En esta Argentina donde, como dice una frase muy repetida, quien se va de viaje 20 días vuelve y encuentra que cambió todo, pero quien se va 20 años regresa y encuentra que no cambió nada, en varios tópicos de la realidad nacional reverberan los recuerdos del 2001. El peso del Fondo Monetario Internacional (FMI) otra vez como auditor de las cuentas económicas es uno de ellos. A punto de cumplirse 20 años de diciembre de 2001, el capitalismo argentino atraviesa una situación diferente pero no menos grave para gran parte de la clase trabajadora y el pueblo pobre.
Derecho al Fondo
Cuando todavía no terminaban de computarse los votos del escrutinio del domingo pasado, el presidente Alberto Fernández incluyó en su discurso grabado una señal de que, como le había anticipado a varios grandes empresarios, buscará acelerar el acuerdo con el FMI. En ese sentido va el anuncio del envío de un proyecto de ley de presupuesto plurianual, que reclamaba el FMI para mostrar compromiso con las metas de “estabilización”, dentro de la coalición oficialista y de la oposición.
El apuro por acelerar las tratativas con el organismo para refinanciar la deuda que tomó Macri se impone para el gobierno por los vencimientos, impagables con los recursos actuales, que vienen en los próximos meses. Entre diciembre y marzo vencen casi USD 6.000 millones con el FMI. Si hasta ahora el gobierno postergó la renegociación del crédito que recibió Macri con el método de pagar los vencimientos con cash, el agotamiento de las reservas que tiene el Banco Central (BCRA) impide continuar con este mecanismo. Por eso está entrando en tiempo de descuento. Si bien pueden tener lugar aplazamientos de los pagos en el marco de las negociaciones que estiren los plazos, o incluso no puede descartarse demoras unilaterales en los desembolsos como tuvieron lugar durante los gobiernos de Duhalde y Kirchner por plazos breves (aunque al precio de arriesgar el congelamiento de préstamos del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo u otras instituciones multilaterales), las tratativas difícilmente puedan alargarse mucho más allá del primer trimestre de 2022.
Lo que se busca del FMI es el refinanciamiento de una deuda impagable en los términos acordados originalmente. En 2022 y 2023 hay que pagar más de USD 19.000 millones cada año, suma que supera holgadamente el superávit comercial que tendrá el país este año y seguramente el próximo. Es decir, que incluso si el Banco Central lograra hacerse de todos los dólares que quedan del saldo exportador, cosa que obviamente no ocurre, y si no hubiera otras deudas que pagar con acreedores privados, no alcanzaría para pagarle al Fondo. A cambio de estirar los plazos para devolver el préstamo, el FMI volverá otra vez con las condicionalidades que impone en todos sus programas. Un tema central en la negociación son los ritmos de reducción del déficit fiscal, que este año cerrará en un nivel de entre 2,5 % y 3 % del PBI (como resultado de un formidable ajuste realizado en plena pandemia, aunque el ministro de economía Martín Guzmán quiera convencer de lo contrario). En su mensaje del domingo, Fernández afirmó que esta reducción del déficit no ocurrirá “jamás a costa de un ajuste del gasto”. Este concepto fue reiterado de manera insistente por Guzmán en una larga entrevista que le realizaron el viernes en Radio Con Vos, donde también buscó destacar la “firmeza” de los negociadores argentinos como algo capaz de producir un acuerdo “sustentable”, noción con la que el Frente de Todos coquetea –infructuosamente– desde 2019.
Podemos encontrarnos en un equívoco, según cómo interpretemos (o cómo lo haga Fernández) la palabra “ajuste”. ¿Nos están hablando Fernández y Guzmán otra vez de la idea del “ajuste heterodoxo”, como el que intentó pactar con el FMI el primer ministro de Economía de Alfonsín, Bernardo Grinspun? Cualquier noción por el estilo ya fue torpedeada por el aviso, por parte del staff del FMI, de que no acepta la idea de reducir el déficit en 0,5 % del PBI al año para llegar a déficit cero recién en 2026, sino que exige equilibrio fiscal mucho antes. Conclusión: imposible que no haya recorte palpable del gasto –ajuste– si se quiere conformar al Fondo. Lo que más probablemente quiso decir Fernández, es que las partidas presupuestarias no tendrán un recorte nominal, es decir, mantendrán o aumentarán su valor en pesos; simplemente ocurrirá que el aumento de precios licuará su valor. Es un equívoco que puede ser retóricamente muy conveniente, pero no puede engañar a nadie en una Argentina en la que varios lustros de inflación barrieron con cualquier “ilusión monetaria”. Los ajustes fiscales por esta vía tuvieron lugar durante el gobierno de Cristina Fernández en tiempos de “sintonía fina”. Mauricio Macri también aprovechó esta licuación aunque además achicó nominalmente partidas como la de los subsidios, a cambio de tarifazos. Para cumplir con el FMI habrá que aplicar esta trampa en gran escala, lo cual vuelve al Estado en una parte interesada en mantener la inflación. Con estas restricciones, un primer precio de acordar con el FMI, será la limitación del fisco para encarar cualquier gasto que estimule la economía. La continuidad de la recuperación económica, que revierte este año lo perdido durante la pandemia pero no la caída que dejó Macri, deberá encontrar combustible sin empuje significativo del gasto público.
No es el único costo que tendrá un acuerdo con el Fondo. Las exigencias en lo fiscal y cambiario que podemos estar seguros que serán requisito de cualquier acuerdo con el FMI, amenazan echar más nafta al fuego de los precios. El gobierno –o parte de él al menos– confía en que el paraguas del FMI contendrá la brecha cambiaria. Pero uno de los requisitos sine qua non para el FMI, como admitió el representante argentino en el organismo Sergio Chodos, es tomar medidas concretas para cerrar aquella brecha. Es decir, como mínimo acelerar el ritmo de la depreciación en cuotas del peso frente al dólar, y tal vez también acompañar esto con otras medidas como el desdoblamiento formal del mercado cambiario [1]. Más devaluación significa más inflación, ya que lo que ocurre con el precio del dólar es uno de los principales determinantes del aumento de precios.
El FMI apuntará sin duda también a la cuenta de subsidios a la energía y el transporte, que este año llegará a USD 10.000 millones. Esta es la friolera que el gobierno desembolsa para congelar tarifas pero al mismo tiempo seguir beneficiando a las empresas ya que, como ocurre desde la década de 1990, los servicios públicos fundamentales se han convertido en una fuente de lucro. Como señalan expertos como Nicolás Arceo, la madeja de los subsidios es una bomba de tiempo. La exigencia del FMI de “sincerar tarifas”, aun si se hace de forma paulatina y con una segmentación que afecte proporcionalmente más a los sectores medios y altos (pero que no va a dejar afuera de los tarifazos a casi ningún sector), será otro acicate a los precios.
A cambio de obligar a medidas que generen estos trastornos, el FMI solo promete refinanciar los vencimientos impagables de Macri. Es decir, básicamente, que el Fondo deje de ser uno de los mayores problemas que tienen las cuentas externas argentinas. Ni un dólar de dinero fresco. Por eso, más allá del acuerdo, uno de los mayores condicionantes que pesa sobre la economía de manera casi invariable desde hace una década, la llamada “restricción externa” seguirá sembrando interrogantes sobre el futuro económico.
Por si fuera poco, aun refinanciando con el FMI, la deuda –con el organismo y con acreedores privados– seguirá siendo una despiadada aspiradora de recursos y otro factor de estrangulamiento de la economía: en unos años habrá que afrontar pagos anuales que pueden ir de USD 12.000 millones a USD 16.500 millones, según distintas estimaciones.
Por eso, en pos de conseguir dólares –de los cuales la parte del león se seguirá yendo a pagar estas deudas impagables y alimentar la fuga de capitales que sigue ocurriendo a pesar de los “cepos”– el gobierno reafirmó el credo extractivista que el kirchnerismo tiene en su ADN y desplegó ampliamente a nivel nacional desde 2003. La “coalición popular exportadora” que reclaman economistas como Pablo Gerchunoff tiene entusiastas impulsores en varios ministerios.
La recuperación que celebró el presidente el miércoles pasado como algo consolidado podrá chocarse más temprano que tarde con la insuficiencia de dólares para importar insumos. Y esto a pesar del holgado superávit comercial de este año gracias a las exportaciones récord de soja y otros granos y derivados, que habrá que ver si se repiten en 2022. No es esta la única traba para el despegue a “tasas chinas” que algunas mentes afiebradas imaginan que puede repetir la historia de 2002. La más importante, que da cuenta de manera más palmaria que cualquier otra variable del círculo vicioso que recorrió el capitalismo argentino desde la eclosión de la que están por cumplirse 20 años, es la insuficiencia de “fierros” para una recuperación sostenida. Si la economía argentina llegó a la crisis de la convertibilidad relativamente “capitalizada” en términos productivos, ya que la década de 1990 fue aprovechada por algunas empresas para traer medios de producción aprovechando el dólar barato –mientras otras tantas firmas bajaban la persiana–, hoy venimos de un largo período de estancamiento, y después de debacle, durante los cuales se desplomó la inversión. Inversión que tampoco acompañó, de manera acorde, las “tasas chinas” de crecimiento económico que tuvieron lugar en la posconvertibilidad. Bajo el yugo del FMI y con este parasitismo característico de la clase capitalista, hoy el contexto parece menos propicio que nunca para que se asienten “bases vulgares de un capitalismo tolerable” que vive pidiendo el escritor y periodista Jorge Asís en sus editoriales. Menos aún en un contexto internacional que cada día muestra más frentes de tormenta. La perpetuación del círculo vicioso del capitalismo dependiente argentino se vuelve, por el contrario, para las grandes mayorías del pueblo trabajador, cada vez más insoportable.
Crisis e institucionalización de 2001 a 2021
En este escenario debemos inscribir los resultados de las elecciones del domingo pasado, que expresaron –como señala Fernando Rosso retomando a Manolo Vázquez Montalbán– más que una correlación de fuerzas, una “correlación de debilidades”, tanto entre las dos coaliciones mayoritarias del FdT y JxC, como al interior de cada una de ellas entre sus diferentes componentes. Rara situación donde el propio resultado –victoria en la derrota o derrota en la victoria, o alguna fórmula del estilo– parecería depender del reconocimiento “moral” del oponente. Como correlato de esta “correlación de debilidades”, en el acto del pasado miércoles en Plaza de Mayo, Alberto Fernández hizo un triple llamado a la institucionalización. Por un lado, el “metamensaje” de evitar la calle contra el ajuste, dado por el propio corralito al pie del palco donde estaban entre los más entusiastas los dirigentes “cayetanos” y la burocracia sindical de los “gordos” e “independientes”, entre otros, que no movieron un dedo en estos dos años de ajuste, caída del salario y aumento de la pobreza. Por otro lado, un llamado a la derecha “responsable” o “patriota”, como la había llamado el domingo, a acompañar en el Congreso el acuerdo con el FMI, aunque cuidándose de no mencionarlo por su nombre. Y por último, y principal, a la institucionalización de la propia coalición del FdT, poniendo sobre la mesa la carta de las PASO como forma de hacer un revival degradado de aquella consigna del “hay 2019” ahora transmutada en un “hay 2023”.
Detrás de todos estos anhelos de institucionalización podemos ubicar aquello que señalaba el politólogo Pablo Touzón en una entrevista de esta semana en El círculo rojo, de que lo que cruje en la actualidad es la estructura de todo el sistema político que se fue erigiendo luego de la crisis de 2001, donde el retroceso del poder de Cristina erosiona el esquema de polarización entre dos coaliciones afectando también a la oposición de Juntos. Hace dos décadas, la falta de institucionalización de la coalición de la Alianza fue concebida como uno de los elementos destacados en el análisis politológico de la crisis. Una fórmula presidencial mixta entre la UCR y el FrePaSo, donde la asimetría de poder en su interior favorecía al radicalismo. Análisis pormenorizados de esta cuestión, como el de Mario Daniel Serrafero, sostienen que en casos de baja institucionalización como estos, las relaciones entre presidente y vice pasan a determinar el destino político de la coalición. Dos décadas después, tenemos otra coalición no institucionalizada con una fórmula presidencial compartida, también “desequilibrada”, en este caso a favor de la vice. Claro que en este caso hablamos del peronismo que cuenta con otro “volumen político”, pero no por ello la idea albertista de la “institucionalización” de la coalición como vía regia hacia el 2023, deja de tener tintes de un pensamiento “frepasista” frente a la crisis del sistema político gestado pos 2001.
Como analizara en su momento Juan Carlos Torre, era erróneo suponer que el 2001 y el “qué se vayan todos” habían afectado a todos los partidos (burgueses) por igual. Lo que se había hundido eran los partidos de la alianza gobernante (UCR y Frepaso) perdiendo el 60 % de sus votos y el partido de Cavallo que retrocedió un 80 %, mientras que el PJ “solo” había perdido el 25 %. Esto le permitió al PJ oficiar de partido del orden frente a la revuelta (Duhalde) y luego de partido de la contención (Kirchner), logrando la re-institucionalización de la política sacándola de las calles. Pero esto tuvo por detrás múltiples factores, entre los más destacados el ciclo económico mundial favorable que permitió la unidad de las fracciones capitalistas que se beneficiaron de la fenomenal baja del salario producto de la devaluación y habilitó una agenda política de pasivización/institucionalización del proceso de lucha de clases desplegado en la crisis. Eran tiempos de mucho viento a favor en lo económico, hoy muy lejanos por cierto.
En 2017, frente a la división entre la candidatura de Cristina Kirchner y la de Sergio Massa, el propio Torre se preguntaba si no le había llegado finalmente su 2001 al peronismo. Veía aquella división de candidaturas como expresión de dos fragmentos en los que estaban divididas las bases del peronismo (especialmente de la Provincia de Buenos Aires, en tanto centro de gravedad del peronismo) y que eran el emergente del creciente empeoramiento de las condiciones de vida de las masas. El primer fragmento sobre el que se posicionaba Cristina Kirchner, expresado en el universo de trabajadores precarios e informales y los sectores más empobrecidos. El segundo, el sector de trabajadores ocupados en la economía formal, organizado en sindicatos y con obras sociales. Una división que desde el propio discurso oficial y mediático permanentemente se busca acicatear, sea bajo el discurso “meritocrático” o traduciendo “solidaridad” como reparto de la miseria, mientras los capitalistas se la llevan en pala. Esto no hizo más que profundizarse posteriormente, generando un escenario, donde como señalaba Pablo Touzón en la ya mencionada entrevista: “sobre todo en los jóvenes la crisis ya es una forma de vida, se cronificó. Se vive así pero eso tiene grandes consecuencias políticas”.
En este marco, la “unificación” posterior del peronismo en el Frente de Todos, nacido para la presidencial de 2019, fue hija no del amor sino del espanto. ¿El espanto a qué? En buena medida, a las jornadas de diciembre de 2017. Las mismas se distinguieron por su carácter combativo (no meramente “de protesta”). Mientras que la CGT retaceaba el llamado al paro y Moyano se ausentaba sin aviso, miles se movilizaron en las columnas de diferentes sindicatos, muchos otros lo hicieron a pesar de ellos, hubo una importante presencia de la izquierda y de los movimientos de “trabajadores informales” y desocupados. Una foto muy fea para el régimen, no por las piedras, sino por los sectores sociales que insinuaban combinarse en la calle. Fueron aquellas jornadas las que efectivamente le impusieron un freno a la agenda de contrareformas estructurales de Macri. La desmovilización motorizada por el “hay 2019” del kirchnerismo tuvo como contracara la recuperación de la iniciativa por los grandes capitalistas, fondos de inversión, sojeros, bancos, etc., que pasaron a pulsear con el gobierno macrista y acelerar la devaluación. Luego vino el pacto colonial con el FMI, que aunque no fue refrendado en el Congreso –porque no fue girado al mismo– dio las pautas para el presupuesto 2019, votado por buena parte de quienes integrarían el Frente de Todos.
Estas son escenas de la película que pueden ser útiles para entender la foto de las elecciones del domingo pasado. El marcado retroceso del peronismo en el Conurbano, más allá de la remontada parcial de las generales, expresa un fenómeno profundo, que si hubiera que sintetizar en un símbolo podría ser la represión en Guernica del gobierno kirchnerista de Kicillof (con Berni y Larroque en primera línea) en medio de la pandemia en 2020, donde se quemaban las casillas de quienes no tenían techo para permitir la construcción de un campo de golf. Es en pequeña escala, algo similar a pagar miles de millones de dólares al FMI, ajuste mediante, en un país con más de 40 % pobres. El dilema de Cristina Kirchner, repetido en cada uno de los análisis que se escribió en el último tiempo entre apoyar el “acuerdo” con el FMI, con el ajuste que necesariamente traerá aparejado (sea vía tarifazos, devaluación e inflación para licuar salarios y gastos sociales, etc.) y conservar su “capital simbólico” frente a los probables “diciembres” que deparará el futuro, no es más que una expresión “de gabinete” de la contradicción que atraviesa al país burgués. Así, un dilema similar pero inverso tiene la coalición de derecha de Juntos por el Cambio y cada uno sus diferentes componentes.
La polarización en los bordes, el palacio y la calle
Los elementos de desagregación del centro político de las dos principales coaliciones –que sin embargo siguen acaparando el escenario pero en buena medida en términos de “consenso negativo”, de un “antiK” y “antiM” devaluado– ha dado lugar a un inicio de polarización en los bordes. Expresada por derecha, especialmente en CABA y GBA por Espert y Milei, y por izquierda por el FITU, que obtuvo la mayor elección de la izquierda en 20 años ubicándose como tercera fuerza a nivel nacional con 1,3 millones de votos. Por primera vez en dos décadas la izquierda llega desde CABA al Congreso Nacional, de la mano de Myriam Bregman (PTS), en Jujuy Alejandro Vilca (PTS) llega al Congreso Nacional tras haber sacado el 25 % de los votos, y en la Provincia de Buenos Aires, en parte como correlato del proceso al que hacíamos referencia en el apartado anterior, el FITU obtiene casi 600.000 votos (6,82 %) ingresan Del Caño (PTS) y Romina del Plá (PO) al Congreso Nacional, dos diputados provinciales y varios concejales en distintos municipios del conurbano, con 9 % o más en La Matanza, Merlo, Moreno, José C. Paz entre otras significativas votaciones en el Conurbano, mostrando el avance de la izquierda en los sectores más profundos y populares de la provincia. Si decíamos que la represión en Guernica fue un símbolo de estos tiempos, también lo es la elección del FITU con casi el 10 % de los votos en el distrito de Presidente Perón, donde se encuentra Guernica.
Si comparamos con la crisis vivió Argentina entre fines de los 90 y principios de los 2000, y que dio lugar al 2001, en aquel entonces la izquierda anticapitalista y socialista llegó sumamente debilitada. Hoy el escenario es muy distinto: la izquierda es un factor actuante políticamente en la realidad nacional a diferencia de lo que sucedió hace dos décadas. El buen resultado del FITU en las elecciones del domingo pasado aparece como un punto de apoyo fundamental de cara al escenario político y social que se preanuncia. Se trata desde luego de una minoría política, pero que ha conquistado un reconocimiento mucho más allá de los votantes de izquierda, habiendo estado en la primera fila de la lucha contra el gobierno macrista –como se mostró en las jornadas de diciembre de 2017– pero también intransigente frente al kirchnerismo, y tiene ganado un peso entre trabajadores, estudiantes, el movimiento de mujeres, medioambiental, por la vivienda, etc.
Ante un resultado electoral marcado por “victorias en la derrota” y “derrotas en la victoria”, la derecha intenta imponer la idea de que las urnas dieron una especie de “mandato” para el ajuste, pero tanto el hecho de que el gobierno para remontar parcialmente la derrota –especialmente en GBA– haya tenido que apelar al discurso del “sí” a las demandas sociales así como la propia votación de la izquierda que planteó claramente un discurso contra el FMI, el ajuste y la reforma laboral, muestran que aquello no es así. Ahora bien, como decíamos, Fernández no esperó un minuto luego de la elección para salir con su discurso en cadena nacional a plantear la intención de acordar con el FMI para “calmar” a los mercados y contener una mayor disparada del dólar paralelo. Y hacia las masas, nuevamente, la idea es vender la cuadratura del círculo: que se puede ceder al chantaje del capital financiero internacional sin que sea a costa de “la sangre y el sudor” del pueblo. Pero como mostró toda la historia argentina de programas con el Fondo, atravesados de canjes, megacanjes, etc., y que terminaron hace 20 años en la crisis 2001 o una década antes en la hiperinflación seguida por los ajustes “sin anestesia” de Menem, aquella perspectiva no existe.
Frente a los anhelos esbozados en el discurso albertista de una unidad “institucional” del régimen para aceptar el chantaje del FMI, el problema estratégico del momento es conquistar la unidad en las calles para enfrentarlo. Articular las fuerzas para estar a la altura de los enfrentamientos de la lucha de clases que están por delante, para poder conquistar al calor del desarrollo de la crisis el frente único obrero –fantasma que invocó parcialmente diciembre de 2017– y la articulación con los diversos movimientos de lucha, estudiantil, ambientales, de las mujeres, que mostró en la lucha por el aborto legal, seguro y gratuito que los derechos se imponen con la movilización en las calles. Contra toda rutina electoral, sindical y/o de “los movimientos” que busque compartimentalizar, toda la fuerza e influencia conquistada en elecciones por la izquierda hay que ponerla en función de pelear por articular verdaderamente esta fuerza social y política para la intervención en la lucha de clases.
Todavía está por verse los contornos concretos que tendrá el plan plurianual que el gobierno pretende que se legalice en el Congreso para poder satisfacer al FMI, pero como mínimo, vía devaluación, inflación, tarifazos, etc., buscará resolver –o mejor dicho procrastinar– los problemas estructurales provocados por el atraso y la dependencia del país, descargándolos, una vez más, sobre las espaldas del pueblo trabajador. Frente a este “programa” solo cabe oponerle uno que de una salida a la crisis a favor de las mayorías. Uno que plantee el aumento de emergencia de salarios y jubilaciones, y medidas como la reducción de la jornada laboral a 6 horas, sin rebaja salarial, para repartir el trabajo entre ocupados y desocupados. Que parta de un desconocimiento soberano de la deuda y la expulsión del FMI, sin el cual no hay camino alternativo posible al ajuste. Claro que no puede ser una medida aislada. Por ejemplo, frente a la crisis de 2001, un puñado de bancos organizaron el 80 % de la fuga de capitales mientras que al pequeño ahorrista le imponían el “corralito”. La nacionalización del sistema bancario, con la expropiación de los bancos privados (pero no para apropiarse de los ahorros de los sectores populares, sino para preservarlos) y la conformación de un banco público único, bajo gestión de los trabajadores, es una necesidad. A su vez, una política soberana implica la nacionalización del comercio exterior, es decir, que todos los exportadores entreguen lo que se va a exportar a una institución creada por el Estado quien sea el que comercialice y administre la relación con otros países y pueda apropiarse de rentas, como la agraria, y definir los precios internos. Estas, entre otras medidas, son necesarias para enfrentar la crisis.
Al comienzo mencionábamos el dicho popular de que quien se va 20 años, regresa y encuentra que no cambió nada. A poco de cumplirse las dos décadas del 2001 sería hora de enterrarlo. Para eso a los programas hechos a la medida del FMI necesitamos oponerles uno que de una salida de fondo a favor de las mayorías y articular las fuerzas para conquistarlo. Con esta perspectiva prepararnos para lo que se viene.
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