Llega San Valentín y con él toda la oleada publicitaria del amor romántico, grandes campañas de marketing que te recuerdan que hay que celebrar el estar enamorado y tener una pareja sexoafectiva cerrada con la que celebrar en exclusivo el día del amor universal. Reaparecen todos esos tópicos como fantasmas del pasado para contarte una vez más que tienes una media naranja esperándote en alguna parte remota del mundo, que se quedará obnubilado al verte y te acompañará para el resto de tu vida en una unión casi caída del orden divino y que te hará sentir al completo y satisfecho por los años de los años. A todo ello, los grandes capitalistas saben sacarle su buena rentabilidad económica basada en el consumismo más inconsciente que convierte la expresión de amar en la compra de objetos materiales incoloros o de experiencias superficiales como un brunch para dos en una cafetería monísima. Sin embargo, los mitos del amor romántico, impuestos por la moral de la clase dominante, no solo sirven de excusa perfecta para que los capitalistas hagan sus buenos negocios el 14 de febrero, sino que nacen y se van adaptando a los marcos del sistema capitalista, repitiendo sus lógicas contradictorias y sacrificando aún más nuestras vidas.
Enfrentarte al juego del amor en el tablero del capitalismo la mayoría de las veces nos lleva a repetir sin cuestionamiento alguno los ideales que sirven de cimiento a este sistema sinónimo de explotación. De esta manera, encontramos el ideal de la propiedad privada completamente inmerso en nuestras relaciones sexoafectivas. Aunque se continúe dando toda una lucha por la liberación sexual y algunos sectores de la sociedad, especialmente entre la juventud, combatan con los modelos monógamos y heteropatriarcales de la moral conservadora, no podemos negar que la propiedad privada pasa de los medios de producción a nuestras formas convencionales de querer. La moral burguesa nos enseña que el ser amado nos pertenece, en lo físico y en lo espiritual y eso nos conduce a ese ideal de familia individualista cerrada sobre sí misma que tantas veces ha actuado de freno a la toma de consciencia de clase o al desarrollo de sentimientos de solidaridad entre los miembros de la clase trabajadora.
Los mitos de este amor a “lo burgués” nos hacen creer con derecho a exigir a la persona amada un cese de su desarrollo moral, una adaptación de su personalidad a la nuestra entrando en dinámicas de dependencia que en la mayoría de los casos lleva a que nuestras relaciones personales no sean de libre y consciente elección, sino como un engranaje que sigue su curso. Y se nos olvida lo ilógico de la petición del “para toda la vida”, de esa imposible indisolubilidad de la pareja, como si las personas no estuviéramos en continua transformación y por ende se generasen distintas afinidades en distintas etapas vitales. Otra forma más en la que la moral dominante nos arranca el sentido de nuestras existencias y nos invita a conformarnos con una vida sin aspiraciones personales más allá de las laborales que sí que encajen bien con las dinámicas capitalistas.
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Pero lo más peligroso de esta moral sexo-romántica dominante es que al mismo tiempo que te pide que te entregues en vida a otra persona en un acto de completarse mutuamente, te impide desarrollar relaciones profundas, libres y conscientes con otras personas y de otro tipo, impidiendo que haya un sentimiento real de solidaridad o camaradería, y limitando las formas de expresar amor a las convencionales del cariño físico o afectivo y no otras quizás más profundas como, parafraseando a Kollontai, “la unidad de acción y de voluntad en la creación común”. Todo ello es hijo predilecto del individualismo más absoluto en el que nos embulle la sociedad capitalista, ese cuyo imaginario tenemos todos grabados en la memoria: ciudades repletas de gente desconocida que nos produce la más absoluta indiferencia mientras nos sentimos en la más dolorosa soledad moral. Una soledad moral causada por los insoportables ritmos de la vida en el capitalismo, que nos impide tener tiempo para el ocio creativo, la reflexión o incluso el ejercicio real y puro del amor. Esto podríamos decir que es un pez que se muerde la cola, porque es esa misma soledad moral la que nos empuja a buscar en otra persona las carencias propias en un intento desesperado por alejar lo máximo posible de nosotros “las tinieblas de la soledad”, pero que en la práctica solo se traduce en un “individualismo a dos”. Con jornadas mínimas de 8 horas, en trabajos precarios, muchas veces monótonos y de poca vocación personal, poco tiempo y poca energía queda para la construcción de relaciones profundas y conscientes. Muchas veces nos limitamos a actividades de poco esfuerzo intelectual o emocional, esas que te hacen apagar el cerebro y anular tu propio yo para sobrellevar la velocidad destructora del capitalismo, y el amor, desde luego, no es o no debería ser una de esas acciones de pinchar el botón de off.
Y es que, para que se pueda dar el caldo de cultivo propicio para relaciones interpersonales profundas, libres, comprometidas, conscientes y diversas no basta con hacer psicología. Los y las revolucionarias tenemos paralelamente la difícil y apasionante tarea de transformar por completo las bases de las relaciones socioeconómicas que existen en este sistema aniquilador. Solo en la transición a una sociedad comunista, donde nos quitemos el yugo del trabajo asalariado, donde construyamos el futuro con bases verdaderamente democráticas y donde pensemos la vida en función de nuestras necesidades colectivas, podrá generarse ese espacio para la reflexión y construcción de relaciones más deseables. Debemos seguir luchando por la liberación sexual y moral, por seguir arrancado hoy al capitalismo el dominio de nuestras emociones pero esa lucha no pude concluirse en los estrechos marcos del capitalismo, sino que tiene que pasar por una desnaturalización absoluta de la moral burguesa, esa que oprime al colectivo LGBT, a las mujeres y a todos aquellos que se alejan de los moldes convencionales dictados por el heteropatriarcado. Debemos saber visualizar y dirigirnos hacia un mundo en el que haya tiempo para el estudio, la cultura, la militancia política, y también, por qué no, para hacer el amor.
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