A los movimientos sociales que eclosionaron desde fines de los ’60, de la mano de la radicalización de la lucha de clases en el mundo entero, cuestionando la represión sexual, la discriminación y la desigualdad de mujeres y personas no heterosexuales, el capitalismo le encontró la vuelta: los regímenes democráticos -especialmente en los países centrales- respondió con una política de "amplitud de derechos", siempre y cuando, estos no solo no socavaran las base fundamental de la explotación del trabajo humano sino que, además, permitieran integrar a vastos sectores al mercado de consumo, ampliando la oferta de bienes y servicios para poblaciones anteriormente marginadas. El proceso es más complejo y hemos hablado sobre él en ediciones anteriores.
Lo que nos interesa señalar es que eso generó una novedosa configuración en la que la fragmentación de la clase obrera, de las identidades y un cierto supuesto antagonismo entre ambas categorías se convirtió en verdad ahistórica establecida. Justo en el momento en que, más que nunca antes, la clase trabajadora -a nivel internacional- se feminizaba a niveles nunca vistos y en su composición se integraban miles de millones de seres humanos de todo el globo, de distintas etnias, orígenes, géneros y lenguas, con una migración sideral que seguía los flujos del capital.
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Ante este fenómeno, la derecha encontró en migrantes, personas no heterosexuales y transgéneros la causa de todos los males que el neoliberalismo trajo a la clase trabajadora: son "los otros" que le quitan el trabajo o los derechos o los privilegios de los que supuestamente gozaban en un mítico período anterior, a los nativos, a los blancos, a los heterosexuales. No vamos aquí a debatir con estos planteos reaccionarios de una derecha recalcitrante que, ahora, se disfraza de libertaria.
En el otro extremo, entre los movimientos sociales, también hay un ala neoliberal renuente a considerar que el patriarcado o el heterosexismo dejan marcas en la biografía: por ejemplo, todo deseo, decisión, elección o realización personal de una mujer, es feminista solo por el género de quien la enuncia. Y es cierto también que, en el ala más radical de estos movimientos, hizo mella una cierta manera de entender la "interseccionalidad" entre clase, raza y género, adoptando una visión individualista de la superación de las opresiones. Por vía de la meritocracia, el esfuerzo personal y el emprendedurismo, unos; por vía de la deconstrucción y la renuncia a los "privilegios" que otorgarían el color de piel, el género o la sexualidad, otros. Vamos a detenernos en esto último.
¿Ponerse rabioso con las consecuencias, ser indiferente a las causas?
La idea más extendida en el activismo radical es que, como individuos, nos atraviesan múltiples opresiones y que esas relaciones opresivas definen dos campos: el del oprimido o dominado y el del opresor o dominante. Mientras en el campo del dominado, hay víctimas que reclaman reparación para sus dolorosas experiencias personales, en el campo contrario, hay opresores que ostentan y disfrutan de sus individuales "privilegios".
Por más que estas ventajas materiales o simbólicas sean posibles por la existencia del racismo o el heterocentrismo, las estructuras sociales e históricas que las determinan aparecen eludidas detrás de la responsabilidad individual que ocupa el primer plano. Pero lo social se difumina de ambos lados.
Si la opresión fuera únicamente una experiencia individual (por lo tanto, intransferible), los proyectos políticos colectivos para acabar con ella son una utopía irrealizable.
Los grupos se desangran en la purificación de sus miembros: quien tiene un género socialmente opresor, puede compartir la opresión por su color de piel y así, las posibilidades se extienden infinitamente, atomizando y encontrando, permanentemente, más enemigos "naturales", que aliados políticos.
Además, aquello inasible para los otros, como puede ser una vivencia personal, íntima y única, erigido como patrón identitario, corre el riesgo de trasladarse al terreno político y convertirse en fuente de verdades inapelables. ¿Acaso no se puede ser víctima de la opresión patriarcal, de la discriminación racista o de la xenofobia y no tener conciencia de ese sometimiento que se nos impone socialmente?Paradójicamente, quienes denuncian los modelos de belleza hegemónicos, los estereotipos de los géneros y la invisibilización de las personas no blancas en los medios de comunicación, por decir solo algunos ejemplos, a veces creen que basta la experiencia de "ser" para esgrimir una verdad política, una estrategia incuestionable. En ese momento, pareciera que los sectores dominantes perdieran todo su poder en inculcar su ideología y convertirla en ideología dominante, durante un determinado período histórico. ¿Acaso no hay mujeres al mando de ejércitos imperialistas bombardeando poblaciones civiles en distintos rincones del mundo? Incluso, algunas son negras o hijas de familias inmigrantes, trabajadoras.
En "Diferencia, diversidad, diferenciación", la socióloga Avtar Brah -nacida en Punjab y criada en Uganda- escribe sobre el creciente énfasis en las políticas de identidad en el movimiento de mujeres de los años ’80: "En lugar de embarcarse en la compleja pero necesaria tarea de identificar las especificidades de las opresiones particulares, comprender su interconexión con otras opresiones y construir políticas de solidaridad, algunas mujeres estaban comenzando a diferenciar estas especificidades en jerarquías de opresión. Era comúnmente asumido que el mero acto de autodesignarse miembro de un grupo oprimido, le investía a una de autoridad moral. Las múltiples opresiones llegaron a considerarse no en términos de sus modelos de articulación sino como elementos separados que podían ir añadiéndose de forma lineal, de modo que cuantas más opresiones pudiera enumerar una mujer, con más fuerza afirmaba su derecho a ocupar un estrado moral superior. Las afirmaciones acerca de la autenticidad de la experiencia personal podían presentarse como si fueran una guía no problemática para la comprensión de procesos de subordinación y dominación. Así, en ocasiones, declaraciones tintadas de una farisaica corrección política llegaron a sustituir al cuidadoso análisis político."
Mucho de esto sigue, lamentablemente, vigente. Una extraña "competencia" por erigirse como la víctima perfecta puede desatar una sangría irremediable en la organización colectiva. En la lucha por la emancipación, cada vez surgen más enemigos y menos aliados. Se pierde de vista la necesidad de transformar radicalmente esta sociedad que crea, reproduce, justifica y legitima estas relaciones de opresión.
La lucha misma se transforma en una tarea pedagógica inagotable y, probablemente, inútil de aquellos individuos culpabilizados por sus "privilegios". Todo se convierte en corrección política o, mejor dicho, en agravios y desagravios que moralizan la política y obstaculizan los debates.
Finalmente, si no podemos cambiar la sociedad por esta vía, al menos podemos construir pequeños círculos libres de diferencias, seguros para pocos. Un sectarismo que no le hace ni cosquillas al capitalismo patriarcal, racista y xenófobo, por más radicalizadas que sean las consignas vociferadas.
Combatir las odiosas jerarquías que nos imponen, acabar con el capitalismo
Obviamente que es una falacia liberal aquello de que, en una democracia capitalista todos somos iguales ante la ley, por lo tanto, nuestro destino es nuestra propia obra. Las identidades marcan nuestras vidas, porque mientras exista el racismo, las cárceles de Estados Unidos seguirán teniendo una población encerrada mayoritariamente afroamericana; mientras exista la transfobia, las mujeres trans seguirán teniendo una expectativa de vida que no supera los 40 años y mientras exista el machismo y la discriminación de las mujeres, seguirán existiendo la brecha salarial, la violencia femicida y muchos otros agravios.
Quizás la cuestión pase por encontrar qué es lo que une, en las diferencias, a las personas que están oprimidas a causa de su género, de su color de piel, de su nacionalidad, etc. Algunas mujeres, algunas personas LGTBI, algunos inmigrantes, algunas personas negras y marrones podrán ser engullidas por el sistema. Estarán allí, en la cima de sus carreras profesionales, de sus empresas millonarias o de su fama en el deporte o el espectáculo para convencernos de que solo se trata de mérito personal. Pero la gran mayoría, a duras penas vive de su esforzado trabajo y aunque su color de piel sea el mismo de Ophra Winfrey y no el de su compañera de oficina, o su orientación sexual sea la misma que la de Alice Weidel y no la de la enfermera que la atiende en el hospital, o su género coincida con el de Marie Le Pen y no con el del obrero que la reemplaza en la misma máquina, en el turno noche, hay un hilo invisibilizado, allí, de donde tirar para crear una fuerza colectiva por una transformación radical.
Si queremos acabar con las opresiones raciales, heterosexistas, xenófobas y tantas otras basadas en la construcción histórica de identidades dominantes y dominadas, no tenemos que acabar con los blancos, los heterosexuales, los nativos… tendremos que proponernos acabar con el sistema capitalista que establece esas jerarquías racistas, patriarcales para garantizar su dominio, mediante la explotación de las grandes mayorías.
Y esas grandes mayorías trabajadoras no son una entelequia bendecida por el marxismo, de hombres blancos obreros industriales predestinados a conducir la revolución social. Ni siquiera esas masas laboriosas son agentes de la transformación social porque son las víctimas que más sufren de entre todas las víctimas. Simplemente, tenemos un lugar establecido por el capitalismo dentro del sistema que nos convierte en generadores de energía, conductores del transporte de mercancías y de fuerza laboral, somos quienes limpiamos el mundo, cuidamos y sanamos a los enfermos, producimos absolutamente todos los alimentos, la vestimenta, billones de productos que usamos a diario.
Somos quienes hacemos andar el mundo y, por lo tanto, tenemos las palancas para pararlo y reconducirlo en otra dirección.
Como trabajadoras y trabajadores es nuestra obligación reconocer las diferencias que las clases dominantes establecieron como jerarquías de poder entre nosotros. Sin luchar por eliminar esas opresiones en nuestras filas, mirando para otro lado y haciendo como que no existen, no tenemos destino. Como mujeres, negros, inmigrantes, gays, lesbianas, trans… tendríamos que aunarnos en esa potencialidad que tenemos en común -y solo colectivamente- para acabar con el capitalismo patriarcal, racista, heterosexista y construir una sociedad libre de todas esas opresiones que hoy nos impiden vivir plenamente nuestras vidas y donde nunca más el producto de nuestro trabajo nos sea arrebatado para pagar el lujo y saciar la sed de ganancias de unos pocos.
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"Si en realidad queremos transformar las condiciones de vida, debemos aprender a mirarlas a través de los ojos de las mujeres" (León Trotsky) |