Pobres corazones empieza con un movimiento parecido al que empujó a su protagonista Silvana Aguirre en la ¿precuela? Ninfas de otro mundo: ella no quería estar ahí, no eligió el caso, el caso la eligió a ella. En una zona de torres lujosas en la que el cemento y la gentrificación le ganan terreno a la ciudad, “frente al río, una vista robada y de postal”. Una denuncia de robo, “un simulacro de robo”, aclara la empleada doméstica que acusa nacionalidad chaqueña (sic) y dos empleadores: un abogado poderoso y una esposa que lo señala como su secuestrador.
El robo que era un simulacro termina en una denuncia de violencia de género y es la puerta de entrada a la historia. En paralelo y en la otra punta de la ciudad (en muchos sentidos), aparecerá un asesinato con marca mafiosa, una acusada autoinculpada, una curandera con dedo verde y un único testigo: un perro llamado Pajarito. Todavía no sabemos nada pero olemos narcotráfico.
Uno de los primeros diálogos que leemos da algunas pistas sobre Silvana Aguirre, su mundo y la relación con sus “colegas”:
–Mirá Aguirre: te llamé porque la sirvienta pidió por vos.
Escuchar sirvienta no hizo sino aumentar la cólera de Aguirre.
–A ver, Manco pelotudo –subió el tono de voz–, tampoco te enteraste de que estamos en el siglo veintiuno y que esa palabra quedó exactamente donde quedó tu reputación.
Una extraña entre nosotros
Silvana Aguirre trabaja en la Dirección Provincial de Análisis Criminal de Santa Fe. “Había llegado al puesto por un concurso abierto que ganó con una tesis dedicada a la intervención policial ante el delito de trata de personas”. Melina Torres sabe que tiene que darnos argumentos para ponernos del lado de Aguirre, porque Aguirre está en la fuerza. Por definición, no es fácil empatizar con ella y su autora sabe que tiene que darnos explicaciones, tiene que demostrarnos que está de nuestro lado. “Delitos Especiales era un departamento que se había creado para combatir la entrada del narcotráfico a la ciudad, pero meses atrás el mismo jefe del departamento había sido señalado como un eslabón importante de la venta de drogas en Rosario. Aguirre sabía que el departamento estaba sucio”.
Uno de los problemas a resolver por toda autora o autor de novela negra es quién investiga, quién será nuestro héroe o heroína. Al no existir la figura de detective privado o asociado como en otros países, el género se enfrenta una y otra vez a la disyuntiva. La escritora María Inés Krimer la explica así: “en Argentina la institución policial tiene tan poca credibilidad que para obtener información de la Policía tuve que inventarle a mi investigadora una empleada doméstica casada con un cabo” (en referencia a Ruth Epelbaum de Sangre kosher y Siliconas express). El Emilio Renzi de Ricardo Piglia se hizo periodista (igual que su amigo y compañero Junior), y desde su profesión investigaba asesinatos y misterios. Sergio Olguín también afilió al gremio periodístico a su Verónica Rosenthal, que trabaja en una revista de actualidad y de esa forma entra en el mundo del crimen.
Uno de los pocos autores argentinos que escribió un protagonista policía es Ernesto Mallo, que creó al Perro Lascano, no solo miembro de la fuerza sino activo durante los años de la dictadura militar, que le creaba un problema adicional, “porque las fuerzas armadas y las fuerzas policiales fueron cómplices de la dictadura. Entonces dije: bueno, este cana no es cómplice. Eso ya le daba al personaje una perspectiva diferente”. Una decisión parecida parece haber tomado Torres cuando escribe a Aguirre: esta policía no va a ser cómplice, ni de los grandes negocios para los que es indispensables la fuerza, ni de los prejuicios que se reproducen todos los días en la institución: contra las travestis, contra las mujeres, contra los pibes de los barrios, entre muchos otros.
Pero esa no es la única diferencia con sus colegas. Quienes leyeron Ninfas de otro mundo saben que Aguirre tiene “más olfato que un galgo, una entereza a prueba de coimas, el mejor puntaje en tiro al blanco y una debilidad: las rubias tetonas”. Su única persona de confianza es Ulises Herrera, que divide su tiempo entre la lealtad a su jefa y cursos de todo tipo. Juntos conforman una dupla única, ella es lesbiana y él es gay, etiquetas que llevan con orgullo y sin esencialismos. La intimidad y la complicidad entre Silvana y Ulises es un respiro entre el horror cotidiano, lleno de humor y mucha comida.
Una ciudad fracturada
Decir que la ciudad es un personaje más en la novela negra es un lugar común. Sin embargo, es lo que hace Rosario en Pobres corazones; escenario le queda chico. Pero no se trata solamente de postales o imágenes que construimos con los reportes periodísticos de las guerras entre las bandas narcos, el poder judicial y la Policía. El corazón de la ciudad en esta novela es la fractura social que la atraviesa y, de alguna forma, la ordena.
La fotografía no se recorta en la pobreza, los reductos de lujo o en los barrios gobernados por las tensiones entre la Policía y el narcotráfico. El foco está puesto en el contraste, en el pasado y un presente que no promete nada cuando la gentrificación transforma los espacios y la vida de quienes los habitan. Quedan lejos incluso los bloques de cemento y asentamientos urbanos que habían reemplazado los espacios verdes, donde “generaciones enteras se hacinaban sin desprenderse de ese instinto que hace que cada mañana pueda ser una oportunidad, un volver a empezar por más que la vida se empeñara en demostrar lo contrario”. Hoy manda la voracidad de la zona Pichincha, que devora a la misma velocidad las veredas y los espacios para estacionar (con los que Aguirre mantiene una guerra de baja intensidad).
Es sugerente la forma en que aparece narrada la presencia del Estado. Desde esos lugares “donde no atiende porque le queda demasiado a trasmano” hasta donde apabulla con su vigilancia policial. Incluso aparecen los dispositivos estatales, demasiadas veces romantizados como “solución” a problemas que difícilmente solucionen y dependientes de las motivaciones políticas, como los programas de atención a las víctimas de violencia machista. Algo de esos problemas asoman en las conversaciones entre Aguirre y Laura Rípodas: “Soy la que visita los refugios y me cago puteando a los políticos cuando no aumentan el presupuesto”. En la Rosario de Pobres corazones no queda institución en pie.
Entre esas imágenes y contrastes, la humanidad sobrevive como puede en medio de la violencia (que no siempre es a los tiros, lo que no quiere decir que sea menos violenta). Aguirre lleva a cuestas un optimismo cascoteado, abrumada –como buena investigadora– por el horror cotidiano y las consecuencias desastrosas de una sociedad organizada para pocos.
Una vez, una trabajadora social le había dicho que el pacto social demasiado bien se cumplía. Que con las injusticias que ocurrían a diario era raro que no pasaran más cosas. Le contó que las guardias del hospital de emergencias de la ciudad estaban enrejadas. Que muchas veces los diagnósticos o los partes médicos se daban reja de por medio, porque el personal tenía miedo a una reprimenda. Una situación absolutamente insensible pero que en cierta forma era lo que les tocaba. Y las inequidades se resolvían entre las capas más bajas. Un médico que salía y abrazaba a una familia, una maestra que acompañaba a su alumna a un centro de denuncia a hacer una acusación por violación, pero el sistema estaba hecho para otra cosa. Para que lo humano se desconectara y que solo mediaran el prejuicio y la venganza.
De todo eso está hecho Pobres corazones, de la humanidad que se abre camino en medio de una arquitectura menos diseñada para la vida y más para los negocios (legales y de los otros). De personajes que pueden parecerse más o menos a nosotros pero tienen mucho para decir de lo que pensamos, sentimos o añoramos. Y, como bonus track al estilo del Kostas Jaritos de Petros Márkaris, un montón de comida y rincones de la ciudad a los que cualquiera quiere ir, menos a Gastronomía Honesta (en eso, tiene razón Aguirre). |