Al atardecer del 20 de diciembre, mientras miles de trabajadores y jóvenes combatían en la capital y distintas ciudades del país, la CGT convocaba una huelga general que pasaba desapercibida. Era el símbolo de una década de huelgas y treguas. A 20 años, un repaso por los golpes y luchas de la clase trabajadora y el rol de sus conducciones, para pensar el futuro.
Jueves 20 de diciembre. Seis de la tarde. El hombre sale de trabajar después de las horas extras que lo ayudaban a sobrevivir. Las calles están raras. Se respira el mismo olor a humo desde hace semanas. En la tele del bar ve la placa roja de Crónica. “La CGT anunció un paro general”. Vuelven a las imágenes de la Plaza de Mayo sitiada. El hombre mira al mozo sacudiendo la cabeza. “Me estás jodiendo, ¿ahora lo llama?”.
Su mente viaja un año atrás. Fines de noviembre de 2000. “Paro de 36 horas en todo el país” decían las tapas de los diarios. Ese día había amanecido en uno de los piquetes de la Zona Sur. El paro de colectivos había ayudado, pero a algunos micros los tuvieron que “convencer”, por las buenas o las malas, que ese día no trabajaba nadie. Por la radio llegaban las noticias desde Neuquén o Salta. Los piquetes se contagiaban. Los informes patronales hablaban de un 90% de acatamiento. Los informes policiales de “entre 150 y 200 mil activistas” que lo hacían cumplir. Muchos de ellos eran desocupados, como los que cortaban la Ruta 3 en La Matanza o la 34 en Tartagal. La clase trabajadora se unía para paralizar el país. Algunos carteles hablaban del hambre; otros rechazaban la misión del FMI. El editorialista de La Nación advertía: “la demostración callejera no fue cegetista, sino setentista”. [1] ¿Exageraba? Puede ser, pero era su forma de advertir a sus jefes que allí estaba el germen de algo peligroso. En los despachos sindicales se felicitaban por el éxito de la medida pero miraban el reloj. Cuando diera la medianoche volverían a la tregua.
Esos dos momentos resumen, de alguna manera, el desenlace y los años previos a los jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Nos recuerdan que no cayeron del cielo. Pero también que esa rueda que venía tomando velocidad no se detuvo porque sí. ¿Cómo se llegó hasta ahí? ¿Cómo y cuánto luchó la clase trabajadora? ¿Quiénes eran esos hombres que convocaban una huelga recién cuando el presidente redactaba su renuncia; qué hacen ahora?
Vayamos por parte.
1. Un nuevo ataque, una “nueva” clase trabajadora
La década menemista y su “bonus track” aliancista habían venido a completar, de alguna manera, una tarea iniciada por la dictadura. El neoliberalismo avanzaba con su relato pero sobre todo golpeando las condiciones de trabajo y de vida de millones. La tarea del peronismo en el poder era reconfigurar la Argentina capitalista y a quien la hace funcionar: la clase trabajadora.
Lo podemos ver por los ataques que puso en marcha. El proceso de privatizaciones fue uno de los golpes más duros. Decenas de miles de ferroviarios, petroleros, siderúrgicos y telefónicos quedaban en la calle, ilusionados con indemnizaciones que no durarían nada. Acá y acá analizamos esos conflictos y el rol de la izquierda (MAS). Una batería de leyes y decretos atacó, año a año, conquistas obreras históricas, incluida la famosa “reforma laboral”.
Lo podemos ver en sus resultados una década después. La desocupación llegaría al 25%, el doble para la juventud. La participación de los asalariados en la renta nacional pasaba del 50% en 1975 al 20% en el 2000. El trabajo no registrado se duplicaba. La mitad ya laburaba con contratos “eventuales”.
Y lo podemos ver también desde otro lado. Esa reestructuración capitalista había precarizado y fragmentado a la clase trabajadora, pero no había podido anular su potencialidad aún en esa Argentina cada vez más dependiente. Según en INDEC en el año 2000 los asalariados era más del 70% de la población económicamente activa. Había reconcentrado sus fuerzas en servicios y transportes que hacían funcionar las grandes ciudades, en grandes empresas de alimentación, automotrices, siderúrgicas, en bancos, supermercados y otras ramas claves.
2. “El 2001 no cayó del cielo”: una década de golpes y resistencias
Una de las frases que se repite, con razón, es que el estallido “no cayó del cielo”. Estuvo precedido por ataques y luchas durante una década.
Podemos decir que hay una primera etapa con tres principales hitos [2].
El Santiagueñazo y las revueltas provinciales contra los ajustes en el Estado. El primero en 1993. Luego se repiten en Chaco, La Rioja, Córdoba, Jujuy. Son contenidos con el reemplazo de sus gobernadores pero evitan el plan de máxima de Menem y el FMI.
Los levantamientos de los desocupados, sobre lo que hemos escrito mucho, por ejemplo acá y acá. Comienzan en CutralCó-Plaza Huincul en 1996 y 1997, siguen en Jujuy y Mosconi (Salta), Corrientes (1999), Tartagal-Mosconi en 2000 y 2001, y se trasladan más tarde al Gran Buenos Aires con otras características.
Por último, los 9 paros generales bajo el menemismo. El historiador Iñigo Carreras marca el inicio de un “movimiento ascendente, desde 1994 hasta que se revierte a fines de 1996”. En la tercera huelga de ese año un cronista del diario inglés The Economist se sorprendía del “resentimiento en Argentina contra el FMI”. Destaca una pintada callejera: "No somos sirvientes ni esclavos del FMI". Tras esa jornada caía Cavallo y su proyecto de reforma laboral.
El investigador Adrian Piva [3] analiza conflictividad de esos años. “1995 presenta la mayor cantidad de conflictos defensivos protagonizados por obreros ocupados, 2001 la segunda”. La mayoría son por ataques patronales. 1000 medidas de fuerza entre el sector público y privado. Una de las luchas más emblemáticas de aquellos años serían la resistencia a la privatización del Astillero Río Santiago, las huelgas mineras en Río Turbio o de los metalúrgicos fueguinos donde la policía asesina a Víctor Choque.
La izquierda, que no contaba con gran fuerza sindical y política, participaba de las huelgas y movilizaciones. Le reclamaba a las centrales y movimientos un plan de lucha unificado y la coordinación con los desocupados.
Pero las cúpulas sindicales logran evitar que esos fenómenos de resistencia se pongan a la altura del ataque. A las 23:59 de cada una de esas jornadas, comenzaba una nueva tregua.
3. Barrionuevo, Daer, Moyano, Yasky: los mismos de siempre
Hagamos un “recuadro” para hablar de las cúpulas sindicales.
El inicio de la década menemista genera tensiones y rupturas en el sindicalismo peronista. Podemos resumirlo en cuatro grupos. Los “recontralcahuetes” de Menem, como se autodefinió Luis Barrionuevo. La conducción de la CGT con Cavalieri, Martínez, Rodríguez, los hermanos Daer (o sea los mismos de ahora). Un agrupamiento surgido en 1994 como MTA (Movimiento de Trabajadores Argentinos), liderado por Hugo Moyano y Juan Manuel Palacios (UTA). Y finalmente la CTA, que con docentes y estatales decide fundar su propia central.
Analizar el rol de cada sector merecería una nota aparte. Pero digamos que mientras la CGT de los hermanos Daer y los “gordos” fueron negociando las políticas menemistas, el MTA buscó ser una alternativa dentro del sindicalismo peronista para canalizar y contener el descontento. Junto a la CTA y la CCC convocó a la “Marcha Federal” en 1994, además de paros nacionales.
Pero en algo coincidirían todos los sectores: para darle tiempo a quienes armaban esa oposición a Menem, no hicieron paros generales desde 1997 hasta los primeros meses del 2000 con la Alianza, a la que la CTA había apoyado hasta formar parte de sus listas. Daer, Moyano y Yasky eran, en ese momento, parte de la conducción de las tres principales centrales. Como hoy.
La crisis económica se agravaba desde 1997. La Alianza llegaba al poder con discurso progresista y despertaba la ilusión de sectores medios y trabajadores. Al poco tiempo muestra que viene a completar las tareas del menemismo. Más ajuste, reformas laborales y hambre. Más FMI.
Inaugura su gestión reprimiendo una protesta en Corrientes. Dos muertos. A pesar de los intentos de la CGT y la CTA de calmar los ánimos, el año 2000 marca una nueva emergencia de la clase trabajadora. Se combina, decíamos entonces en La Verdad Obrera, “un renovado protagonismo de los sindicatos como ejes de la oposición al gobierno con sus paros generales y huelgas por sector, con la tendencia de sectores del movimiento obrero, en especial los desocupados, a sobrepasar los límites de la legalidad burguesa, protagonizando levantamientos como en Tartagal y Mosconi (Salta)” [4]. Rodeando las petroleras, los piqueteros enfrentan a la Gendarmería y la Policía durante días.
Tras la represión a una protesta de Camioneros y Judiciales contra la “Ley Banelco” el MTA y la CTA convocan una huelga el 5 de mayo. Tres semanas después, una masiva marcha contra el FMI. El 9 de junio otra huelga general. La CGT oficial tiene que sumarse.
En esa etapa también resurgen muchas huelgas por empresa o regiones. En el transporte, docentes, azucareros, pesqueros, ceramistas, algunas automotrices. Los métodos vuelven a ser más radicalizados y el ciclo de conflictividad laboral retoma el ritmo que había bajado en 1996. También se abren paso, con dificultad, algunas seccionales o comisiones internas antiburocráticas. Entre ellos se destacan los ceramistas de Neuquén, donde el PTS y activistas combativos juegan un rol clave como contamos acá. También los mineros de Río Turbio, seccionales opositoras de SUTEBA, la Unión Ferroviaria de Haedo, internas de la Alimentación como en PepsiCo y Terrabusi, entre otras.
En el movimiento de desocupados se daba un proceso profundo que hemos analizado en otras notas. Tras una primera etapa de puebladas en el interior con duros cortes de ruta exigiendo trabajo genuino, a fines de los ‘90 gana peso en el Gran Buenos Aires en la pelea contra el hambre. El movimiento se masifica, realiza cortes y participa de huelgas y movilizaciones, pero sus principales conducciones buscan evitar que se radicalice. La CCC y la Federación Tierra y Vivienda (CTA), con mucho más peso que el “autonomismo” y la izquierda, ponen el norte en la lucha “económica” por los subsidios estatales antes que en la unidad con los ocupados por “trabajo genuino”.
Sin embargo, un corte de desocupados de 17 días en La Matanza y la represión a otro piquete en Salta donde cae asesinado Aníbal Verón empujan a las cúpulas sindicales a convocar aquella huelga general con piquetes de noviembre del 2000.
Detengámonos en una cuestión. En esos 10 años, las cúpulas sindicales tuvieron que convocar 16 paros generales.
Eran, por un lado, un hecho alentador. El movimiento obrero volvía a parar contra un gobierno peronista después de las jornadas de junio y julio de 1975, con todas las diferencias de esos momentos históricos. Eran además un cachetazo al discurso neoliberal sobre “el fin del trabajo”. Cada huelga mostraba quiénes hacían funcionar el país y podían suspender la maquinaria capitalista. La paralización del transporte se convertía en un arma filosa para garantizar las medidas, en épocas que la desocupación podía desalentarlas. Un último elemento novedoso. Muchas de las medidas eran coordinadas entre ocupados y desocupados. Huelgas con duros piquetes, que además le daban un carácter “nacional” a protestas que comenzaban siendo aisladas.
Esa potencia unificadora, activa y política, sin embargo, nunca logró escapar del control de la burocracia sindical. Ese es el límite que tuvo semejante cantidad de huelgas generales. En manos del sindicalismo peronista se convertían en medidas para descomprimir y presionar. En su convocatoria estaba incluida la tregua que daría lugar a una nueva negociación.
6. Diciembre: la huelga y la tregua
El 2001 arranca palo y palo. Un paquetazo de ajuste es derrotado por la movilización de desocupados, estatales, docentes y estudiantes, que obliga a la CGT disidente y la CTA a improvisar una nueva huelga. Cae López Murphy pero asume Cavallo. Tranca.
La convertibilidad del peso con el dólar estaba quebrada. La devaluación del real brasileño era el tiro de gracia. Comenzaba la cuenta regresiva hacia el levantamiento de diciembre.
La CGT disidente, fundada por Moyano en el 2000, planteaba “cambiar el modelo, salvar a la Nación” y se suma al bloque de empresarios y partidos que impulsa la devaluación. Pero su estrategia era contener la resistencia al saqueo mientras se preparaba el recambio de un gobierno en bancarrota. La Iglesia, el peronismo y el resto de las cúpulas sindicales se sumaban al “control de daños”.
Pero diciembre era una furia. El hambre empujaba los saqueos que arrancaban desde el interior y la clase media estafada por el corralito se sumaba a la rebelión. Surgía un nuevo fenómeno: fábricas eran ocupadas y arrancaban a producir bajo gestión obrera. Brukman y Zanon iluminaban el camino.
Moyano y Daer tienen que llamar a una huelga el 13 de diciembre. La CTA adhiere. Querían un paro pasivo pero los cortes se volvían a repetir en muchas ciudades. La CGT disidente solo moviliza su aparato que ataca al PTS y la izquierda en Plaza Congreso.
Ya nadie podía contener la bronca. El 19 y 20 estalla el país. En Plaza de Mayo y muchas ciudades miles de trabajadores y trabajadoras, ocupados y desocupados, combatían en las calles, en muchos casos después de abandonar sus trabajos espontáneamente. Pero la clase trabajadora y sus organizaciones no puede participar con toda su fuerza y sus métodos en esos momentos decisivos. Tampoco los movimientos de desocupados serían protagonistas en la Batalla de Plaza de Mayo.
Recién con 35 muertos y De la Rúa renunciando la CGT convoca la huelga. La CTA lo hacía un rato antes, sin ganas. Esa noche Moyano dice en televisión que no había que convocar nuevas medidas: “hasta acá llegamos, ahora hay que reconstruir”.
La izquierda, en particular el PTS, rechazaba esa tregua y proponía desarrollar toda la fuerza de las huelgas, piquetes y puebladas. Proponía coordinadoras regionales y una Asamblea Nacional de ocupados y desocupados, con un programa obrero de salida la crisis. Sin embargo, las corrientes de izquierda habían llegado débil a la crisis.
Lo que siguió es conocido. La llama del 2001 no se apagaba. Surgían las asambleas populares y se masificaban los movimientos de desocupados. El peronismo buscaría cooptarlos y reprimir a sus sectores independientes. Más de 150 fábricas eran tomadas por sus trabajadores.
Duhalde le pedía una tregua de 180 días a Moyano, que convocaba un tímido paro recién en mayo de 2002. Mientras, la devaluación rebajaba el salario real un 30 % de un plumazo.
A esa altura el moyanismo había cumplido con sus objetivos históricos: desviar el proceso de oposición social y política al menemismo, y luego a la Alianza, utilizando su influencia para evitar que la clase trabajadora despliegue sus métodos de lucha y, sobre todo, avance en su independencia política.
Ese fue el rol que jugaron la CGT, la CTA y las cúpulas de los sindicatos en aquellos años.
Son los mismos dirigentes que, 20 años después, sellaron una tregua con Macri tras las masivas movilizaciones de diciembre de 2017. Son quienes dejaron pasar el pacto de ese mismo gobierno con el FMI. Son ahora quienes llamar a confiar en Alberto Fernández y repiten como loros que “el acuerdo con el Fondo es sin ajuste”.
No estamos en los 90. Tampoco en diciembre de 2001. Es cierto. Pero está en marcha un nuevo saqueo contra el pueblo trabajador. La pobreza, la caída del salario, la precarización de gran parte de la clase trabajadora mientras piden más reformas laborales, vuelven a ser un símbolo de los tiempos. El peronismo en el poder, del gobierno y los sindicatos, será el encargado de aplicar y hacer gobernable el ajuste para pagar la estafa de la deuda.
Pero no tiene que ser igual. En estos 20 años, la clase trabajadora se ha seguido extendiendo. Aunque no vivió momentos de grandes luchas, tampoco sufrió grandes derrotas. Ha avanzado su fragmentación y precarización, es cierto, pero cuando pudo dejó claro que maneja las palancas que mueven el país. Y sus sectores más precarios revelaron, en peleas por la vivienda, la tercerización o contra el hambre, su combatividad o capacidad de movilización.
Hay un último hecho, muy importante. La izquierda clasista, el Frente de Izquierda Unidad, se ha ido convirtiendo en estos 10 años en una referencia de muchos de esos reclamos y sectores combativos. En estas elecciones apareció como tercera fuerza nacional canalizando el descontento con un programa anticapitalista. No perdió el tiempo: pocos días después convocó una masiva movilización contra el FMI y el ajuste que llenó la Plaza de Mayo.
No tiene que ser igual. Si esa referencia política crece, gana peso en los gremios y lugares de trabajo, entre los precarios y la juventud trabajadora, si atrae a los descontentos para hacer acciones y movilizaciones cada vez más masivas, tendrá la fuerza para mostrarse como una alternativa para los momentos más convulsivos que volveremos a enfrentar.
A 20 años de aquellas jornadas, el PTS pelea por esa perspectiva.