todos modos, ni a mí ni a muchas de las chicas nos dieron un peso de ese ’ahorro’ al que nos obligaban. Encima de todo nos estafaron”, cuenta Alicia.
El Estado
Cuando fueron enviadas a los hogares de las trinitarias, ninguna de las jóvenes fue consultada si quería pasar sus próximos años allí. Cuando el Poder Judicial cerró sus legajos y pudieron “egresar” de esos hogares, tampoco les preguntaron cómo había sido la estadía. Peor aún, durante todo el tiempo vivido en ese cautiverio el Estado apenas se interesó por ellas, por cuestiones meramente administrativas.
“El Estado fue responsable de nosotras y lo es de todos los chicos judicializados del país, no tendríamos que haber pasado por todo lo que pasamos”, dice Carmen apenas se les pregunta por la relación entre los hogares y los funcionarios, tanto judiciales como políticos. En el hogar de Núñez no tenían “ni una psicóloga; no teníamos derecho a nada, ni a estar felices ni a estar tristes. Si te veían un rato sola, las monjas enseguida te decían que no te veían bien y que tenías que ir al psiquiatra”, afirma.
Alicia agrega que en Boulogne tampoco tenían atención. “Había una psicóloga, llamada Elena, que te atendía cada tanto y si alguna de las chicas sufría algún tipo de problema, por ejemplo un ataque de pánico, enseguida te mandaban al psiquiatra y te terminaban empastillando”, resume. Y agrega que, ante algún problema físico, terminaban yendo solas “al hospital público que nos indicaban las monjas”.
El Estado siempre hizo la vista gorda, llegando a permitir los intentos de quebrar la subjetividad de las chicas. Antes de ser enviada al hogar, Alicia vivía con su tía, a quien denunció en reiteradas oportunidades por violencia contra ella. “Hasta logré una perimetral para evitar que mi tía se me acercara, pero ya estando en Boulogne un día vino Sor Ángela y me dijo ’está tu tía en el hogar, te vino a visitar’. Sin mi permiso, sin preguntarme siquiera. Yo le dije que por favor le dijera que se fuera. Pero en lugar de eso me encerró en una pieza con mi tía, decía que así nos íbamos a amigar. Todo con Elena, la psicóloga, presente”.
La complicidad del Estado con el Obispado de San Isidro y las Trinitarias se expresa de diversas formas. Victoria estaba judicializada desde antes de entrar al hogar de San Miguel, pero una vez adentro para el Estado casi dejó de existir. “Estuve judicializada por un tema de abusos en la familia, pasé por la Cámara Gesell y todo el proceso, pero al final el Estado nunca hizo nada. De los 12 a los 14 años estuve viviendo en la calle. Un día me enteré de la existencia de las Trinitarias de San Miguel, les golpeé la puerta y me recibieron”. Se quedó hasta los 18. Pero hoy, en retrospectiva, asegura que “había pasado del descontrol en la calle a un régimen casi carcelario”.
Ana agrega otro ejemplo, donde el Estado deja hacer a las monjas sin ningún control. Cuando fue al hogar de Núñez ella estaba por cumplir los 18. Apenas llegó la pusieron a trabajar. “En un momento llegué a limpiar en siete casas particulares durante la semana y los fines de semana en una rotisería haciendo catering. De lo que me pagaban (que sabían cuánto era porque ellas hacían el arreglo) les tenía que dar el 75 % para ese supuesto ’ahorro’ y yo me quedaba con el 25 %. Con todas las chicas era igual. Con eso que nos quedábamos teníamos que pagarnos la comida, los libros, las cosas de higiene, viajar”. Trabajo precario e informal sin ninguna rendición de cuentas.
Ni siquiera haciendo ruido y alertando a la sociedad de “afuera” conseguían resultados. “En San Miguel una vez nos subimos a los techos, nos amotinamos porque nos habían dejado sin comer, estábamos todas con hambre”, recuerda Mariana. “Las monjas llamaron a la Policía y a los bomberos, vinieron y nos terminaron bajando. Después nos dieron la pastillita a cada una y a dormir. Para ellas todo era una pastilla. No apareció nadie”, sentencia.
Ni olvido ni perdón
Las cinco mujeres que dieron testimonio a La Izquierda Diario no están solas. Hoy forman parte de una veintena de exinternas de los hogares de las trinitarias que se vienen comunicando diariamente. Están en diferentes lugares del país y crearon un grupo de Whatsapp para compartir anécdotas, información y estar al tanto de cómo se mueven las causas penales contra Sor Marina y Sor Silvia. Y aseguran que ya lograron contactarse con otra veintena de mujeres que coinciden con ellas en esta denuncia.
En el grupo de excompañeras hay vidas de las más disímiles. Cada una, al salir de esos hogares carcelarios, no pudo recurrir al mismo Estado que las había depositado ahí. Es más, casi todas “egresaron” por decisión propia, ya siendo mayores y buscando traspasar esos muros agobiantes, a veces encarando verdaderas “fugas” a escondidas.
Pese al paso de los años, la lucha por hacerse una vida que valga la pena aún está empezando para algunas de ellas. Porque el tiempo pude curar heridas, pero hay marcas que quedan. “Cuando vi el video de Sor Marina esposada y gritando lo primero que sentí fue un fuerte escalofrío. Yo me había olvidado de su voz directamente. Pero a la vez fue una sensación relajante, saber que al menos por ahora no le va a hacer más daño a ninguna chica”, confiesa Ana.
Mariana coincide en las sensaciones. “Un poco la sigo sufriendo, me costó mucho hablar, esto te deja un trauma de por vida. Pero sigo adelante, tengo dos hijas y estoy haciendo la carrera de Comercio Exterior”, cuenta con una sonrisa.
“Yo ya tengo 25 años, estoy terminando el secundario y voy a estudiar trabajo social”, se suma Carmen. Tiene dos hijos y desde hace años trabaja con en el área de niñez y adolescencia en una institución de la zona norte del Gran Buenos Aires. “Mi vida no fue del todo perfecta al salir de ahí, pero creo que todo es de a poco, lo único que sé es que no me puedo quedar callada y dejar que esto siga pasando, sea en el hogar que sea”, sentencia.
Victoria nunca más quiso tener contacto con nada que se relacionara con las monjas ni con los hogares. “Nunca más quise hablar de todo aquello, hasta hace unos meses que supimos de las primeras denuncias y empezamos a comunicarnos con las chicas. Y ahora veo que es importante sacar esas cosas afuera para poder superarlas”, afirma convencida.
Ella hoy puede decir que, después de tantos años, está bien. “Me costó mucho los primeros años después del hogar, pero pude hacer mi camino, hoy soy profesora de literatura. Y ver que hay chicas que están pasando por esta situación no es justo, por eso una, que la vivió, tiene que tratar de hacer algo”.
“Ya estamos haciendo algo importante”, completa Alicia. “Con las chicas yo había perdido todo contacto y encontrarnos ahora, volver a hablar, me dio mucha alegría, nos sentimos muy a gusto. Lástima que por la pandemia no podemos juntarnos todas en un mismo lugar, pero ya no nos separa nada”, concluye con entusiasmo.
El relato de estas cinco mujeres, junto a la causa penal en curso por abusos sexuales de parte de las monjas trinitarias, vuelve a poner de manifiesto que la consigna “separación de la Iglesia y el Estado” no es vacía ni irrelevante. Esas relaciones obscenas y peligrosas entre obispos, curas y monjas con jueces, fiscales, funcionarios de Niñez y Adolescencia, policías y demás áreas estatales a veces se pagan muy caro. Pero, además, los costos los pagan jóvenes inocentes, revictimizadas una y otra vez a la vista de quien quiera verlo.
La campaña “Iglesia y Estado asunto separado", impulsada por colectivos feministas y de disidencias sexuales, por organizaciones sociales y por la izquierda, simbolizada con el pañuelo naranja, apunta directamente a la línea de flotación de esa relación económica-política-institucional entre el Estado que “terceriza” la atención de personas vulnerables y quienes, a cambio de subsidios públicos, reciben a esa población “descartable” en hogares, granjas e institutos y pasan a disponer de sus vidas, su salud y su educación.