El caso protagonizado por el músico Santiago “Chano” Charpentier y un policía bonaerense, que derivó en la internación del primero (con extirpación de órganos incluida) y la imputación del segundo por “lesiones gravísimas agravadas por el uso de arma de fuego y por ser funcionario policial”, abrió un debate sobre qué se debe hacer ante casos de personas vulnerables que, en teoría y por lo general falsamente, se “descontrolan”.
Desde diversos sectores políticos, oficialistas y opositores, salieron a defender al oficial Facundo Amendolara, justificando su accionar en la imposibilidad de contar con armas menos “letales” para que la Policía no lastime tanto a los supuestos delincuentes.
La misma mañana del lunes, cuando la noticia circulaba por todos lados, Sergio Berni reclamó públicamente el uso de las pistolas Taser. Al rato la exministra de Seguridad Patricia Bullrich le dio la razón. Más tarde el legislador Leandro Santoro dijo que Berni lo convenció de que las Taser son buenas y piensa lo mismo. ¿Alguno de ellos habló de salud mental? Lamentablemente no.
Hace una década escribía un artículo para el informe anual de la Comisión Provincial por la Memoria, El Sistema de la Crueldad VI, que se llamaba “Palo y a a bolsa”. En esas líneas me dedicaba a exponer la gravedad de la violencia desaforada seguida de muerte de la Policía Bonaerense frente a personas que se encontraban padeciendo un desequilibrio psíquico por uso y/o abstinencia de drogas.
Estas personas suelen presentarse con cuadros denominados genéricamente “delirios”, sin hacer de ello un diagnostico de certeza. Lo dramático es ver cómo el accionar policial frente a estas personas vulnerables se repite una y otra vez, con una violencia inusitada y paradójica, en definitiva aleccionadora, desatando como resultado la muerte de quien debería ser asistide por el sistema de salud.
Duffau
El caso paradigmático en ese artículo era el de Damián Duffau, que el 22 de febrero de 2008 ingresó con el torso desnudo (sin una lesión) a un Mc Donald’s de Ramos Mejía (La Matanza) al grito de “¡Jesús llevame!”, tiró una gaseosa y tomó unas papas fritas y terminó muerto por los golpes desatados sobre su cuerpo esposado por cinco oficiales de la Bonaerense en la caja de la camioneta policial.
La primera autopsia al cuerpo de Duffau la realizó un médico de la misma fuerza, Falomo Sileno, contra la resolución 1.390 de la Procuración General de la provincia de Buenos Aires que prohíbe que una fuerza sospechada de un delito se investigue a sí misma.
El profesional, frente a los dos fiscales intervinientes y multitud de policías de la DDI de La Matanza que filmaban y fotografiaban la autopsia, fantaseó un “accidente” que justificaría diez lesiones y su posterior muerte, ocurrido presuntamente siete días antes a su ingreso al Mc Donald’s sin una sola lesión.
El Protocolo de Minnesota para muertes en custodia, la custodia de la misma Bonaerense a la cual él pertenecía, brilló por su ausencia.
En la segunda autopsia encontramos más de cien lesiones correspondiente con el modus operandi de las fuerzas de seguridad.
Todo se reduce a números. Cinco policías, una persona que requería un médico y no un palazo, un médico autopsiante y dos fiscales cómplices, cien lesiones, dos juicios que liberaron a los asesinos, una sentencia que dio vuelta lo obsceno y les dio cadena perpetua por torturas seguidas de muerte.
Sin embargo, la Bonaerense no se disciplina por las sentencias. Se potencia. Es como tirar nafta al fuego. Porque se sabe impune, protegida.
González
El 12 de mayo de 2012 Diego González, un joven con consumos problemáticos, yacía en el paquete Club de Golf de Estudiantes de Olavarría. Lejos de llamar a una ambulancia, y este punto me parece fundamental, llamaron a la Policía.
Diego se despertó encadenado en la cocina de la Comisaria Primea donde los bonaerenses de alto rango lo golpearon y le tiraron agua hirviendo en los genitales, pidiéndole que dijera dónde estaban “las armas y el dinero que había robado, así lo compartían”. Lo habían confundido con alguien que tiene su mismo nombre.
En ese momento hubo una fiscal que tuvo la humildad y conciencia de convocarnos. De inmediato nos hicimos presentes en el hospital y aplicamos el Protocolo de Estambul para torturas, tratos crueles y degradantes. Con secuelas físicas y psicológicas, Diego sobrevivió.
Antes del juicio oral por el caso de Diego, a una de mis mascotas la desarticularon y la dejaron tirada en la puerta de mi casa.
Cuatro policías torturadores, un hombre vulnerable con la vida arruinada, una fiscal y un equipo forense que actuaron a tiempo. Una amenaza de muerte. Un juicio justo. Un muerto menos.
Jasi
Sergio Jasi tenía consumos problemáticos porque de niño había sufrido terribles abusos que no podía superar. Su mujer Laura, preocupada por la influencia que esto podría provocar sobre sus hijos le pedía que parara, pero claramente el solo no podía.
Una mañana de abril de 2019 Sergio tuvo un cuadro de pánico y comenzó a meterse en las casas de sus vecinos de Tres de Febrero, para los cuales había trabajado y a los cuales había acompañado en situaciones desfavorables. Lloraba y gritaba que lo venían a buscar, se escondía en rincones, hasta que se encerró en un baño de una de las casas del barrio. Estaba aterrorizado.
No había lastimado a nadie, pero los vecinos en lugar de llamar a una ambulancia llamaron a la Bonaerense. Y la Bonaerense, en lugar de respetar los protocolos de actuación frente a personas con trastornos mentales, lo sacó a los golpes y arrastró hasta la caja del patrullero. No les importó siquiera apretarle los pies al cerrar la puerta. Hay videos que muestran cómo golpeaban a Sergio en el camino, esposado e indefenso, hasta que finalmente llegó muerto al hospital.
La autopsia la hizo un médico de Policía, el doctor Legrand, que a pesar de las múltiples lesiones que existían en el cuerpo de Sergio no lo correlacionó con las medidas de aprehensión. Tampoco respetó la Resolución 1390, tampoco aplicó el Protocolo de Minnesota. La fiscal de San Martín Mría Alejandra Burges hace grandes esfuerzos por archivar la causa y es Laura, la viuda, la que batalla contra el sistema para que haya justicia.
Muchos policías bonaerenses, un mismo modus operandi, un hombre vulnerable, un médico autopsiante cómplice, una justicia que obstruye. Un fiscal general, que perteneció a las fuerzas de seguridad bonaerenses, que desliza que hubo violencia institucional pero que lo van a tener que probar.
Cruz
Francisco Valentín Cruz había sido medicado por sus trastornos psiquiátricos. Su familia estaba pendiente de la medicación pero no veían que hiciera efecto. El 14 de marzo de 2020 salió desesperado y se metió en las casas de los vecinos, muerto de miedo, tirando cosas a su paso. En una de las casas lo contuvieron y llamaron a la Policía. Sí, otra vez. En lugar de llamar a la ambulancia llamaron a la Bonaerense.
Cuando llegaron los efectivos los mismos vecinos dijeron que el pibe estaba mal y que no iban a hacer ninguna denuncia. Francisco seguía alterado. Lo metieron por la fuerza en el móvil policial y desapareció.
La versión policial es que, en ese estado, lo dejaron en la parada del colectivo de una avenida de Florencio Varela. Este hecho en sí mismo, si fuera cierto, resultaría gravísimo. Pero al poco tiempo Francisco apareció en una tosquera, boca arriba, en un charco de brea.
En la autopsia no sólo encontramos lesiones, sino que además encontramos brea adentro de sus pulmones y de su estómago. Su rostro había sido sumergido hasta inundar las vías respiratorias y digestivas y provocarle la muerte. Frente a esta afirmación, la fiscal preguntó si se podría haber dado vuelto solo. “No, doctora, los muertos no se dan vuelta solos”, contesté.
Otros policías bonaerenses, un mismo modus operandi, un hombre vulnerable, una justicia estúpida.
Moreno Garzón
Cristian Moreno Garzón era un veterinario colombiano de 27 años. En 2019 había llegado a La Plata a hacer un postgrado. Tenía consumos problemáticos. El 13 de diciembre de ese año sufrió un ataque de pánico y pensó que la vecina de la pensión donde vivía podía ser lastimada por su compañero. Se metió en su habitación, la agarró, asustó al marido con un cuchillo y le repetía a la chica que no se preocupara, que él la iba a cuidar.
No llamaron a la ambulancia, llamaron a la Bonaerense. Lógicamente no aplicó los protocolos. Lo golpearon en la comisaria. Lo llevaron ante el juez y, como Cristian seguía sin asistencia especializada, se descompensó ante el magistrado, que tampoco se ajustó a la Ley de Salud Mental. En una ejecución express lo metió preso.
Cristian terminó en el Hospital Melchor Romero, adelgazando al punto de perder la masa muscular y con la custodia policial que lo mantenía esposado a la cama, contra el pedido reiterado de las enfermeras para que lo soltaran. No sólo era inofensivo sino que lo tenían que rotar, de lo contrario su piel iba a empezar a destruirse y dar paso a las escaras. Las escaras llegaron, Cristian se terminó de descompensar y falleció.
Más policías bonaerenses, un hombre vulnerable, un juez asustado, una privación de la libertad violenta, un servicio médico incapaz de respetar las Reglas Mandela.
Impunidad policial-política-judicial
La impunidad que el estamento político y judicial le dan a las fuerzas de seguridad genera nuevas muertes diariamente.
La falta de capacitación de los equipos de salud frente a casos de violencia institucional es una deuda enorme que acompaña la impunidad policial, facilitada por universidades hegemónicas y colegios de médicos abyectos, perpetuadores de viejas prácticas, en cuyas currículas medico legales no existen los derechos humanos.
Los casos siguen, se multiplican, se silencian. La Bonaerense está liberada, complacida, refrendada frente a estos hechos.
Son las familias las que tienen que luchar con el dolor de la pérdida, con la aporofobia de la gente, con la criminalización de la pobreza y el arrasamiento de los grupos vulnerables frente a un Estado cómplice por acción u omisión.
La Bonaerense, el delirio y la muerte no pueden ni deben ser una ecuación aceptada. Porque la violencia paraliza, pero cuando viene de las manos del Estado, extermina. |