Marina Yuszczuk (Buenos Aires, 1978) doctora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata y autora de los libros de poemas Lo que la gente hace, Madre soltera y La ola de frío polar, de la novela La inocencia y los cuentos de Los arreglos y ¿Alguien será feliz? Es editora del sello Rosa Iceberg.
Lanzado el 8 de marzo último, en el marco del Día Internacional de la Mujer, este premio fue creado para homenajear y redescubrir la labor literaria de escritoras y periodistas argentinas. La convocatoria estuvo dirigida a autoras argentinas -cis, lesbianas, travestis, transexuales y transgénero-, que contaran con una novela publicada entre enero de 2019 y diciembre de 2020 por una editorial nacional. El jurado lo integraron Ana María Shua, Federico Falco y María Teresa Andruetto.
Junto a la obra de Yuszczuk, también se entregaron cinco menciones especiales para Natalia Rodríguez Simón; Raquel Robles; Marie Gouiric; Gloria Peirano y Selva Almada, esta última elegida en primer lugar por Ana María Shua.
Una historia de vampiras
Dos tiempos y dos maneras de narrar se cruzan en La sed. Su primera parte la ocupa el relato de una vampira, emancipada definitivamente de su típico papel de amante de algún noble chupasangre. En esta novela, será ella quien realice cacerías brutales, quien despierte ese deseo irrefrenable de querer ser devorado en el acto amatorio. La segunda parte de La sed es el diario que lleva una mujer contemporánea, separada, con un hijo pequeño y con la carga de estar perdiendo a cuentagotas a su propia madre, a causa de una enfermedad terminal, bajo la impasible mirada médica que la conecta a diferentes dispositivos y ortopedias que demoran su partida.
La sed ( fragmento)
Es un día blanco, la luz quema los ojos si se mira directo al cielo. El aire no se mueve. Contra las nubes encendidas, el ángel que pliega sus alas en lo alto de una de las bóvedas se ve completamente negro. Parece un depredador, un pájaro al acecho. Podría extender las alas y bajar en vuelo rasante si no fuera porque la piedra lo fija en su lugar. Hace muchos años la misma peste se hubiera representado así, como un ángel oscuro recortado contra un cielo de ceniza.
A nadie parece llamarle la atención. Como si las estatuas no fueran más que piedra, una multitud de turistas avanza con sus cámaras sobre el cementerio. Esto pasa todos los días y siempre es igual, aunque ellos no sean los mismos. No gritan, no se ríen, no hablan en voz alta. Respetan algo que no saben bien qué es, y buscan su camino entre las tumbas con un interés moderado. Se detienen en lo histórico: los presidentes, escritores, nombres importantes. Hacen de la lectura de las lápidas un juego de reconocimiento escolar. O si no, dejan que el atractivo de las formas los guíe en su paseo por el laberinto: alas extendidas como en un movimiento de ballet, manos que sostienen una cabeza delicadamente, venciendo la rigidez de la piedra.
A veces se pierden entre los corredores que agrupan las bóvedas en manzanas y replican la forma de una ciudad. Aunque el cementerio es pequeño, es el conjunto de diagonales que se irradia desde un punto cercano a la entrada el que los lleva a rincones insospechados y los hace perder la orientación. Pero también es el hecho de caminar mirando hacia lo alto, bajo la sombra de estatuas como la Dolorosa, que se cubren el rostro para ocultar el sufrimiento y finalmente parecen ocultar algo mucho peor.
Este es el cementerio más antiguo de la ciudad, y el único que conserva para la muerte la elegancia de otra época. Un sueño de mármol hecho con dinero, el de las familias ricas. Solo los que podían comprar su derecho a la poesía de la muerte están acá; para los otros, las fosas comunes o las piedras desnudas que sellaron definitivamente su insignificancia sobre la tierra. Esta tarde recorro los pasillos de baldosas grises y me pregunto dónde me sepultarán, si me pudriré lentamente bajo tierra o en uno de esos nichos apilados como en estanterías, uno de los más altos, donde un único clavel marchito dé testimonio del olvido. Pero los visitantes parecen tranquilos, divertidos incluso, mientras disparan la cámara hacia una lápida de renombre, una bóveda más lujosa que las otras.
Es la ausencia de olor a podredumbre lo que los ayuda a abstraerse. Como son muchos los recaudos que se toman para que la putrefacción no chorree y se escape de los cajones en forma de líquido o de gases, este es el único cementerio de la ciudad que no tiene ese olor rancio, dulce, ofensivo, de la lenta descomposición de los cuerpos. Las flores nunca consiguen taparlo. Se te mete en la nariz, y sabés que no lo vas a olvidar nunca. Es más insidioso que los excrementos, que la basura, quizás porque podría, si no se conociera su procedencia cargada de espanto, ser un perfume. Es solo la carne la que conoce el horror; los huesos, cuando están limpios, bien podrían ser fósiles, pedazos de madera, objeto de curiosidad. Pero la carne es lo que me desvela en estos días.
Hace unas semanas que vengo compulsivamente al cementerio y esta vez trato de conjurar, de día y acompañada por mi hijo, un recuerdo que me perturba. Él corre varios metros adelante mío y no imagina lo que estoy pensando. Tiene cinco años; al principio se enamoró del cementerio que parece un laberinto, de esta ciudad en miniatura, y en un momento me pidió por favor que no lo trajera más. Le dije que hoy sería la última vez, prometí comprarle un regalo si me acompañaba y accedió. Ahora juega a perseguir a un esqueleto que se llama Juan, le puso nombre. Busca, entre todas las bóvedas, la que tiene grabadas en el vidrio de la puerta un par de tibias y una calavera: cree que adentro hay enterrado un pirata.
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