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La Izquierda Diario
25 de marzo de 2022 Twitter Faceboock

Drogas
Cocaína: una historia de prohibiciones, narcos y racismo
Celeste O’Higgins
Eduardo Brenis Pita | Estudiante de Medicina

En el siguiente artículo profundizaremos en la utilización de la cocaína, los marcos de la prohibición y sus consecuencias. Conocer con mayor profundidad un problema social implica, en parte, conocer su historia ¿Es la mejor política prohibirla? ¿Qué discursos avalaron y avalan la prohibición de la cocaína? ¿Qué intereses hay detrás?

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Durante los primeros días de febrero, estuvo en el centro de las noticias la muerte de 24 personas y varias decenas de intoxicados por el consumo de cocaína adulterada con carfentanil, un opioide muy poderoso. Esto provocó un nuevo debate sobre las drogas y el uso problemático de las mismas. Los grandes medios lo enfocaron desde un punto de vista penal, abonando a la estigmatización de la juventud y de los sectores populares. Sergio Berni apareció nuevamente con su discurso de persecución y criminalización a consumidores y pequeños productores, cuya única finalidad es dejar la vía libre para el gran negocio del narcotráfico y la participación de la policía en él. No hay grieta en el pronunciamiento de los grandes partidos del régimen respecto a esta temática. Tanto el Peronismo como el Radicalismo y el PRO tienen una política prohibitiva sobre las drogas y sostienen la ilegalidad de las mismas.

Usos y desusos (Historia de una prohibición)

Los registros de la utilización de las hojas de coca como vigorizante por parte de sectores originarios en América Latina data de la conquista y colonización de América por parte de los españoles. Sin embargo, la extracción del principio activo fue lograda recién en 1855 por Albert Niemann. Tuvo un breve auge a fines del Siglo XIX hasta principios del Siglo XX. Durante ese tiempo, la cocaína fue utilizada para experimentación médica como psiquiátrica: por sus efectos de liberación de dopamina (que genera cierta euforia) fue recomendado para tratar la depresión; por sus efectos anestésicos, fue utilizado para realizar ciertas operaciones que hasta el momento no podían realizarse.

El país productor por excelencia en ese entonces fue Perú, que exportaba hojas de coca y cocaína bruta, principalmente a Estados Unidos y Alemania. Para mediados de 1920 el consumo fue disminuyendo. Muchos artículos sostienen que esta disminución se dio por políticas prohibitivas de Estados Unidos debido a los efectos nocivos del producto. Efectivamente, en 1914 se dictó la Harrison Narcotic Act en acuerdo con la Convención del Opio, que buscaba limitar la producción y distribución de opiáceos, entre ellos la cocaína. Sin embargo, esta política de mayor control, en principio no buscaba prohibirla. Reglamentaba su utilización para la medicina y la investigación. La decisión de reglamentarla no estaba sujeta a consideraciones científicas ni estadísticas sobre sus efectos en el ser humano. Siguiendo a Luque Gonzalez, “ (...) durante miles de años las drogas se han aprobado o prohibido, pero no a partir del conocimiento científico, sino a partir de miedos, prejuicios, doctrinas religiosas y factores políticos. [1]

Molina Palacio realiza una investigación sobre los comienzos del consumo de cocaína en Estados Unidos y muestra cómo la misma era utilizada por jóvenes de clase media, que consumían como un fenómeno contracultural y de reacción a los valores cristianos y puritanos. El “problema” fue cuando su utilización comenzó a expandirse a sectores subalternos. El autor nombra casos como los de los estibadores en el Sur, donde los patrones daban cocaína a los trabajadores para realizar las labores más tediosas y pesadas de carga y descarga.

Fue propiamente en el sur de los Estados Unidos donde empezó una ola de pánico racista que sirvió como precedente al asociamiento de los afroestadounidenses con la delincuencia, producto de su consumo de sustancias embriagantes y/o drogas, especialmente la cocaína. Se creó una imagen fantástica de los “negros cocainizados, saliendo de las plantaciones y los campamentos de construcción para entregarse al pillaje sexual entre las mujeres blancas”. [2]

La sociedad estadounidense puritana comenzó a distinguir el consumo entre los negros de bajos recursos, continuamente estigmatizados, y los sectores blancos o de clase media, que era convenientemente invisibilizado. Esto se puede graficar por la forma de ingerencia de la droga: los negros pobres la esnifaban mientras que el resto la consumía por inyección. O por la utilización de la cocaína en diversos productos: los negros consumían dope, un vino con cocaína, mientras que los ricos consumían Coca Cola o Vin Mariani, que era un vino más “sofisticado” con cocaína.

Las medidas punitivas no comenzaron a tomarse por problemáticas de salud o adicción, sino con la excusa de la holgazanería que supuestamente generaba esta droga en algunos estibadores. Posteriormente, esa holgazanería fue vinculada al crimen y al pillaje, con lo cual la droga sirvió como asociación para avanzar en este pacto puritano, represivo y racista. Los medios de la época sostenían la importancia de llamar a eliminar el consumo de cocaína entre los negros. Como ya se mencionó anteriormente, las medidas de control comenzaron a expandirse, dando lugar al mercado negro y al contrabando. Molina Palacio trae a colación algunos artículos sobre la época donde se vislumbra al sector farmacéutico vendiendo droga para el mercado negro y la producción de dope. Es por eso que el autor considera que “(...) la comunidad médica se encontraba vinculada con las medidas punitivas que habían empezado a tomar las autoridades y cuya la finalidad era la de restringir el expendio de cocaína a los negros pobres de Virginia.” [3] La industria farmacéutica era una de las principales beneficiarias de esta prohibición, porque eran quienes -ingresando en un listado especial- podían conseguir cocaína y venderla mucho más caro si el producto estaba ilegalizado.

Finalmente, el consumo de cocaína fue disminuyendo socialmente a principios del Siglo XX. A su vez, se expandió el tráfico de alcohol a niveles mucho mayores con la Ley Seca [4] y se reemplazó la cocaína por el consumo de heroína. En el siguiente artículo de “El gato y la Caja”, se establece una interesante vinculación entre la estructura estatal organizada por la Ley Seca y la necesidad de sostenerla en el tiempo una vez que el alcohol dejó de ser declarado como enemigo estatal: "Después de la Ley Seca, quedaron vacantes estructuras del Estado destinadas a la seguridad que, durante la vigencia de la ley, perseguían el alcohol.”
 [5] Esas estructuras de control se volcaron entonces a otras drogas como la heroína, la cocaína y el opio principalmente. Las mismas eran vinculadas a sectores sociales que generaban profunda desconfianza en la sociedad “blanca” y puritana (los chinos, los mexicanos y los negros).
El problema del consumo de drogas no era un fenómeno social particularmente significativo hasta ese entonces. Las estructuras prohibicionistas hasta la década del ‘60 fueron respuestas morales de grupos radicales protestantes y puritanos y asociaciones farmacéuticas interesadas en el control, que llevaron a la conformación de la Convención Única de Estupefacientes en 1961. Allí se derogaron todas las reglamentaciones anteriores y se estableció que cualquier utilización que no fuera médica o científica, era considerada abuso.

El resurgir del consumo de estupefacientes en general se da en 1960 como respuesta juvenil. “Fue la época en que diversos movimientos contraculturales encontraron en el consumo de drogas psicodélicas un vehículo de expresión.”
 [6] En 1970, la cocaína vuelve a producirse masivamente para el consumo, a partir de una organización mucho más aceitada en la producción por grandes empresas dedicadas al narcotráfico. Nuevamente se establece una diferenciación entre los distintos sectores sociales que acceden a su consumo: el “polvo blanco” era asociado a sectores de élite blancos, como banqueros o músicos de rock, mientras que el crack, por su menor costo y su forma de cocción, es asociado a los negros de los guetos y sectores bajos. En 1986, el Congreso sancionó la Ley Contra el Abuso de Drogas, que establecía penas 100 veces más duras para el crack en comparación con las de cocaína en polvo.

La política prohibicionista de las drogas pasa, en esta época, de una política de control y regulación a una perspectiva de criminalización del consumidor. Durante las últimas décadas del Siglo XX, se establecen mayores legislaciones de esta índole aumentando las penas por tenencia de droga y atestando las cárceles de consumidores: La famosa “Guerra contra las drogas” impulsada por Nixon en los ‘70 que se continúa durante el resto de los gobiernos estadounidenses.

“Abran paso a los narcos”

La política prohibicionista ha demostrado que ejerce una doble o triple moral hipócrita. Por un lado, busca condenar la tenencia de usuarios ligando ideológicamente el consumo problemático al uso de drogas. Por el otro, los Estados capitalistas han utilizado el consumo de drogas para la estigmatización de las poblaciones pobres y mayorías oprimidas como un arma clasista que le permite constituir una asociación entre las drogas y “el otro” que comete un crimen. La cantidad de presos en EE.UU. relacionados a delitos por drogas ha aumentado 10 veces de 1980 al 2019 (pasó de 40.900 en 1980 a 430.926 en 2019). Y a nivel global, 1 de cada 5 prisioneros está encarcelado por delitos de drogas, la mayoría por tenencia. Por supuesto, esto implica jugosos presupuestos y estructuras estatales para “perseguir” a pequeños productores y consumidores, sosteniendo paralelamente el mercado ilegal de grandes corporaciones narcos. A nivel global, el control y prohibición de drogas cuesta más de $100.000 millones anualmente, cuando este dinero puede gastarse para mejorar las respuestas en salud pública, aumentar el acceso a servicios sociales y expandir programas alternativos frente a las drogas.
Todo esto es una pantalla para tapar el Sol con las manos: busca esconder el enorme negocio que significa el narcotráfico para la economía capitalista. De acuerdo a una investigación de 2011 del Global Financial Integrity (ya que estos datos no se encuentran disponibles), el narcotráfico movía en 2003 alrededor de 320 mil millones de dólares, equivalente a casi un 1% del PBI global. El “Drug Report” de 2021 de la ONU, sostiene que con Internet y el uso de la “dark web”, el mercado va en aumento. El hecho de que el consumo sea ilegal bajo ningún punto de vista ha disminuido cuánto se consume. Lo que genera es que el producto sea mucho más caro, reportando ganancias millonarias a los grandes empresarios, en connivencia con políticos y la policía, que utiliza ese financiamiento estatal de la “guerra contra las drogas” para diseñar un aceitado mecanismo de distribución y negocios de los grandes empresarios narcotraficantes.
En términos sanitarios, la prohibición solo genera consecuencias catastróficas para los sectores que más necesitan una intervención del sistema de salud. Desde 1999, en EE.UU. han muerto más de 850.000 personas por sobredosis, aumentando esos números cada año. En 2019, se alcanzó el número de 70.000 fallecidos por sobredosis, siendo ese año la principal muerte por lesiones en ese país. A nivel global, de las 12 millones de personas que se estima que se inyectan drogas, 1 de cada 10 vive con VIH y aproximadamente 10 millones viven con la infección crónica del virus de Hepatitis C.

¿Solo hay consumo problemático?

Importantes intereses de empresarios, junto con una estructura estatal y policial de funcionarios tienen su existencia material atada al narcotráfico. La base de sus ganancias millonarias se basan en la prohibición del producto para encarecerlo.
Para ello se basan en discursos moralistas y sanitarios, ligando el consumo problemático a su mera utilización. La asociación de la cocaína con la adicción es tan solo una punta del iceberg tapada por la prohibición para construir ese discurso: la cocaína, las villas, la delincuencia y los pobres. Esta perspectiva de criminalización no suele ir acompañado de una política de prevención y reducción de daños, llevando a que ciertos sectores sociales más vulnerables se encuentren en un círculo de exclusión y marginalidad que incluye la cárcel. Se difunde esta política para tapar el rol de la policía en el narcotráfico y las grandes empresas de estupefacientes en connivencia y organización con sectores de la casta política y la policía.
Para poder acabar con el narcotráfico, es necesario legalizar todas las drogas.Creer que es posible un mundo donde no existan las mismas es una fantasía utópica. No se puede juzgar socialmente lo que un individuo desee consumir en su fuero interno mientras no dañe a otras personas. Son probados los efectos del alcohol y el tabaquismo para la salud, como la posesión de componentes adictivos, y sin embargo los mismos se encuentran legalizados. Apoyar una política prohibicionista y punitiva es negar la realidad que existe y negarse a construir un abordaje diferente sobre el asunto. Después de todo, la moral nunca hizo más feliz a nadie, sino en todo caso, más culpable por lo que hacía. Con la prohibición se despliegan una serie de problemas para el consumidor que no lo ayudan a tener una mejor relación con la cocaína: la estigmatización, la falta de herramientas del círculo social para poder ayudarlo, la concepción moralista que se impone hacia el consumidor y los accesos a las clínicas o tratamientos de recuperación no son la primera opción cuando el consumo se vuelve problemático.
Se debe abordar desde una perspectiva social y como asunto de salud pública: Actualmente no es tomado así por el Estado. Prueba de ello es que no hay datos estadísticos que permitan comprender en profundidad la problemática social y que los centros de rehabilitación sean principalmente privados y muchos de ellos, manejados por las Iglesias.
Poner la legalización en el centro no implica negar la realidad. El consumo problemático existe, pero no llega a ser un porcentaje sustantivo como para establecer una correlación directa: En el último Informe de la ONU, “Drug report 2021”, se estima que alrededor del mundo 275 millones de personas consumen o consumieron en el último año. Solo el 13% manifiesta algún tipo de comportamiento con similitudes a la adicción y/o dependencia. [7]
Las actitudes peligrosas en torno al consumo problemático para el sujeto y su entorno ocurren no por el consumo de la droga, sino por el dificultoso acceso que se genera cuando la misma es ilegal. El encarecimiento del producto lleva a la desesperación por poder conseguirla. Si un adicto al tabaco necesita fumar, consigue por un costo bastante bajo y de manera sencilla un cigarrillo.

Legalizar ¿Y qué más?

Es necesario un plan para abordar este problema de manera integral. La legalización implica campañas de difusión sobre la correcta utilización y los riesgos que conllevan. Muchas de las sobredosis tienen que ver con que esta información no existe para los nuevos usuarios, y terminan arriesgando su vida. En esta misma línea, la producción debe ser realizada bajo estricta seguridad sobre los productos utilizados. Hoy en día los grandes narcotraficantes “cortan” la cocaína con muchas sustancias que pueden ser potencialmente fatales para quien las utiliza. Solo quienes tienen importantes sumas de dinero acceden a productos más “puros”. No serán los empresarios que lucran con la salud de millones a costa de más ganancias, sino los trabajadores que realicen esa producción, los verdaderos interesados en otorgar un producto de calidad que disminuya las consecuencias sanitarias en quien la consume.
Para quienes incurren en el consumo problemático, es necesario desarrollar clínicas de tratamiento y recuperación estatales, gratuitas y de calidad, con equipos interdisciplinarios que puedan abordar la problemática social de la persona que solicita ayuda. Esto es importante, pero no suficiente. Debe existir una política de análisis estadístico, información e investigación desde el ámbito social y sanitario para comprender menos superficialmente esta problemática. Muchos se agarran de la falta de esta información para hacer discursos reaccionarios sobre una supuesta vinculación entre la pobreza y las drogas, algo ridículo teniendo en consideración la larga lista de empresarios, políticos, actores y músicos reconocidos que toman cocaína u otras drogas, cayendo muchas veces en consumos problemáticos o sobredosis. Pero sí es cierto que existen beneficios clasistas alrededor de su consumo, no sólo en relación a la calidad sino a las posibilidades de consumirla. No es lo mismo trabajar doce horas, levantarse temprano, tener horarios rotativos o plata para conseguirla. No es lo mismo el ambiente donde se puede consumir o la experiencia a la cual se puede alcanzar.
Es posible avanzar en importantes medidas de control, apertura y reducción de daños, como explicamos anteriormente. Pero para barrer con los problemas estructurales, es necesario acabar con el sistema capitalista. Romper este círculo clasista, pero también que cada quien pueda tener la libertad de elegir lo que quiere consumir y la mejor manera para hacerlo en su vida, implica erradicar el trabajo alienante de miles de horas y todas las trabas materiales opresivas que existen en este sistema social. En algún momento las drogas estuvieron asociadas a la expresividad musical, la creatividad y la imaginación. Para que pueda existir verdaderamente un consumo seguro y recreativo para todos quienes quieran hacerlo, es más que necesario construir otra sociedad donde haya espacio para el ocio creativo y el desarrollo personal.

 
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