El trabajo doméstico y de cuidados que, gratuitamente, realizan abrumadoramente las mujeres, aumentó durante la pandemia. Aunque representa un porcentaje importante del producto bruto interno, empobrece aún más a las mujeres del pueblo trabajador. No solo exigir su reconocimiento, sino luchar por su socialización representa un nuevo desafío para el potente movimiento de mujeres de Argentina.
El movimiento de mujeres en Argentina, en los últimos años, ha sido un ejemplo para el mundo por su organización, persistencia y capacidad de movilización para conquistar sus derechos. Sus luchas, que inspiraron a los movimientos feministas y de mujeres en otros países a movilizarse por similares demandas, tuvieron dos hitos importantes en el último lustro: el movimiento Ni Una Menos contra los femicidios y por la eliminación de todas las formas de violencia contra las mujeres (2015) y la marea verde por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo (2018-2020).
Sin embargo, la agenda del movimiento no se reduce a estas dos demandas fundamentales: hemos visto, en las conmemoraciones del Día Internacional de las Mujeres de los últimos años, como cada vez más se intenta visibilizar el trabajo gratuito y no remunerado que recae mayoritariamente en mujeres y niñas, a través de la convocatoria a diversas "huelgas de mujeres". Aunque el término englobe de manera difusa diversas expresiones de lucha, el movimiento de mujeres exige, de este modo legítimo, el reconocimiento del trabajo doméstico y de cuidados que, tal como está estructurado bajo las condiciones del sistema capitalista, acentúa y perpetúa la desigualdad de género.
Cuidados y pobreza: una ecuación contra las mujeres
Según el informe de 2020, El Trabajo Doméstico y de Cuidados No Remunerado, de la Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género, perteneciente al Ministerio de Economía, este representa un 15,9 % del PIB de Argentina, que se estima en 4 billones de pesos. Y, según el mismo informe, el 75,7 % de las tareas son realizadas por mujeres que dedican diariamente 96 millones de horas de trabajo no remuneradas a las tareas del hogar y los cuidados.
Sin embargo, durante la pandemia, este trabajo se vio multiplicado por la crisis sanitaria pero también económica, cuando el trabajo de cuidados aumentó su nivel al 21,8 % del PIB, es decir, un aumento de 5,9 puntos porcentuales con respecto al periodo anterior. Esto fue mucho más agudo en los hogares más pobres del país, en muchos de ellos con una mujer como único sostén familiar.
Además de los despidos que aumentaron durante la pandemia, afectando especialmente a los sectores más precarizados, esta sobrecarga del trabajo de cuidados obligó a muchas mujeres a relegar su trabajo asalariado. El resultado es que la desocupación en el primer trimestre del 2021 fue del 12,3 % para las mujeres, mientras que para los varones, alcanzó el 9 %. La diferencia en contra de las mujeres, también se verifica para quienes conservaron el empleo: en el segundo trimestre de 2021, la brecha salarial entre varones y mujeres fue casi del 31 % dando un salario promedio para las mujeres de $ 36.025. Bastante menos de los $ 56.162 que requiere la canasta básica estimada por el propio gobierno para una familia integrada por una mujer adulta económicamente activa, un hijo adolescente y una adulta mayor de 61 años.
Claro que, en gran medida, la brecha salarial obedece a que las mujeres están empleadas en sectores menos remunerados, como el de servicios, mientras representan una pequeña minoría en los rubros con salarios más altos, como la industria, las finanzas, etc. Y esto no es una "tendencia natural" de la división sexual del trabajo, ni mucho menos una verificación de tesis meritocráticas que adjudican menor capacidad a las mujeres para desempeñar determinadas tareas y oficios. Los motivos invisibilizados que empujan a las mujeres a ese segmento de trabajos más flexibles, a tiempo parcial, irregulares, sin derechos y precarios deben encontrarse, precisamente, en la carga de trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que recae sobre sus espaldas. Como se dice habitualmente, "robándole horas al descanso", la inmensa mayoría de las mujeres del pueblo trabajador son creadoras de una riqueza económica invisibilizada que las empobrece.
Que la pobreza tiene rostro de mujer no es una denuncia de la izquierda. El propio organismo oficial de estadísticas, el INDEC, señala que de 9 millones de familias relevadas durante el tercer trimestre del año pasado en la Encuesta Permanente de Hogares, el 44 % tenía jefatura femenina. "La mayoría de esas mujeres no tienen pareja y 3 de cada 10 tienen un ingreso que no supera los 30 mil pesos, por alguna changa que sostienen, algún trabajo precario", acotaba la referente del Frente de Izquierda, Myriam Bregman, refiriéndose a esas jefas de hogar, en una entrevista reciente para este mismo diario.
Pero además de la desocupación, la precarización laboral y el empobrecimiento, las mujeres de los sectores populares son, junto con la juventud, las más afectadas por la crisis habitacional. Según el Índice de Vulnerabilidad Inquilina, elaborado recientemente por el CELS y la Escuela IDAES de la Universidad Nacional de San Martín, las mujeres destinan una proporción más alta de sus ingresos al pago del alquiler, es más habitual que alquilen sin contrato escrito y que vivan en viviendas más precarias. Los despidos y la imposibilidad de ejercer otras actividades precarias para garantizar la subsistencia durante la pandemia, como la venta ambulante, la limpieza de casas particulares por hora y otros servicios personales, dejaron a miles de mujeres sin ingresos y sin la posibilidad de seguir alquilando. En esta dramática situación se encuentra la razón de que sean mujeres quienes protagonizan, en el último año, las tomas de tierras baldías y abandonadas en áreas metropolitanas de todo el país, para la construcción de precarias casillas que albergan el sueño del techo propio para ellas y sus hijas e hijos. Muchas, intentando dejar atrás situaciones de violencia machista que también las empujaron a la calle.
En las últimas décadas, la creciente incorporación de las mujeres al mercado laboral, los cambios en los modelos familiares y la tendencia al envejecimiento poblacional hicieron estallar la contradicción del trabajo de cuidados no remunerado que recae, mayoritariamente, en los hogares individuales. Las cadenas globales de cuidados es apenas uno de los fenómenos que está en el centro de las preocupaciones del feminismo anticapitalista a nivel internacional: mujeres pobres que migran a países imperialistas para trabajar cuidando en condiciones de precariedad laboral a niños, niñas y personas adultas mayores, para enviar remesas a sus familias de origen, donde otras mujeres –en la gran mayoría de los casos, sus propias madres– hacen lo mismo de manera gratuita en ausencia de la jefa de hogar. Estos flujos también se constatan internamente, desde las regiones con mayores índices de pobreza y desocupación hacia los grandes centros urbanos.
La pandemia no hizo más que agudizar esta crisis de gran parte del trabajo de reproducción social con la que el capitalismo sofoca a la vida. Y se trata de un fenómeno reconocido mundialmente: en EE. UU., por ejemplo, se habla del she-cession para referirse la recesión pospandemia marcada por este "abandono" de las mujeres de su puestos laborales para amortiguar el incremento de las tareas domésticas y de cuidados durante los períodos de cuarentena. Escuelas cerradas, niñeras y trabajadoras de casas particulares impedidas de ejercer su labor y otras trabajadoras debiendo retornar al rol exclusivo de ama de casas. Las que pierden, mayoritariamente, son mujeres. Aunque con la aminoración de los contagios y las muertes, se retorne a las actividades anteriores, las mujeres ya han sido aventajadas, en la competencia del mercado laboral, por este retiro obligado.
Un nuevo desafío feminista y verdaderamente popular
El movimiento de mujeres de Argentina que tuvo la valentía de poner en la agenda política nacional e internacional la necesidad de dar respuesta a la violencia de género y los femicidios, como también el derecho democrático elemental de decidir sobre los embarazos e impedir la muerte de mujeres por las consecuencias de los abortos inseguros y clandestinos, no puede contentarse con lo alcanzado. Mucho menos permitir que se reescriba la historia de nuestra lucha, adjudicando nuestras conquistas a los gobiernos o los partidos tradicionales y sus líderes –que durante años desoyeron nuestros reclamos–. Por el contrario, la crisis económica y social que hoy afecta con mayor crudeza a la inmensa mayoría de las mujeres, nos plantea un nuevo desafío.
Solo una lucha igual de persistente y masiva, organizándonos con independencia del poder político y las instituciones del Estado, para exigir en las calles una respuesta a las necesidades más acuciantes de esa inmensa mayoría puede hacer posible disminuir la carga del trabajo de cuidados no remunerado, transformarlo en gran medida en trabajo asalariado y servicios sociales públicos y gratuitos. Que todas esas actividades indispensables para satisfacer las necesidades básicas de la existencia –como el aseo personal, el trabajo doméstico, la movilidad esencial de las personas que por su edad, por enfermedad o discapacidad no pueden hacerlo por sus propios medios, sino que dependen de otras personas o instituciones– sean consideradas como una política pública, un derecho para quien lo recibe y un trabajo remunerado para quien lo realiza. Una demanda feminista que podría ser hegemónica, entusiasmando a muchos más sectores que los que hoy se sienten convocados por el movimiento de mujeres; que ampliaría el horizonte de lucha de los movimientos sociales y que permitiría a las bases asalariadas de los sindicatos exigirle a sus direcciones que convoquen a la movilización para conquistarlo.
La construcción de barrios sustentables, con establecimientos que cubran las necesidades básicas de la comunidad, como restaurantes con menús económicos o gratuitos, lavanderías públicas, como también parques, campos deportivos, clubes, centros culturales de acceso libre y gratuito; la creación de centros de cuidado infantil universales, con facilidades horarias para las familias que cumplen su jornada laboral con turnos rotativos; centros de día para personas adultas mayores que ofrezcan atención integral a quienes están en situación de dependencia son algunas de las medidas que podrían exigirse en el camino de la socialización del trabajo doméstico y de cuidados. Sacándolo del ámbito privado del hogar, convirtiéndolo en gran parte en servicios públicos de calidad, también podría convertirse en fuente de trabajo asalariado tanto para hombres como mujeres. Una base necesaria para empezar a eliminar la "esclavitud doméstica" que, en los hechos, mantiene persistentemente a las mujeres en la precariedad laboral y bajo los índices de pobreza.
No se trata de una utopía. Ya nos dijeron eso cuando apenas un puñado de mujeres planteaba, apenas dos décadas atrás, que había que legalizar el aborto. Pero la demanda se hizo popular, caló hondo en el sentir de jóvenes y adultas que se la apropiaron y la transformaron en bandera. La clase trabajadora en su permanente puja por el "precio" de su fuerza de trabajo, ha conquistado que los capitalistas y el Estado paguen porciones más amplias del costo de su reproducción como clase social (asignaciones familiares, planes sociales, lavanderías, comedores y jardines maternales gratuitos para los empleados de determinadas compañías, etc.) o que este trabajo se "socialice" a través de instituciones estatales que proveen ese servicio de manera gratuita (Educación y Salud públicas, etc.).
Sin embargo, con la derrota de las luchas obreras y la instauración del neoliberalismo durante más de cuatro décadas, a nivel mundial, muchas de estas conquistas han retrocedido, aumentando la precarización laboral, pero también la precariedad de la vida, con sistemas de Educación y de Salud desmantelados, privatizados en gran medida y, en ocasiones, con subsidios estatales destinados a garantizar las ganancias de las empresas privadas; con salarios que no alcanzan a cubrir la canasta familiar para más de la mitad de la población y trabajos irregulares que no contemplan los mínimos derechos para las trabajadoras y trabajadores. El mecanismo de expoliación imperialista de las deudas externas en los países de América Latina, profundiza este deterioro, mediante la imposición del ajuste del gasto público con planes de austeridad. Sus consecuencias perjudican aún más a las mujeres, algo que conocemos en Argentina, donde los gobiernos parecieran alternar entre endeudarse con el FMI u otras agencias financieras internacionales y pagar la deuda ilegítima y fraudulenta con el empobrecimiento de la población, la expoliación de los recursos naturales y el atraso del país.
Ni amor ni pandemia, es el capitalismo
Las feministas socialistas, como lo hacemos en cada momento de las luchas del movimiento de mujeres, estaríamos a la cabeza de esta pelea por conquistar que los capitalistas y el Estado paguen porciones, cada vez más amplias, del costo de nuestra reproducción como clase social mayoritaria, que mueve los resortes de la economía del país. Sabemos que, en ese camino, el movimiento de mujeres –como ya lo hizo con el aristocrático Senado o con las reaccionarias jerarquías eclesiásticas– deberá enfrentar poderosos enemigos: desde los representantes políticos que utilizan sus bancas parlamentarias y sus puestos de gobierno para garantizar los negocios capitalistas, hasta los mismos grandes empresarios que son dueños del país y quieren esclavizarnos cada vez más, como también al FMI y la injerencia imperialista que vela por las ganancias de las multinacionales y los centros financieros internacionales.
En su devenir, la lucha por la socialización del trabajo de cuidados es una lucha anticapitalista. Porque el sistema de producción capitalista, que se fundamenta en la expropiación del trabajo humano para beneficio de los propietarios de los medios de producción, reconfigura las tareas cotidianas del cuidado de las personas como trabajo gratuito de reproducción de la fuerza de trabajo que se realiza en otro ámbito diferente y externo a aquel en el que transcurre la producción de mercancías. Esta división, entre la esfera de la reproducción y la producción, termina naturalizando la privacidad y la responsabilidad individual por la primera, invisibilizado todo vínculo con la segunda.
El salario, como sabemos, no equivale a las riquezas producidas por el trabajador o la trabajadora durante sus horas laborales, sino más bien es el equivalente al valor de los medios de subsistencia necesarios para su mantenimiento. Es decir que al trabajador o la trabajadora, en el sistema capitalista, no se le paga por lo que hace, sino por lo que a él o ella le cuesta vivir. Sin embargo, esa relación contractual entre el capitalista y la persona que solo posee su fuerza de trabajo, oculta también que una parte de lo que él o ella necesita para vivir se obtiene de un trabajo gratuito, no remunerado que se realiza en el hogar individual.
Es decir que "el valor de los medios de subsistencia necesarios para el mantenimiento del trabajador" se divide en dos partes: una parte corresponde al salario que obtiene el trabajador por el alquiler –al capitalista– de su fuerza de trabajo durante determinado tiempo y, la otra parte corresponde al trabajo doméstico y de cuidados gratuito que, mayoritariamente, realizan las mujeres en el hogar. Por eso, como señalan muchas feministas, el "ama de casa" como tal, es un producto del sistema capitalista, que organiza el ámbito privado de la vida de las masas asalariadas en función de garantizar la mayor obtención de plusvalía en el ámbito público de la producción, para que los propietarios de las fábricas y empresas acumulen ganancias.
La incorporación creciente de las mujeres al mundo laboral, lejos de modificar este rasgo fundamental de la división sexual del trabajo, duplicó la jornada laboral femenina. Por eso, la naturalización de que todo ese trabajo gratuito realizado por las mujeres es "por amor" se trata de una verdadera operación ideológica que, mientras sostiene el privilegio masculino de poder desentenderse de las tareas cotidianas de la reproducción de la vida, enmascara que los beneficios económicos que de allí redundan son para la clase capitalista.
El movimiento de mujeres que, en los últimos años, viene siendo protagonista de importantes movilizaciones por sus derechos, tiene el enorme desafío de imponer nuevamente su agenda, contra viento (de ajuste) y marea (de FMI). Las feministas socialistas estaremos nuevamente en la primera fila de este combate por nuestros derechos y nuestra emancipación, entendiendo que acabar con este estado de cosas requiere de una lucha social que apunta, directamente, al corazón del modo de producción actual basado en las ganancias por sobre la vida. Y con la convicción de que solo la fuerza organizada de centenares de miles de mujeres y del pueblo trabajador en su conjunto puede acabar con este régimen social en el que se origina esta división sexual del trabajo que hoy nos oprime.