A finales del año pasado, el Ministerio de Trabajo provincial reveló un informe que daba a conocer que el 60 % de los empleados gastronómicos trabajan en negro, manteniendo la misma cifra que el año anterior. La modalidad de ilegalidad de este gremio junto al de la construcción y al domestico son los más históricos. Sueldos que se ubican un 30% debajo del convenio, otros que no reciben los aportes que les corresponden y la alternativa es siempre la propina, soportando jornadas intensas, malos tratos y bajos sueldos.
Una labor humillante, sobre todo en el género femenino, donde el machismo se manifiesta cotidianamente: “Chiquita”, “Linda”, “¿Me dejas tu teléfono?”. La invisibilidad es moneda corriente, los pedidos de horas extras de un jefe, los maltratos de algunos clientes. La invisibilidad es tal, que hasta el Sindicato mira para otro lado. A continuación compartimos el testimonio de una joven trabajadora gastronómica.
Subtitulo: El protocolo dice: “El cliente siempre tiene razón”
Me levanto todas las mañanas pensando las pocas ganas que tengo de ir a trabajar.
Me preparo el desayuno pensando qué excusa puedo decirle a mi jefe para no ir.
Tomo el desayuno pensando lo bueno que sería que me caiga mal y estar todo el día en mi casa, enferma, en vez de ir a trabajar. Me tomo el colectivo y mientras recorro el pasillo miro la cara de los demás, intentando encontrar a alguno que sobresalga. Pero no, siempre son las mismas caras con el mismo pensamiento: “No quiero ir a trabajar”. Llego al trabajo, y todavía ni me terminé de preparar que ya me cuentan un problema, me avisan que va a haber una reunión con el jefe, me dicen que hay un nuevo protocolo, una nueva regla, una nueva mala noticia. Respiro y sigo.
Comienzo con mis tareas de la mejor manera posible. Intento dejar atrás lo malo. No puedo atender a las personas con una mala cara. No estoy ahí para contarles mis problemas a los clientes, estoy para ganarme la plata que voy a llevar a mi hogar. Y pienso en mi hogar. En mi familia. Y si eso no me basta, me refugio en mis compañeras y compañeros, haciendo chistes, chusmeando, riendo. Llega un grupo de personas, espero que se sienten. Cuando los noto acomodados, respiro hondo y me acerco a ellos para atenderlos.
“Buenos días, mi nombre es Lucrecia, los voy a atender”, digo mientras les voy dejando la carta. No me miran, no me responden, siguen hablando entre ellos. “Les comento que hay una sugerencia del día”, mi segunda intervención. Siguen hablando entre ellos. “Bueno chicos, cuando lo deseen me llaman y regreso”. No les importa.
Llega otro grupo de personas, mismo procedimiento y esta vez sí tengo respuesta:
“Buenos días, un gusto, ¿hay alguna sugerencia?”. Sonrío. A ellos sí les importa. Me llaman las personas que ni me miraron, me acerco, les tomo el pedido. “Trae hielo”, “el agua que sea natural”, “la carne bien cocida”, “mientras más rápido salga mejor”, “de esto depende tu propina”. Anoto todo, mi libreta me salva. Llevo el pedido, tengo que pedir permiso para que me den espacio para apoyar las bebidas. No se corren.
Dejo todo donde puedo, me voy. Respiro. A la mesa que si me miró, me acerco cada tanto a preguntarles cómo está todo, ellos me sonríen, yo les sonrío. Por ellos sí me preocupo.
La mesa en la cual ni me miraron se me convierte en un peso. No quiero ir a esa mesa, no quiero acercarme a esas personas. Me acerco igual porque ya terminaron de comer y debo retirarle los platos. No se corren mientras lo hago. Al plato de una de esas personas no llego, está lejos, no tengo espacio para pasar y las personas no me lo alcanzan. Hago como puedo y me voy. Los dejo hacer sobremesa un rato y ofrezco postre. Nadie me responde. Me quedo parada mientras hablan hasta que uno de ellos me mira y me pregunta qué quiero. Ofrezco postre de nuevo, nadie quiere, me voy.
La mesa que me sonrió no quiere postre, pero me agradece haberles ofrecido. Quieren la cuenta, pero con calma. Cuando se retiran me desean un buen día. Ellos me desean un buen día a mí. ¿A mí? “Gracias, muy buen día a ustedes”. Y de verdad agradezco que esas personas sean así. En otra mesa a un señor se le cae la taza, la mira en el piso, devuelve su vista al diario y la deja allí, rota. Mi compañera junta la taza rota, el señor ni la mira. Pide la cuenta, se le cobra solo el café. Paga justo, ni $1 de propina y se va. ¿No tiene vergüenza?
Una mesa de 40 personas. Es un súper evento. Se nota que gastaron en todas las chucherías que una fiesta puede tener. Somos varios los mozos que atendemos porque uno solo no da a basto. A la hora de pagar, pagan justo. “Buenas tardes” y se van. Una mesa de familia, con tres chicos. Los padres ni miran a los chicos. Los chicos se aburren en la mesa y empiezan a correr por el salón. Nosotros jugamos a esquivar chicos con una bandeja llena. Se le pide a los padres que por favor no dejen que sus chicos corran allí, se ofenden por el pedido. Los chicos siguen corriendo. Un nene rompe un vaso y la madre se enoja, le pega un chirlo, le grita enfrente de todos. Se pudo haber evitado señora, sólo tenía que pedirle a su nene que no corra en el salón. Obvio que no pagan el vaso roto.
Lamentablemente se ha hecho costumbre no ponerse en el lugar del otro. Creo que el individualismo ha ganado incluso antes de darte cuenta en lo que te convertiste. Seguramente nadie quiere que lo traten mal. ¿Cuántas veces pensaste “sólo estoy haciendo mi trabajo” cuando alguien te maltrató en tu puesto?, ¿cuántas veces quisiste que esa persona a la que no podes ayudar no se enoje con vos?, porque tal vez lo que te pide está fuera de tu alcance, no es que no lo queres hacer. ¿Cuántas veces tuviste un mal día y quisiste que el mundo entero lo comprendiera? y en lugar de eso te maltrataron todo el día. ¿Cuántas veces te preguntaste si vale la pena todo lo que estás haciendo?
Y… ¿Cuántas veces trataste mal a un mozo? Por algún motivo las personas creen que un mozo es inhumano. Que no siente, que no piensa, que solo trabaja y es tu sirviente el tiempo que estas sentado. Lo que haga o no haga solo describe lo inútil que es o el mal servicio que da. ¿Nunca se te cruzó por la cabeza todo lo que le puede estar pasando a ese mozo o a esa moza?, todo lo que te pudo haber pasado a vos en un día cualquiera. Ese mozo o moza trabaja para ganarse la vida atendiendo a gente mal educada y malagradecida, porque necesita trabajar de algo para llevar la comida a su casa, para pagar las cuentas, para pagar sus estudios. Y las mesas que le sonríen o la tratan amablemente no son lo normal.
Últimamente a los mozos se nos sumó otro peso: Las opiniones públicas en una página web. Se ha puesto muy de moda entrar a una página, soltar todo tu enojo por una mala atención, apretar enter y seguir con tu vida. Que fácil, ¿verdad? Y del otro lado, en otra computadora está leyendo tu opinión un jefe, un dueño, y está pensando cómo despedir a ese mozo inoperante. Si tan ofendido estás por la atención, ¿por qué no se lo decís al mozo y le das una chance de mejorar?, realmente no te importa cómo te atendió, te importa humillarlo. Porque no es solo cuestión de escribir “el mozo de tal lugar”. Pones su nombre, porque para eso sí te acordas del nombre.
Lamentablemente las personas confunden “dar un servicio” con “ser un sirviente”. Se creen que uno está ahí porque le encanta ganar una miseria la hora. Estar prácticamente ocho horas parados, yendo y viniendo, con la bandeja llena, con los pies hinchados. Vivir de la propina. ¿Y sabes cuántas mesas gastan más de $500 y dejan $10 de propina? ¿Tanto te cuesta ponerte en nuestro lugar? Yo te sonrío, te atiendo, me preocupo por hacerte sentir bien y cómodo, me pedís sal, mayonesa, pimienta, otra gaseosa, postre, que te cambie los cubiertos, que te lleve a cocinar la carne un poco más porque está muy roja, que te traiga la cuenta rápido porque tenes que irte. Cumplo con todo lo que puedo cumplir, y me dejas una miseria de propina. Todo el mundo sabe que los mozos vivimos de la propina.
Mis compañeras me dicen que no me lo tome a mal, que no es personal, que la gente es así: “Juega con el trabajo de la gente. Se queja, te trata de inútil, de que no escuchás, de que no servís. Te tratan como sirvienta. Y vos tenes que sonreír. El protocolo no permite defenderte. El cliente siempre tiene la razón, hasta cuando te dicen que no servís ni para ser moza”. |