Meses después, Eugene Delacroix, le escribiría a un amigo: “He comenzado un cuadro de tema moderno, una barricada... y, si no he luchado por la patria, por lo menos pintaré para ella". Su vaciedad corporal durante la lucha, evidentemente insignificante, no fue impedimento alguno para colocarse a sí mismo apenas un paso por detrás de La Libertad guiadora del pueblo alzado, cargando un rifle y luciendo el característico sombrero burgués; cuando la liberté, la égalité y la fraternité avanzan ningún burgués retrocede. ¿O sí? Digamos, para terminar con el romántico Delacroix, que en la hora de la Primavera de los Pueblos tomaría partido por la contrarrevolución defensora de la monarquía de Luis Felipe I, aquel que gracias a las heroicas jornadas que el pintor quiso inmortalizar, había sido puesto en el poder sólo para acabar traicionando las aspiraciones republicanas. Jamás pintaría a ninguna bella Marianne en la vanguardia proletaria.
Con los músculos ya distendidos y calientes, abramos el juego al antagonismo febril que nos llama hoy y que envuelve la apreciación de cualquier producto artístico; atendamos desde primera fila al muchas veces sanguinolento intercambio de golpes entre dos posicionamientos que se evocan como rivales implacables; vitoreemos o abucheemos a los campeones del Compromiso y a los de la “religión estética” mientras suben y bajan de la arena en la que se muelen sin cuartel por definir in aeternum ¡¡¡el fin del arte!!!, pero hagámoslo adelantando mi vanidosa subjetividad, mi enraizada bandera: en el rincón zafírico de los estetas, ahí estoy. ¿Existe en realidad tal cosa como “el deber” de un artista? ¿Está ya estrictamente delimitada la influencia que una obra puede tener en sus contempladores, en la sociedad? ¿Está el arte fatalmente condenado a ser un retrato de la historia o sinceramente alguien cree que puede ser motor de ella? ¿Coaccionando moralmente la libertad artística nos arriesgamos a envilecer su majestuosa matriz? ¿No deberían ser sólo estéticas acaso, las exigencias que arrastre el artista? ¿Todo fruto sublime no direccionado a denunciar o transformar esta gran malversación de la vida es egoísta y reaccionario? Segundos afuera. Suena la campana.
Al menos desde finales del siglo XVIII y XIX, desde Kant, que la cuestión de la libertad es el summum bonum que todo arte debe volver inexpugnable a fuerza de defenderlo con uñas y dientes. Kant lanza el primer jab: “Queremos romper con los academicismos. De ahora en más las propuestas del idealismo impregnarán también nuestra concepción del arte; esto es: ¡viva el individuo! Renegamos de la mímesis. El arte no tiene por qué ser la imitación de la naturaleza”.
El movimiento Sturm und Drang en estos momentos pare en Alemania al romanticismo. Friedrich von Schlegel y Novalis nos aseguran: “El arte brota de forma espontánea del individuo, el arte expresa el estado emocional del artista. ¿Qué masa forma un producto artístico? El interior del creador y su propio lenguaje natural”. Nace la noción del “genio” y con ella, la mitificación del individuo creador. Schopenhauer ataca ahora con la finalidad del arte: “Es una vía para huir del estado de infelicidad tan propio del hombre. Evasión. ¡No yunque sobre el cual transmutar lo dado!”
El gran Marx sale al cruce, encendido: “¡Necios! ¿Acaso no pueden apreciar que el arte no es más que otra superestructura, en este caso cultural, determinada por los condicionamientos sociales y económicos que oprimen a todo ser humano? El arte refleja la realidad social y no puede escapar de ella”.
Théophile Gautier, el auténtico peso pesado del esteticismo, contrataca con combinaciones fulminantes: “¡Repugnante materialismo! ¡Lógico hedor a utilitarismo proveniente de la época industrial! El arte por el arte vale. Autónomas son la belleza y el arte. Sólo autónomamente se debe buscar la belleza y su inspiración, y el no aislamiento de la sociedad o enredarse en pegotes morales sólo puede entorpecer dicha búsqueda, fin último de quien se considere artista”. Los dandistas y decadentistas celebran la coreografía de golpes asestados. Thomas de Quincey clama: “¿Displicentes? Podrá ser. ¡Ay de quien no vea en el asesinato otra de las bellas artes!”. Verlaine, Rimbaud, Oscar Wilde y Thomas Mann se revientan las manos aplaudiendo. El parnasiano Gautier mete una mano última para delirio de toda la barra del “arte puro”: “No hay conexión entre arte y moralidad”.
Contra las cuerdas, abraza y recupera el aire, Hippolyte-Adolphe Taine hace retroceder a su adversario con una teoría sociológica del arte: “Toda su ciencia del arte, toda su estética, está tan determinada como cualquier otra disciplina científica por factores de raza, contexto y época”. Con nuevos bríos Jean Marie Guyau ahora castiga el cuerpo: “El arte está en la vida, por lo que evoluciona como ésta. Tal como la vida del ser humano está organizada socialmente, así lo está su arte. El arte debe ser el reflejo de la sociedad. Risible es su aspiración robinsoneana; aún más el convencimiento de su éxito”.
La manada del ars gratia artis siente el golpe, acusa que no fue caída sino resbalón, menea la cabeza pero ya Charles Fourier y Pierre Joseph Proudhon se les vienen al humo, primero con golpes medidos: “El arte seguramente tiene una función social que contribuye al desarrollo de la sociedad. En él deben estar integradas armoniosamente la belleza y la utilidad”. Mas luego recordando el castigo recibido, John Ruskin y William Morris escarmientan sin asco profundizando esta perspectiva funcionalista: “La sociedad industrial ha destruido la belleza y vulgarizado el arte al mismo tiempo que degradó a la clase obrera. ¡La economía y la sociedad en su conjunto deben cambiar radicalmente para por fin tener un arte hecho por el pueblo y para el pueblo! ¡Ya no creemos en un puñado de númenes creadores! El arte debe satisfacer también las necesidades materiales, no únicamente las espirituales”.
Tolstoi es un gran golpeador del hígado estético: “El arte sólo se justifica socialmente. El arte es una forma de comunicación, y como tal, sólo es válido si las emociones que transmite pueden ser compartidas por todos los hombres. Lo único que valida el ejercicio artístico es que su producto contribuya a la fraternidad entre los hombres, transmitiendo emociones que unan a los pueblos”.
Groggys bajo el bombardeo inmisericordioso y con el mentón de cristal, ampliamente superados, durante la mayor parte del siglo XX los genuflexos diletantes se van contra las cuerdas, levantan los brazos y se amurallan en su torre de marfil mientras el ataque arrecia.
Plejanov machaca con una estética materialista: “Repudio cualquier engendro de arte por el arte o al artista cuya individualidad se base en el alejamiento de su sociedad”.
Golpeando bajo cuando el réferi no está viendo, y por completo desconociendo los valiosos especímenes vanguardistas de los primeros años de la revolución, Josefo Stalin pega, pega y pega repitiendo: “¡Arte burgués! ¡Arte burgués! ¡Arte burgués! ¡Gorki, Gorki, Gorki!”, mientras Hitler muerde una oreja y la escupe, diciendo: “Degenerado art brut”.
Theodor Adorno trabaja los brazos del que está a la defensiva: “El arte es el reflejo de las tendencias culturales de la sociedad, pero no llega a ser reflejo de ella porque corporaliza lo inexistente o irreal. En todo caso, representa lo existente pero como posibilidad de volverse otra cosa y trascender. ¡El arte es la negación de la cosa! Presenta lo inexistente como existente, promete lo imposible desde lo posible”.
Cerca del golpe de nocaut pero sin poder lograrlo y fatigándose, John Dewey malgasta sus últimas energías: “Como cualquier actividad humana, el arte conlleva creatividad e iniciativa, así como una interacción entre sujeto y objeto, es decir, el hombre y sus condiciones materiales con las que produce”.
Puede hacerse todo el ruido que se quiera alrededor del elefante dormido (hasta que despierta). Es así que con el aviso de los últimos diez segundos, los partidarios píos del art for art’s sake bajan de su torre y, cabalgando sobre el posmodernismo, asolan con un contragolpe a cuatro manos con Derrida y Foucault que rompe el tabique comprometido: “Ya no pueden plantearse nuevos paradigmas éticos o estéticos. La repetición de las pretéritas plasmaciones de la realidad es lo que permite la reinterpretación constante. ¡El compromiso artístico ha fracasado! Inevitablemente el arte se encierra en sí mismo ya que nunca pudo ni podrá transformar la vida cotidiana. Esto es un hecho. ¡Falaz proponer desde el arte una revolución o ruptura!, y no lo hacemos”. En el rincón de los comprometidos están por tirar la toalla. Bretón, Dalí y los surrealistas piden más sangre.
Golpean la campana y las posturas beligerantes y divergentes vuelven a sus esquinas. Has visto cómo el fin mayor que persigue el credo al arte-objeto está necesariamente dirigido al individuo, buscando como máxima el llamado Síndrome de Stendhal; un masivo impacto psicosomático ante la belleza sublime. Has presenciado cómo otro arte se pone la meta de ser social y políticamente comprometido, acaso sólo satisfaciéndose ayudando a metamorfosear la vida y las relaciones humanas.
Los dos boxeadores se preparan para otro asalto. Yo estoy en mi esquina, siendo el cutman de Oscar Wilde, poniéndole hielo en los pómulos. ¿Vos estás a mi lado? ¿O sos el que está luchando por reacomodarle la nariz a Jean-Paul Sartre? |