En 2019 Esteban Mercatante publicó Salir del Fondo. La economía argentina en Estado de emergencia y las alternativas ante la crisis, libro que abordaba las raíces de la crisis de deuda durante el gobierno de Macri y las consecuencias del retorno del país a endeudarse con el FMI. Conversamos con el autor sobre el panorama de la economía nacional a dos años de que asumió Alberto Fernández y la omnipresencia del FMI en las decisiones económicas.
Por estos días se discute si va a haber o no acuerdo con el FMI después de las elecciones, y lo que esto puede implicar. ¿Qué es lo que se está negociando con el organismo?
Lo que se está negociando con el FMI son las condiciones para devolver el préstamo Stand By que el organismo otorgó al gobierno de Mauricio Macri en junio de 2018. Ese crédito, que fue inicialmente de USD 50.000 millones y después se amplió hasta proyectar desembolsos por USD 57.000 millones, quedó congelado cuando Macri fue derrotado en las elecciones primarias de 2019. Para ese entonces, el organismo había desembolsado USD 44.500 millones, y debía continuar con un cronograma de giros hasta finales de 2019 y durante 2020 que no se realizaron, a la espera de sentarse con la nueva administración de Alberto Fernández.
El gobierno de Alberto Fernández postergó la negociación, inicialmente hasta después de negociar la deuda con acreedores privados que Macri había dejado en default, y después continuó aplazándola. El precio de no tener un acuerdo fue que debió pagarle al organismo todos los vencimientos que se fueron produciendo. Ya le giraron USD 4.600 millones desde que asumió Fernández, y en diciembre vencen USD 1.900 millones. Esta estrategia de dilación, como tampoco se convirtió en repudio al crédito, costó al país millones de dólares en términos de reservas del Banco Central, es imposible de sostener en 2022. Los vencimientos en 2022 y 2023 superan los USD 19.000 millones al año. Esto supera holgadamente el superávit comercial que tendrá el país este año. Es decir, que incluso si el Banco Central lograra hacerse de todos los dólares que quedan del saldo exportador, cosa que obviamente no ocurre, y si no hubiera otras deudas que pagar con acreedores privados, no alcanzaría para pagarle al Fondo.
El FMI no solo le dio a Macri un préstamo que supera holgadamente la cuota de crédito que tiene el país según sus aportes al organismo, y que fue el de mayor monto de la historia del organismo, sino que programó su devolución en un plazo muy breve generando obligaciones de pago anuales imposibles de cumplir. Es decir, que fue un crédito que desde el vamos era previsible que iba a ser necesario reprogramar. Con esto, a pesar de que el crédito tan generoso fue un aporte a la campaña de Mauricio Macri para intentar una estabilización económica que le permitiera ganar las elecciones, el FMI se estaba cubriendo ante la eventualidad de una derrota de su candidato como la que finalmente ocurrió. Sabía que quien lo sucediera tendría que sentarse a renegociar el crédito, lo cual significa comprometerse a numerosas metas de política económica que implican ajuste y reformas que benefician solamente al gran capital. El gobierno de Alberto Fernández, que solo maneja dos opciones, un acuerdo o pagarle al FMI sin negociar, en los hechos tiene una sola salida ahora porque no tienen más dólares para seguir pagando y postergando como hizo hasta ahora. Debe negociar un nuevo préstamo porque, sin acuerdo, iríamos a un incumplimiento con el organismo que el Frente de Todos quiere evitar.
Lo curioso es cómo fue cambiando el discurso de Alberto Fernández y su ministro de Economía respecto del FMI.
Efectivamente. Antes de asumir la presidencia, Alberto Fernández señalaba la complicidad del FMI en la fuga de capitales que continuó después del préstamo, y la irresponsabilidad de otorgar un crédito de semejante monto en las condiciones que se realizó. En esos momentos, durante la campaña, afirmaban que era posible negociar con el Fondo y evitar las políticas de austeridad. Para sostener que eso era posible apelaban al ejemplo de Portugal armándose de una reconstrucción selectiva de cómo fue en ese país la historia de crisis y ajuste bajo supervisión del FMI, el Consejo Europeo y el Banco Central Europeo. El relato que hacían sobre el supuesto giro antiausteridad en ese país no se ajusta a la realidad, como analizo en detalle en mi libro.
A poco tiempo de asumir, el ministro de economía Martín Guzmán se ilusionó con que ahora sí teníamos un “nuevo FMI”, cantinela que escuchamos ya antes, que ahora llegaba de la mano de Kristalina Georgieva, la reemplazante de Christine Lagarde. Cercana al Papa y afín a Joseph Stiglitz, mentor de Guzmán, bastaron algunos gestos para que más de uno en el elenco oficial confiara en que el organismo iba a ser más flexible en sus acuerdos y no exigir la receta de siempre. A esto le agregaban la “responsabilidad” del FMI en la debacle de Macri, que terminó con una corrida cambiaria y descontrol inflacionario cuyas señales no impidieron que el organismo siguiera poniendo plata. Como si esta “mala praxis” (que los burócratas del FMI obviamente nunca ven así) hubiera llevado alguna vez al organismo a revisar sus recetas. Por el contrario, con Georgieva, como antes con Lagarde, sigue exigiendo a todos los países que “asiste” (entre comillas, porque en realidad su salvataje es siempre para los acreedores) que apuren el trago amargo de la austeridad fiscal y duras políticas monetarias y cambiarias para generar recursos excedentes para cumplir con los acreedores privados primero, y devolverle el crédito al propio FMI, después. La única iniciativa que se salió del libreto clásico del Fondo la emisión de Derechos Especiales de Giro (DEG) –la moneda del FMI– por alrededor de USD 650.000 millones, que entró en vigor en agosto de este año. Esto otorgó más recursos a los países miembros del organismo, lo que alivió parcialmente las cuentas externas de los que estaban complicados y dio más margen para hacer política expansiva ante la crisis del Covid. Pero, por la manera en que se distribuyen estos DEG, en proporción a su las cuotas relativas de cada país en el organismo, la ampliación de los mismos benefició mayormente a los países ricos, que son los que menos necesidad tenían de cualquier transferencia, porque acceden con mayor facilidad a crédito barato.
Durante la negociación de la deuda con los acreedores privados, vimos como Guzmán se apoyó en el FMI y sus análisis de (in)sustentabilidad de la deuda argentina para presionar a los bonistas a que aceptaran la quita que proponía. Pero una vez que se cerró la reestructuración de la deuda en bonos, y a diferencia de lo que muchos esperaban, no se alcanzó rápidamente un acuerdo con el Fondo. Podemos hacer distintas hipótesis sobre por qué se demoró el acuerdo. Creo que lo principal fue el cálculo sobre las elecciones de este año. Seguramente está entre los motivos principales de esta demora la perspectiva de parte de la coalición del Frente de Todos, como la de Cristina Fernández o Máximo Kirchner, de que no era conveniente atravesar el proceso electoral de este año bajo un acuerdo con el FMI. Entre los reclamos al FMI que el gobierno argentino hizo, y en los que no hay acuerdo, se encuentran los plazos para el crédito (que un sector del oficialismo espera que pueda ser mayor a 10 años, lo que los funcionarios del FMI rechazan) y el sobrecargo de intereses que paga el país, por demoras en los vencimientos y por el monto del crédito, que supera lo que le correspondería al país por su cuota en el organismo, y por eso paga más intereses. Del lado del FMI, todo este tiempo le han reclamado un “plan” al gobierno. La misma exigencia hizo la semana pasada el flamante embajador de EE. UU., designado por Joe Biden, cuando expuso ante el Congreso de ese país.
Durante estos dos años en los que no se terminó de firmar un acuerdo con el FMI. ¿Qué significó eso para la política económica?
Desde que asumió Fernández, los lineamientos principales de la política económica se organizaron con miras a sentarse con el FMI. Desde las primeras leyes de emergencia que hizo aprobar Fernández apenas asumió, estamos viendo que la idea de terminar con el ajuste no tiene nada que ver con lo que está ocurriendo. La suspensión de la fórmula de actualización de las jubilaciones, y su posterior reemplazo por una nueva, apuntaban a reducir el peso de las jubilaciones y otras partidas que se actualizan con esa fórmula, algo que finalmente ocurrió. El gobierno compensó en parte a quienes cobran la mínima, pero todo el resto de los jubilados y jubiladas que ganan un poco más acumularon una pérdida de 20 puntos respecto de la inflación en estos dos años.
Después vino la pandemia, y el país siguió abrazado a la perspectiva de tener las cuentas fiscales ordenadas de cara a un eventual acuerdo. Por eso, la Argentina se encuentra entre los países que menos gasto fiscal dedicó a atender la emergencia. Los tres IFE pagados cada dos meses y las demás iniciativas implementadas fueron mucho menores, en términos de PBI, que las de los países más ricos, e incluso que las de nuestros vecinos como Brasil o Chile. En el presupuesto 2021 el Congreso votó, a instancias de Guzmán, que no había más pandemia, aunque evidentemente no era así. Por si esto fuera poco, el presupuesto en muchas áreas se subejecuta.
Este año el gobierno está viendo cómo la recaudación crece mucho más que el gasto y, así y todo, no hubo ninguna transferencia extraordinaria para atender la pobreza que golpea a más del 40 % de la población y más de la mitad de niñas y niños. Bueno, todo eso es porque, aunque no haya acuerdo firmado con el FMI, este es omnipresente. Las decisiones de Guzmán son con miras a tener las cuentas ordenadas para sentarse con el organismo. Y es un ajuste que acompañó toda la coalición oficialista, como reconoció la presidenta en su carta la semana después de la derrota en las primarias, o los audios de la diputada Fernanda Vallejos.
Por supuesto, todo este ajuste no es suficiente para satisfacer al Fondo, que apunta a la brecha del dólar paralelo en aumento y la inflación disparada, reclama un plan para encararlo. Lo curioso es que, tal como ocurría en tiempos de Macri, el equipo económico de Guzmán ha manifestado en varias ocasiones que un acuerdo con el FMI es clave para estabilizar estas variables. Es decir, ya no solo se trata de que hay que acordar por la pesada herencia de Macri, sino porque esto supuestamente calmaría a los “mercados” (es decir, quienes operan sobre el dólar paralelo o los bonos).
¿Qué costos puede tener un acuerdo con el FMI?
En primer lugar, el acuerdo con el FMI significaría hacer más de lo que el país ya está haciendo. Más allá de los juegos de palabras con los que Guzmán quiso desmentir a Cristina Fernández respecto del ajuste, no hay otra forma de definir la política económica en marcha. Se mostró que continuar con la herencia de la deuda y terminar con el ajuste eran promesas mutuamente incompatibles. Pero para firmar con el FMI hay que ir por más. Retomar los tarifazos que el gobierno por ahora posterga, para continuar con el sendero fiscal que impuso Guzmán. Devaluar el peso frente al dólar para cerrar la brecha cambiaria, también será parte de las exigencias. Y después, sabemos que cuanto más plazo otorgue el FMI para devolver el crédito, más duras serán sus exigencias.
Tenemos que tener en cuenta acá el rol que juega el FMI como pieza central en la arquitectura financiera internacional y en defensa de los intereses del capital global. Acá tenemos que partir de las transformaciones que registró el rol del organismo desde la década de 1980, cuando empieza a profundizar su articulación con los principales actores de las finanzas internacionales, es decir los bancos internacionales y los grandes fondos de inversión, que vienen adquiriendo cada vez más poder y gravitación. El FMI con sus préstamos y condicionalidades adquirió desde entonces un nuevo rol. Hasta ese momento sus préstamos estaban más enfocados en responder a la crisis de la balanza de pagos. Obviamente, desde su constitución el FMI forma parte de las instituciones de Bretton Woods que se conformaron al término de la Segunda Guerra Mundial para consagrar la primacía de EE. UU. en el espacio capitalista y para asegurar que los países capitalistas periféricos se mantuvieran disciplinados y abiertos al capital imperialista.
Pero a partir de la crisis de deuda en México en 1982 se consagró un nuevo rol para el FMI, que apunta básicamente a actuar preventivamente ante las crisis de deuda. Los préstamos del FMI, otorgados a cambio de condicionalidades, persiguen el objetivo declarado de asistir financieramente a los países para evitar la cesación de pagos. El correlato del préstamo son medidas que apuntan a restablecer la capacidad de repago, es decir, estabilización monetaria, ajuste fiscal y cada vez más reformas estructurales. El FMI se constituye así en un agente disciplinador. Su intervención apunta a evitar lo que, hasta mediados del siglo XX, era la respuesta más habitual ante la imposibilidad de pagar las deudas soberanas, que era dejar de hacerlo. Si hoy este camino, incluso de una suspensión momentánea de pagos –que por sí misma no encierra nada de progresivo y por lo general los gobiernos capitalistas recurren a ella después de haber vaciado las arcas del país para “honrar” las deudas, como ocurrió en la Argentina en 2001–, parece un imposible o un salto al vacío, no es solo por la mayor globalización e integración financiera, así como por la mayor penetración de las finanzas en toda la economía, que aumenta los potenciales efectos disruptivos que esto podría tener, sino también por la acción del FMI. De esta forma, considerando que en las últimas décadas asistimos a un pronunciado aumento de las crisis financieras globales, resulta notable que, a diferencia de lo que podemos observar en la década de 1930, en 1890, o en otros períodos, las cesaciones de pagos han sido casi excepcionales, y su duración mucho más limitada. No vemos países que permanecen décadas sin renegociar sus deudas, algo que hasta antes de 1970 había sido mucho más habitual. Este cambio se explica por el aumento del poder disciplinador que adquirieron desde mediados de la década de 1970 las finanzas internacionales a través de mecanismos “de mercado”; pero en igual medida por el rol de “policía”, por llamarlo de alguna forma, del FMI. El FMI no asiste a los países, sino a los acreedores de esos países, algo que acá en la Argentina no hace falta que nos cuenten. Se convirtió en una especie de auditor de los acreedores privados, o sea que, en lugar de trabajar con los países para defenderlos de los movimientos especulativos o de los acreedores privados, defiende a los acreedores privados de la política que pueda aplicar un país para garantizar su desarrollo o su bienestar en lugar de priorizar exclusivamente el pago de la deuda.
Muchos acuerdos con el FMI fracasan en el objetivo de evitar las cesaciones de pago, aunque incluso así beneficia a los acreedores, que ganan tiempo como resultado del acuerdo con el FMI. Pero incluso cuando los programas del FMI alcanzan sus objetivos, esto ocurre a un alto precio en términos de deterioro económico. Los casos recientes más elocuentes pueden ser Grecia, o incluso la Argentina desde 2018. Pero también hay países, como Jamaica, que estuvo casi una década con asistencia del FMI. Aunque no cayó su PBI, sino que estuvo casi estancado; si lo comparamos con otros países de igual tamaño que no estuvieron bajo asistencia del FMI, estos triplicaron o cuadruplicaron su crecimiento en el mismo período. Aún en los países que no se hunden bajo acuerdos con el FMI se puede comprobar el alto costo que tienen sus programas, basados siempre en la idea de la “austeridad expansiva” que nunca se comprueba. Los ajustes, ni falta hace decirlo, tienen fuertes impactos distributivos. El negocio de los préstamos beneficia a sectores muy reducidos de la sociedad, que no son los afectados por las medidas de austeridad, mientras que la gran mayoría de la clase trabajadora y el pueblo pobre sufre sus consecuencias.
Pero el FMI no solo es el defensor de los intereses de los acreedores, que acá en la Argentina ya reestructuraron su deuda el año pasado. Es también el auditor y guardián de los intereses del capital globalizado. En nombre de este es que hace décadas multiplica sus exigencias de “reformas”, que más bien deberíamos calificar de contrarreformas. Leyes laborales flexibilizadoras, es decir, precarizadoras; reformas previsionales para extender la edad jubilatoria y reducir las pensiones y, de máxima, privatización del sistema como ocurrió acá con los AFJP en la década de 1990; baja de impuestos para los empresarios, que al reducir los ingresos del fisco conducen luego a mayores exigencias de reducción del gasto. La lista de exigencias del organismo en sus créditos puede llegar a abarcar todos los aspectos de intervención estatal, apuntando a privatizaciones, apertura económica, desregulación financiera, y un largo etcétera. Esto se puede observar en la cantidad de cláusulas condicionales que incluyen los préstamos, de cuyo cumplimiento dependen los desembolsos. Como señala Noemí Brenta en Historia de las relaciones entre Argentina y el FMI, de un promedio de 6 cláusulas de condicionalidad que incluían los préstamos del organismo antes de la década de 1980, pasamos a más de 10 en promedio. Mucho más en varios casos. Corea del Sur llegó a firmar en 1997 un préstamo con 93 condicionalidades, Tailandia 73, e Indonesia 140. Por eso, recibir un crédito del organismo en medio de una crisis financiera es un caballo de Troya. Uno que sectores de la clase capitalista y de los partidos patronales reciben gustosos porque actúa como elemento disciplinador para llevar a cabo las políticas que demandan.
Entonces, ¿un “buen acuerdo” con el FMI, como planteó el ministro Guzmán en una charla reciente, es una contradicción en los términos?
Depende para quién. Los empresarios quieren un acuerdo que consagre más ajuste fiscal y contrarreformas que ataquen al pueblo trabajador para mejorar sus ganancias. Tenemos que rechazar ese planteo, que es el que el gobierno se prepara para llevar adelante después de las elecciones más allá de la retórica de sectores de la coalición oficialista.
Está la idea de que un país no puede “romper con el Fondo”. ¿Pero eso para quién es cierto? Lo es para los grandes empresarios (de la Argentina y de todo el mundo) para los cuales que un país desconozca los acuerdos con el FMI, deje de pagarle y hasta se retire del organismo, sería un verdadero salto al vacío. El empresariado, pero sobre todo el más concentrado e internacionalizado, requiere que el país cumpla con los compromisos con el organismo. Su posibilidad de comerciar con el exterior, girar y recibir fondos en moneda extranjera, y cotizar en otras plazas bursátiles, depende de mantenerse dentro del sistema de pagos internacional en cuya organización el FMI es central. Pero que para estos sectores la ruptura de los compromisos con el FMI es una imposibilidad, no significa que lo sea para el país como tal.
Es posible, y necesario, crear canales alternativos para sostener el comercio, para asegurar el crédito para la producción nacional. El FMI y sus políticas atentan contra esto, porque exigen una desregulación de todo el sistema financiero que facilita la salida de capitales de países caracterizados por vulnerabilidades recurrentes como la Argentina. Para los trabajadores y sectores populares de un país dependiente con rasgos semicoloniales como la Argentina, romper los compromisos con el Fondo es la única vía para poder encarar las medidas que hacen falta para imponer una salida a la crisis que no sea sobre nuestras espaldas.
Esta pelea debe ir estrechamente ligada al impulso de canales de solidaridad, articulación, con los pueblos y clases trabajadoras de todo el mundo. Pelear por la coordinación con otros países endeudados cuyos gobiernos quieran rechazar el chantaje de los acreedores –algo que como admitía el excandidato a presidente ecuatoriano Andrés Arauz en una charla reciente con Martín Guzmán, los gobiernos “progresistas” de la región fueron incapaces de llevar a cabo– y articular fuerzas para pelear por una arquitectura financiera alternativa a la que dominan los grandes fondos y bancos internacionales con las que saquean las riquezas del planeta. Por supuesto, esto exige en cada país hondas transformaciones sociales: arrebatar el control de las finanzas y los grandes resortes de la economía al capital trasnacionalizado, estatizar los bancos, el monopolio del comercio exterior. En el último capítulo de Salir del Fondo propongo en detalle cómo sería esta serie de medidas fundamentales de autodefensa nacional contra el saqueo imperialista y su agente, el FMI, y muestro además cómo muchas de ellas han sido tomadas parcialmente en distintos momentos por gobiernos de países dependientes, es decir, no son simplemente salidas de un recetario. Lo que es necesario hoy, como fundamento en mi libro, es articularlas en la perspectiva de que sean el inicio de un sendero de ruptura con el imperialismo y el capitalismo, lo cual implica luchar por un gobierno de la clase trabajadora en alianza con los sectores populares. Con los principales medios de producción transformados en propiedad pública, el conjunto de la población trabajadora participará en la planificación democrática de la economía (no como ahora que un puñado de dueños del país y sus políticos deciden todo a su favor), utilizando los recursos con los que cuenta el país para resolver las necesidades de las grandes mayorías. Esta es la única forma de terminar en nuestros países con el círculo vicioso del atraso y la dependencia. Tenemos que poner en discusión esta perspectiva, como está haciendo el Frente de Izquierda-Unidad en estas elecciones. Porque o rompemos con el Fondo, o el Fondo, una vez más, rompe todo.