Si me preguntan qué hay para ver en Netflix, que es el medio nuestro de cada día, les recomendaría Ozark, sin lugar a dudas.
No es el gran argumento de algo jamás visto, el guión original no carece de incorrecciones, inclusive graves, pero sí de entretenerse se trata, lo cumple con creces. La tensión, la emotividad y el ritmo del relato no decaen, digamos, demasiado. Se mantiene la expectativa casi a lo largo de las cuatro temporadas que lleva la serie. Aún así, ese no es su mayor logro.
Está en su estructura. En ese resabio pulp fiction, no la película de Tarantino precisamente sino aquellas historias impresas en papel pulpa de gangsters, chulos, prostitutas y crímenes tan norteamericanas y populares entre los treintas y cincuentas del siglo pasado. Está en la credibilidad que brindan sus personajes con sus historias y sus complejas relaciones. Está claro que en las actuaciones y una correcta dirección de actores, una producción preocupada hasta en los más mínimos detalles (el caballo tiene una escena con Marty Byrde, el bebé Zeke se relaciona realmente con sus padres sustitutos, Ruth Langmore dota de significado a esa urna con forma de cabra, nada está librado al azar, todo lo invita a uno a compartir esa intimidad, muchas veces doliente, desamparada).
El gran responsable de este éxito es Jason Bateman, su productor y protagonista, que fue quien confió en Bill Dubuque y Mark Williams, asociados y showrunners, y esta línea argumental para llevar adelante este proyecto que Netflix eligió financiar. Su rol como Marty Byrde es el guardagujas, el que mantiene las cosas en su lugar, un ordenador que vertebra la estructura y le da cierta solidez. Su interpretación es similar a su personaje: apático, cerebral, distante y repetitivo en algunos tics pero manteniendo el tono y el rictus. ¿Esto es bueno o malo? Ninguna de las dos cosas, es necesario. Y ya.
Laura Linney como Wendy Byrde, su esposa, tiene momentos superlativos en cuanto a la interpretación, momentos de complicidad con el personaje y momentos de fastidio e incomodidad hacia el personaje. Así de creíble es su labor. Sobria hasta en los desbordes.
Puntos altos en este sentido son Julia Garner como la, por momentos, irritante, siempre digna, zumbona, mal hablada y valiente Ruth Langmore, la que trata de torcer esa maldición pueblerina que pesa sobre ese apellido siempre mancillado por el crimen. Y, por otro lado, la terrible, impredecible, psicopática y despechada Darlene Snell recargada y sobreinterpretada casi hasta la parodia por la enorme Lisa Emery pero, así y todo, convenciendo en su racha delictiva, en sus motivos caprichosos, en la razón de su locura.
Faltando todavía media temporada para que todo se termine, la historia ya tuvo su pico máximo y, honestamente, ya venía perdiendo fuerza y repitiéndose en algunos recursos. De modo que esperemos le den un gran final que haya justificado tanto despliegue.
Una apostilla merece el cartel Navarro y sus muchachos mexicanos. Si bien Bateman y los suyos tratan de escapar al estereotipo, terminan incurriendo en un error de manual casi: ¿a cuántos capos narcos de carteles mexicanos o colombianos conocen yendo a los Estados Unidos a matar a socios y enemigos con sus propias manos? Parece que para ellos esto es algo común.
Así que Omar Navarro viaja en su avioneta privada cuando le pinta desde su residencia mexicana a los Ozarks de Misuri sin ningún riesgo, o a Javier Elizondro, el heredero, entrar en auto como pancho por su casa y matar dos o tres muñecos sin temor a que lo cerquen en alguna ruta estatal. Un verdadero disparate que si la historia lo amerita, bueno, digamos que es ficción. |