La primera vez que vi una sufragista fue en la película Mary Poppins. Canté “Hoy las cadenas hay que romper” muchas veces antes de saber de qué se trataba su lucha. Con peleas políticas y callejeras, persecución estatal y cárcel, el sufragismo confluyó con olas de huelgas en el Reino Unido y Estados Unidos (sus principales centros). Las democracias capitalistas proclamaron el voto como “herramienta igualadora”, pero excluyeron de la ciudadanía a las mujeres y a quienes no eran propietarios. No digo nada nuevo, pero no está de más recordar que la inclusión de las mayorías no fue nunca una evolución armónica ni pacífica.
Esa inclusión no era un fin en sí mismo, ni siquiera para las sufragistas, menos para las que no se cansaron de señalar que el cruce entre género y clase se traducía siempre en desigualdad, las incómodas. No eran picantes, excesivamente polémicas o “políticamente incorrectas”. Su nivel de incomodidad era que las espiaran los servicios de inteligencia, que en la cárcel las conocieran por el nombre de pila, que tuvieran que escapar de la Policía arrojándose a la multitud o viajar de incógnito.
Una sufragista sin estatuas
A Sylvia Pankhurst le pasó todo eso. Hija del medio de una familia del laborismo de izquierda británico, en las tertulias que hacían en su casa se cruzaba gente como Piotr Kropotkin o Louise Michel. Soñó con vivir de la pintura, pero la agitación política de principios del siglo XX la encontró haciendo malabares para sobrevivir mientras se dedicaba exclusivamente a la militancia sufragista (el arte la acompañó siempre y diseñó muchas de las imágenes del movimiento). Nunca se enteró, pero en 2018, el museo Tate incorporó cuatro cuadros suyos a su colección.
Es la única de las Pankhurst que no tiene monumento oficial. Su mamá (Emmeline) tiene una estatua y su hermana (Christabel), una placa, las dos en los jardines del Palacio de Westminster. ¿Sabés hasta dónde hay que ir para ver un monumento a Sylvia? Hasta el East End, una vieja zona obrera a 45 minutos del centro de Londres. Creo que estaría muy orgullosa. En la pared de un pub, que era una cantina “al costo” de la Federación de Sufragistas del Este de Londres durante la Primera Guerra, hay un mural que la recuerda. Si sos del barrio, podés tomarte una cerveza ahí con Sylvia Pankhurst.
El 27 de septiembre se cumplió un nuevo aniversario de su muerte en 1960. Estas son algunas postales de la vida de esta sufragista incómoda. Su vida es infinitamente más que estos momentos y su militancia dejó un legado político complejo, con muchas ideas que serían material de conversación en pleno siglo XXI. Ni siquiera alcanza un artículo “serio” en un libro, que de hecho existe y podés leer en el semanario cultural de La Izquierda Diario.
La guerra y la Revolución
Un resumen apretado. La Primera Guerra Mundial fue un quiebre en el movimiento sufragista, para Sylvia significó la expulsión de la Unión Política y Social de Mujeres (WSPU en inglés) después de varios cortocircuitos. En 1911 y 1912 viajó a Estados Unidos para recaudar fondos y por primera vez su actividad no estuvo mediada por su familia. Esos viajes fueron clave.
En plena oleada de huelgas en ese país, compartió escenario con la socialista Elizabeth Gurley Flynn, estuvo en Chicago durante la larga pelea de las obreras textiles y viajó ilusionada a conocer la ciudad de Milwaukee y a su alcalde socialista. Dicen que discutió con él hasta que le reconoció que la mujer era la “esclava del esclavo” (o la proletaria del proletario, como dijo Flora Tristán en su Unión Obrera). Lo más valioso que se llevó de Estados Unidos fue la amistad con la sufragista y organizadora sindical Zelie Emerson que, entre otras cosas, le sugirió y la ayudó a fundar el diario El Acorazado de las mujeres, envidiado en la izquierda británica por sus artículos, diseño y circulación.
En octubre de 1912, Sylvia se instaló en East End, alquiló un local con Zelie Emerson y Nora Smyth (recuerden este nombre) y fundó una regional obrera de la WSPU, que más tarde se independizará como Federación de Sufragistas del Este de Londres. Lo pintó ella y después dio un discurso desde la misma escalera (Nora Smyth, le sacó esta foto). En ese local, se organizaban mitines, había clases de oratoria y escuela de organización sindical, porque Pankhurst estaba convencida de que la participación de las trabajadoras era esencial y porque su lucha no se terminaba con el voto. “Estaba ansiosa por fortalecer la posición de las trabajadoras para cuando se hubiese conseguido el voto… Miraba hacia el futuro. Deseaba levantar a las mujeres de esta clase sumergida para que se convirtiesen en luchadoras por su propia cuenta y no como mero argumento en los discursos de gente más afortunada…”, así lo decía ella.
La lucha de las sufragistas contra la Primera Guerra tenía un “frente interno” contra la pobreza en East End. La Federación montó restaurantes “al costo”, centros de distribución gratuita de leche para niños y niñas y guarderías. En paralelo, exigían la nacionalización del suministro de alimentos, todo lo organizaban las trabajadoras de la zona. En lo que había sido el pub Gunmakers Arms, visita obligada de los obreros de la fábrica de municiones en la orilla de enfrente, las sufragistas instalaron una guardería con atención médica (muchos chicos y chicas tuvieron ahí su primer control médico).
Fundaron una fábrica de juguetes ahí cerca, fuente de ingresos para las esposas de los soldados que no llegaban a cobrar los subsidios estatales. La fábrica tenía su propia guardería y, como no hay que escatimar en audacia, la propia Sylvia convenció al dueño de una cadena de tiendas, Gordon Selfridge, para que vendiera los juguetes y se convirtiera en accionista. Era difícil decirle que no a Sylvia Pankhurst.
Un día, tenía que participar de un acto en Bow Baths, un local de baños de vapor muy conocido que se usaba para actividades políticas y culturales. Pankhurst tenía prohibido hablar en público (cuando la sufragistas salían de la cárcel, solían recibir este tipo de sanciones), por eso llegó disfrazada y habló detrás de una cortina, pero la Policía se dio cuenta. “Saltá, saltá”, le gritaban desde el público y Sylvia se lanzó a la multitud, le prestaron un tapado y un sombrero y se escapó del local. Adentro se armó una batalla campal, la Policía pegó pero también cobró varios sillazos. Esa es una foto de la relación entre la comunidad de East End y Sylvia Pankhurst.
En la misma calle, Roman Road, funcionaba un mercado popular (es de las pocas cosas que resistieron la gentrificación de la zona), y funcionaba el taller donde hacían El Acorazado, el diario de la Federación. Cada tanto, las editoras y editores caían presos y los reemplazaba la multifacética Nora Smyth. Fotógrafa oficial, chofer de carros experimentada (era un arte) y colaboradora incansable, fue también tesorera y siempre que era necesario, financiaba la organización vendiendo cosas de su familia ricachona. La historia de Nora sin duda merece ser escrita, aunque su discreción y sus “problemas” con la ley por sus prácticas de autodefensa la mantienen demasiado escondida.
La Revolución rusa de 1917 fue un antes y un después. En sus palabras, “el primer rayo del amanecer tras una larga y penosa noche”. Fundó la Oficina Popular de Información sobre Rusia, y en El Acorazado publicaba artículos de Vladimir Lenin, Alexandra Kollontai y crónicas desde Moscú de periodistas como John Reed y Louise Bryant.
En 1920, viajó a Rusia porque quería ver de cerca los soviets, volvió convencida de que la organización en consejos era la mayor expresión de la democracia (estaba tan convencida que pensó cómo podrían funcionar en el Reino Unido, cómo sumar a las mujeres que solo trabajaban en su casa). Si ya estaba vetada en la política británica, esta fue la gota que rebalsó el vaso, su nombre estaba en todas las listas negras y se ganó unos meses en la cárcel, ya no por sufragista, sino por hacer propaganda revolucionaria.
En un mar de debates políticos en la izquierda de todo el mundo, Sylvia apoyó la fundación de la Internacional Comunista. No estaba de acuerdo en todo y eso se veía en la correspondencia con dirigentes bolcheviques. Hay un libro conocido en la izquierda que se llama El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo. Ahí Lenin debate con varias posturas, su interlocutora en los debates ingleses es ni más ni menos que Sylvia Pankhurst. Sus diferencias sobre qué hacer en su país no la alejaron de la Revolución que había puesto en su agenda urgente la emancipación de las mujeres, y la búsqueda de una organización social completamente diferente.
Volviendo a las estatuas, hace unos años existe una campaña para que Sylvia tenga la suya. En 2020, cuando derribaron algunos monumentos de gente nefasta en medio de las marchas contra el racismo, alguien en Twitter dijo que ahora iba a haber mucho espacio. Ojalá sea pronto. Pero yo creo que Sylvia se quedaría con el mural y con que, cada tanto, alguien vaya a tomarse una cerveza con ella.
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