“Bendiciones”. La palabra inunda la pantalla. Del otro lado, en la realidad profana, los agravios reemplazan plegarias. Paradojas de la cultura de masas. También de la institucionalidad religiosa.
Emilio Vásquez Pena, pastor candidato a vicepresidente, es también un símbolo de la crisis de la política. Aquí la ficción marcha un paso delante de la realidad. Convocando a canalizar la frustración y los sufrimientos, El Reino nos presenta una versión criolla de aquello que sucede o puede suceder en otros lares del continente.
En la ficción, el misticismo camina hacia el poder de la mano de la vieja casta política. Es su contradictoria renovación, su caparazón espiritual para cubrir la misma vieja decadencia. Si miramos la realidad, esa acercamiento se hace más tangible a cada momento, como bien lo describe Ariel Goldstein en esta interesante entrevista
La serie protagonizada por Diego Peretti, Mercedes Morán y Peter Lanzani es también una ventana para asomarse a la -vaciada de tan comentada- antipolítica. El Reino nos permite transitar también ese andarivel.
Lugar común, la antipolítica
Encuestadores y politólogos repiten el concepto al infinito. Sinónimo de apatía, rabia o frustración. Síntesis de todo eso y más. La antipolítica se ha convertido en una suerte de significante vacío que explica poco menos que todo.
El descontento hacia las grandes coaliciones políticas patronales se torna evidente. A las condiciones económicas y sociales que enturbian la vida de millones se suma un festival de carpetazos que solo sirve para mostrar aquello que supera la grieta: la decadencia. Fotos y videos circulan con profusión. Los argumentos, propios y ajenos, son tan mutables como lo permite la coyuntura o lo urge el momento electoral. Quienes ayer eran enemigos acérrimos de la “infectadura”, hoy defienden a rajatabla de los DNU que Alberto Fernández desconocía al tiempo que los firmaba.
Si lo social pudiera medirse en años luz, se confirmaría una distancia sideral entre las imágenes de festejos sonrientes y aquellas de calles inundadas por familias pobres reclamando ante la crisis. Una 9 de Julio colmada de pies, manos y cuerpos dice mucho más de la realidad que los manuales de campaña frentetodistas.
Dentro de las porosas fronteras del círculo rojo, se impone la reflexión, el debate. ¿En qué momento de la tensión entre el arriba y el abajo estamos? ¿Vuelve el Qué se vayan todos? Recuerdos del 2001 se hacen presentes en plumas y teclados: aquel año que votamos a Clemente. Voto bronca, voto castigo, voto en blanco.
Si se mira la fotografía, aún las grandes coaliciones patronales contienen el malestar y las críticas. El malmenorismo y la grieta funcionan como dique a las tendencias centrífugas. Pero si posamos la mirada en la película, es posible preguntarse si estamos o no en el momento gramsciano de “escisión” o de “oposición entre representantes y representados” [1].
Entrevistado por La Nación hace pocos días, el politólogo Mario Riorda proponía el concepto de desafección: un “rechazo con características de cierta violencia preferentemente simbólica en este caso, hacia lo político en general”. La definición parece atendible, a condición de concretizar niveles y, por supuesto, dinámicas.
Porque la desafección puede mutar en escisión. Alimentada por la crisis social y los escándalos de palacio, ir más allá de sí misma y convertirse en algo distinto. Superior. Algo con aroma a 2001.
Ficciones
Todo relato tiene un componente ficcional que le permite sostenerse en coyunturas adversas. Pero los relatos construidos desde el poder estatal no pueden sostenerse en esa simple epicidad. Deben atender a algún anclaje material, un sustrato que permita garantizar un plato de comida sobre la mesa. No hay hegemonía cultural sin economía que la sustente.
Si se atiende a esa variable, el Frente de Todos camina hacia las elecciones con una bolsa repletas de palabras y semivacía (o más bien vacía) de propuestas.
Su horizonte real se mueve muy lejos del mundo ficcional de los relatos. El “futuro que queremos” tiene las marcas del FMI y sus pedidos de ajuste; los aprietes empresarios por una mayor explotación a la clase trabajadora; los ánimos de resistencia y lucha que son moneda común en este territorio; de las consecuencias sociales y sanitarias de una pandemia que está lejos de haber llegado a su fin, y que dejó aún más al desnudo la terrible dureza de la desigualdad.
Volviendo a marcar su impronta en la campaña, Cristina Kirchner es, más bien, portadora de un crecimiento añorado y ya extraviado. De un discurso que emerge de un pasado (apenas) luminoso para proyectar un futuro que tiene de todo menos luz. De un tiempo construido en otro mundo, tanto económica como (geo)políticamente.
Hace varias décadas, el marxista Walter Benjamin ubicaba el sentido redentor de la apuesta revolucionaria en ajustar cuentas con el pasado. En recuperar las banderas de lucha de las generaciones pasadas para hacerlas flamear triunfantes en el presente. En plena campaña electoral, operando en sentido inverso, el kirchnerismo convierte al pasado en fuente de la resignación presente.
Al otro lado de la grieta, la coalición opositora derechista sufre la misma anemia político-ideológica. Incapaces de hacer olvidar a Macri, deben resucitarlo para tabicar contradicciones. La pobreza de su relato es inversamente proporcional a la magnitud del desastre social y económico que cometieron entre 2016 y 2019. La memoria de millones está demasiado fresca para que eso pueda pasar el olvido per se.
Fantasmas
La antipolítica acumula un millaje nada despreciable en estos pagos. Diluida en el relato cambiemita, se presentó desde mediados de la década pasada como alternativa a lo que llamaban el populismo kirchnerista. CEOs y empresarios; el “éxito” en el mundo privado como garantía de la eficiencia en la gestión de la cosa pública. La meritocracia, relato reparador de los errores de la política. Ficción simétrica a aquella que hablaba de una década “nacional y popular”.
Milei representa su versión rabiosa y despeinada. Sacar “a patadas en el culo a los políticos”: consigna estridente para hablar desde una falsa exterioridad. Pero detrás de las frases fuertes y los gritos está la sustancia social de las cosas. Aunque se pueda abusar del habla, las palabras no son simples significantes vacíos. Libertarios y liberales son el rostro radicalizado de un programa empresarial de ajuste. Verborrágicos cantores de una melodía que solo puede entonarse con más explotación recayendo sobre cada músculo de la clase trabajadora.
La política -siguiendo al revolucionario ruso Lenin- es economía concentrada. Intereses sociales en pugna. Clases antagónicas enfrentadas. En tensión creciente, agreguemos, en los momentos de crisis social aguda.
Por lo tanto, LA POLÍTICA no existe como entidad general o abstracta. Por simple propiedad transitiva y correspondencia lógica, LA ANTIPOLÍTICA tampoco. La crítica a la casta que administra el Estado en interés del gran capital tiene entonces contenido social. De clase.
Recuerdos del pasado, promesas de lucha para el futuro
Cierto progresismo asocia la antipolítica a los recuerdos de 2001. De manera unilateral, la imagen es la de la catástrofe. Se trata, señalemos, de una iconografía incompleta, sesgada.
El 2001 no fue solo el hundimiento económico, la crisis con el FMI y el masivo voto en blanco y a la izquierda en octubre. No fue solo la imagen de Clemente como arquetipo del rechazo a la casta política o los brutales asesinatos ocurridos el 19 y 20 de diciembre
Fue -también y por sobre todo- el momento de la irrupción masiva en las calles. Punto cúlmine de la acción de las masas enfrentando la decadencia nacional y derrumbando el oxidado modelo neoliberal. Fue la autoorganización a través de las asambleas populares; las empresas recuperadas; piquete y cacerola. Fue eso y fue más.
Momento bisagra, combinó sin embargo los límites de muchas y variadas impotencias: un movimiento obrero debilitado que, con la desocupación y la burocracia sindical a cuestas, no pudo irrumpir con toda su potencia social; una clase media solidaria en la coyuntura, pero educada en el neoliberalismo menemista; la debilidad de la izquierda socialista y revolucionaria.
De ese conglomerado de debilidades nació la posibilidad de su canalización por el poder. No sin que mediaran crueles asesinatos -cómo olvidar a Maxi y Darío-y represiones durísimas. No sin contar los ingentes dólares que llegaban de un mundo en expansión.
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Volvamos al presente. La apatía no fluye “naturalmente” hacia los Milei, los Espert o su versión ficcionada de los Vásquez Pena. Hay, por el contrario, una batalla -política, cultural y material- en curso. Una pelea para que la decepción de la juventud y de la clase trabajadora se convierta en organización y en lucha. Una pelea que hoy se expresa en el terreno electoral y de las luchas en curso, pero que debe tener como horizonte la superación revolucionaria del decadente régimen capitalista. |